viernes, 29 de agosto de 2008

La pastoral de ferias y circos se desarrolla en el ámbito de la sonrisa

Todo católico tiene la certeza de que para buscar a Dios no tiene un sitio más seguro al que acudir que ante el sagrario de cualquier iglesia. Sin embargo, también hay otros espacios y lugares en los que con total certeza podemos reconocer la presencia del Señor. Uno de ellos es la sonrisa de un niño. Y mucho más la de un niño enfermo.

Los niños, instalados aún en el ámbito de la inocencia y la pureza, son los que mejor perciben la magia salida de una varita, la velocidad de vértigo de un tren volador o las canciones rumbosas de un payaso. En esto último es especialista Topito. Ataviado con su enorme nariz roja, sus mofletes en absoluto desapercibidos y su peluca de colores, este payaso bonachón se dedicó mucho tiempo a hacer reír a niños con enfermedades terminales en un hospital madrileño. Topito siempre tuvo claro que lo suyo era ser payaso: “Desde niño me atrajo el circo. Un mundo de sueños e ilusiones, de sonrisas y del ‘más difícil todavía’. Un espacio itinerante que va dejando semillas en el corazón de grandes y chicos”.

Porque lo cierto es que, a diferencia de otros payasos que tan solo buscan hacer pasar un buen rato, las letras de las canciones de Topito tienen un trasfondo especial, un mensaje, una “semilla”: la de Cristo. Porque Topito, además de payaso, es sacerdote. Así, cuando se quita el traje de colores y deja atrás el personaje, sólo queda Juan Manuel Rodríguez Alonso, cura. “Yo nunca digo lo que soy cuando hago de payaso, pero ya me ha sucedido en varias ocasiones que tras mi actuación, algunos padres y niños ven en mí algo especial”, dice Juanma. Quien añade: “Yo siempre intento que en cada cosa que hago se note que está Cristo. Transmito los valores del Evangelio siendo payaso, hablo de Dios haciendo reír”.

Lo cierto es que el de Juanma es testimonio muy especial: “Cuando me ordené sacerdote, en ese mismo momento, sentí que necesitaba ser también payaso. Siempre fui un apasionado del circo, desde pequeño. Pero nunca pensé que haría realidad mi sueño, que no era otro que ser payaso. Fue una sensación muy fuerte. El día que me consagré a Cristo tuve claro que la mía era una doble vocación. Por ello, cuando se lo expuse a mi obispo, él fue el primero que me animó a ser cura y payaso. Entonces empecé a actuar en residencias de ancianos, en colegios… pero lo que me marcó fue mi experiencia en el hospital del Niño Jesús. Allí actué en numerosas ocasiones ante niños con enfermedades terminales. Fue increíble. Nadie imagina realmente lo que supone ver la sonrisa de alguno de estos niños. Cada vez que lo consigues, es como si te regalaran un poquito de ellos mismos”.

Juanma tuvo la oportunidad de establecer “un vínculo muy especial” con muchos que aquellos niños: “Un día, cuando como Topito les canté la canción del barquito de papel, hice como que no me la sabía. Entonces, un niño ciego me hizo con sus propias manos un barquito. Lo guardé y estará conmigo para toda la vida, como el auténtico tesoro que es. Otro caso muy especial es el de Edgar, un niño ciego con el que llegué a establecer una verdadera conexión. Siempre me interrumpía en mis canciones y me pedía que le diera un beso en la mano. Cuando lo hacía, él, con la mayor de sus sonrisas, se me abalanzaba y me daba un beso en la mejilla. Cuando él murió… fui yo mismo el que tuve que oficiar su funeral. De hecho, celebré varios funerales en el tiempo que estuve con los niños. Es una experiencia tremenda, pero gracias a mi condición de sacerdote me consuela en esos casos la fe, la alegría y la esperanza en Cristo”.

Precisamente esto, la “capacidad de sonreír y hacer reír a los demás cuando tu alma está triste”, es una de las cosas que a Topito le llenan como payaso y sacerdote. Porque para él, ambas cosas, van muy unidas. De hecho, Juanma es el Delegado Nacional de la Pastoral para Ferias y Circos. Un pastoral, cierto es, no demasiado conocida ni siquiera por los propios sacerdotes. “Cuando a la gente le cuento lo que hago, la mayoría frunce el ceño y me dice extrañada: ‘¿y eso qué es?’”, dice entre risas el delegado.

Pero Juanma no tiene ningún reparo ante los neófitos en la materia y cuenta al detalle todas sus actividades: “Nuestra principal misión es acompañar a la gente del circo y la feria. Ante todo, nuestra pastoral es de presencia. Son gentes que viven de un lado para otro, con una vida itinerante realmente difícil, que complica el echar raíces en un sitio concreto. Por eso, nos agradecen muchísimo el que estemos con ellos”. A nivel práctico, suelen estar pendientes de sus itinerarios y esperan a que se pongan en contacto con ellos. “Entonces, cuando hay chicos para ser bautizados o para hacer la Primera Comunión, o cuando hay una boda, nos llaman y nosotros nos encargamos de oficiar los sacramentos y de impartirles catequesis, siguiéndoles en su recorrido”. Otras veces son los miembros de la pastoral los que acuden a los circos y ferias para comprobar su situación.

Sin embargo, el problema principal es el de la falta de medios. Para toda España solo hay cinco delegados diocesanos, que se coordinan entre sí para seguir un mismo método de acción. Uno de ellos es Jesús Segura, que se encarga de la pastoral en Burgos. Es laico, está casado y tiene cuatro hijos. Pese a lo cual, siempre tiene tiempo para unas gentes a las que tiene mucho cariño. De hecho, es uno de los veteranos en este ámbito. Su experiencia le permite recordar muy bien cómo fueron los inicios de esta pastoral en España: “La gran pionera fue María Eugenia Alegre, una monja franciscana de las Hermanas de Montpellier, que hace unos 25 años se compró una caravana y empezó a viajar con las ferias, de ciudad en ciudad. Hasta que llegó un momento en que comprendió que tal tarea era inabordable por su propia cuenta. Y eso que no estaba sola, ya que por entonces también hacía algo similar Miguel Mendizábal, un sacerdote que también era payaso. Al final decidieron contactar con la Delegación de Migraciones, de la Conferencia Episcopal, y crear una pastoral específica articulada en delegaciones a través de las diócesis. Ya entonces, por mi relación con mucha gente del mundo de la feria, me nombraron delegado en Burgos, donde vivo”, concluye Jesús.

Él suele basar su actividad en la relación con los hijos de los feriantes. Sabedor de que sus padres han de pasar mucho tiempo fuera de casa, suele organizar campos de trabajo y campamentos con los chicos, “que así tiene un espacio en el que practicar deporte y divertirse junto a otros que están en la misma situación que ellos”, dice Jesús. Para él es muy importante la labor desarrollada en esos campamentos: “Además de jugar, también tratamos de que perciban que nuestra acción está impregnada de una serie de valores religiosos”. Y en eso también entran los padres, tratando de aunar a toda la familia. Cada año se hace una misa de difuntos y “algo que les gusta mucho a todos: organizamos una peregrinación. Ya hemos estado en Roma, Lourdes, Guadalupe, Fátima… Cada año suelen ir una 40 personas de todas las delegaciones. Ellos las viven muchísimo, con una gran devoción y alegría”, afirma orgulloso el delegado burgalés. Y de ello da fe Miguel Ángel García, con toda una vida dedicada a la feria, llevando de una lado a otro su tren del terror: “Jesús ha hecho una labor inmensa con familias como nosotros. Mis dos hijos, hoy ya mayores, pasaron gran parte de su infancia en talleres y otras actividades con Jesús. Por ello le estamos muy agradecidos”.

Para Jesús, la clave de la buena acogida entre las familias es la de la gratuidad: “Muchos de ellos empezaron a trabajar a los nueve años. Por eso les cuesta entender que nosotros dediquemos nuestro tiempo con ellos, porque queremos, sin cobrar nada a cambio. Así, aunque no proliferen las conversiones en masa, lo cierto es que aflora el respeto por una labor hecha por y para Cristo. Para ellos es un gran testimonio de lo que es la Iglesia”. Y eso se nota aún más en una gente que tiene que soportar una serie de clichés que distorsionan su imagen, hasta el punto de aparecer como marginados por gran parte de la sociedad, que no asimila su estilo de vida nómada. Juanma Rodríguez insiste en la importancia que ello conlleva: “Por eso, porque nosotros sí les tratamos como lo que son, personas, siempre nos responden con un cariño y un agradecimiento espectaculares”.

Topito, el cura payaso, tiene claro en qué se resume la filosofía de vida de los destinatarios de esta desconocida pastoral: “Reír y hacer reír, aun cuando estás triste”. Y mucho más cuando el que ríe es un niño. Porque detrás de su sonrisa, a buen seguro, está Dios…

Miguel A. Malavia

El cardenal Martini cree necesaria una “radicalidad” en la Iglesia

Las reflexiones del arzobispo emérito de Milán se recogen en un nuevo libro

(Vida Nueva) “La Iglesia no será atractiva por adaptación y por ofrecimientos tibios. Y confío en la palabra radical de Jesús, palabra que nosotros hemos de traducir a nuestro mundo (…) como Buena Noticia que Jesús trae”, así responde el cardenal Carlo Maria Martini a quienes hablan de una Iglesia “extraña” a la vida. Esta reflexión acerca de la institución eclesial, como otras muchas acerca de los jóvenes, la justicia, la conciencia, la sexualidad y el sufrimiento, entre otros temas, se recogen en el libro Coloquios nocturnos en Jerusalén, que surge de las conversaciones del arzobispo con Georg Sporschill, SJ, y que llega a las librería españolas en septiembre de la mano de la editorial San Pablo. La revista Vida Nueva recoge en su nº 2.625 un amplio análisis de la obra, realizado por Pedro Ortega Ulloa, rector del Seminario de Jaén.

“Siete capítulos vivos tiene este libro: los cimientos del vivir, la necesaria audacia, los amigos, en la cercanía amorosa de Dios, aprender a amar, Iglesia abierta y lucha por la justicia. Tres rasgos colorean las reflexiones: una experiencia de gracia, el crecimiento posible y una voluntad de discernir”, destaca Ortega Ulloa del libro, en el que se abordan algunos temas controvertidos, como la apertura a la sociedad de la Iglesia, el celibato, el papel de la mujer en la Iglesia y la pérdida de fe tras una tragedia. Sobre esto último, el cardenal Martini trata de enseñarnos “que en el coraje para ocuparse de las desgracias surge la dicha”.

En muchos momentos del libro se habla de los jóvenes, cuya tarea se considera necesaria para hacer avanzar a la Iglesia. No obstante, Martini es consciente de que la libertad y el bienestar de los que éstos gozan hoy día les hace menos críticos y poco preparados para tomar grandes decisiones. A pesar de esto, extrae Pedro Ortega del libro, “la Iglesia ha de buscar corazones ardientes, jóvenes que pongan su vida a disposición de Dios porque sean amigos de Jesús“.

El arzobispo emérito de Milán aborda también en uno de los capítulos el camino para buscar y encontrar a Dios. En ese camino, tal y como nos resume Pedro Ortega, hay que “preguntarse para hallar la propia vocación”, pero también nos lleva hasta el Padre “la oración”, así como “el ejercicio de la propia misión” y “la contemplación”.

Más información en el nº 2.625 de Vida Nueva o próximamente en vidanueva.es.

Publicado el 28.08.2008

miércoles, 13 de agosto de 2008

Juan Pablo I, después de 30 años

PAPA DE LA VERDAD DESDE LA SENCILLEZ, DEL AMOR DESDE LA HUMILDAD, DE LA FRESCURA EVANGÉLICA EN MIGAJAS

En torno a las siete de la tarde del sábado 26 de agosto de 1978, el cónclave reunido tras la muerte, veinte días antes del Papa Pablo VI, elegía nuevo Obispo de Roma y Pastor Supremo de la Iglesia católica a un desconocido y humilde obispo del norte de Italia: el cardenal Albino Luciani, patriarca de Venecia desde 1973. Tenía 65 años de edad.

Su elección pontificia fue necesariamente fácil y sencilla, pues resultó elegido en apenas veinticuatro horas, en la tercera sesión de escrutinios. Su nombre, no obstante, apenas aparecía en la “rosa de los papables” de los grandes medios de comunicación social. Su perfil era el de un discreto y humilde pastor, el de un gran párroco y mejor catequista, sin que –excepto en Italia y entre los cardenales, naturalmente- su nombre hubiera contado en las jornadas previas al cónclave.

El Papa de las sorpresas

No fue, con todo, esta la primera sorpresa de aquel verano de 1978. La segunda sorpresa vino con la elección del nombre con que iba a sentarse en la Cátedra de San Pedro y calzar las sandalias del Pescador: Juan Pablo I, el primer nombre compuesto en la historia del pontificado romano. Un nombre lleno, eso sí, de sabiduría: aunar los legados del Papa Juan XXIII y su sabiduría del corazón y el del Papa Pablo VI y su sabiduría de la inteligencia, como el mismo Luciani desveló nada más ser elegido Sumo Pontífice.

La tercera sorpresa empezó a llegar, a la par que con la sonrisa que ha pasado a la historia, en cuanto comenzó a hablar, en cuanto empezó a mostrarse. Era, en efecto, un Papa sencillo, humilde, del pueblo; un Papa catequeta, que hablaba también de los gondoleros, de Pinocho, de Dickens, de Mark Twain, de Fígaro, de Marconi… Era el Papa que ofrecía “migajas” de la mejor catequesis y que destilaba el inconfundible aroma de la frescura evangélica, de la verdad desde la sencillez, del amor desde la humildad.

Su mismo curriculumn vitae lo presentaba como un eclesiástico de provincias, bien preparado, curtido en la pastoral y en el gobierno, con alguna escasa experiencia internacional, bien valorado y querido por sus hermanos obispos de Italia y, sobre todo, por sus fieles. Pero ¿iba a ser, como Juan XXIII, el párroco del mundo o la cruz se iba a instalar en su ministerio hasta nublar su sonrisa, como aconteciera con Pablo VI? Tiempo a tiempo –pensábamos- mientras él mismo decía de sí que era como un pobre gorrión que, en la última rama del árbol, no hace más que piar, diciendo algún que otro pensamiento sobre temas complejísimo, y mientras comenzaban a su discurrir sus primeros… y últimos días.

Y es que la mayor de las sorpresas nos la deparó Juan Pablo I tan solo treinta y tres días después de su llegada: en la noche del jueves 28 de septiembre fallecía de fulminante ataque de corazón. Después se supo que su salud era muy precaria, aun cuando tanto y tan innecesariamente se ha fabulado sobre su muerte. Cuando a primera hora del viernes 29 de septiembre de 1978 se supo su muerte, la catolicidad y el mundo entero quedaron consternados. En un mes Juan Pablo I había llegado al corazón de la humanidad, su sonrisa había llenado de esperanza a tantos. Y su muerte era un mazazo doloroso, un acontecimiento imprevisto e imprevisible, un indescifrable y alertador signo.

En los Dolomitas

Albino Luciani nació en Forno di Canale (en la actualidad, Canale D´Agordo) el 17 de octubre de 1912. Ese mismo día, por peligro inminente de muerte, fue bautizado por la asistente sanitaria de su alumbramiento. Dos días después, recibió en la parroquia el resto de los ritos bautismales. La tierra de Luciani se halla en la región italiana del Véneto, en Belluno, muy cerca de la cadena montañosa de los Dolomitas. Inicia sus estudios a los seis años. El 26 de septiembre de 1919 recibe el sacramento de la confirmación. En 1923 ingresa en el seminario menor de Feltre y cinco años después en el seminario mayor de Belluno. El 2 de febrero de 1935 es ordenado diácono y el 7 de julio de aquel mismo año es ordenado sacerdote.

Los dos primeros años de su ministerio sacerdotal los pasa en Belluno y en Canale D´Agordo, dedicado a la pastoral parroquial y a la enseñanza, mientras que en los diez años siguientes es formador y profesor del seminario de Belluno a la par que estudia Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. “El origen del alma humana en la teología de Antonio Rosmini” es el título de su tesis doctoral, defendida el 27 de febrero de 1947 y publicada tres años más tarde. Entre 1947 y 1958 sirve en la curia diocesana de Belluno, en los más destacados cargos, es canónigo de la catedral y director del secretariado de Catequesis. Publica su primer libro: “Catequesis en migajas”.

Obispo también en el Véneto

El 15 de diciembre de 1958 es nombrado obispo por el Papa Juan XXIII, quien personalmente le confiere el orden episcopal en la basílica romana de San Juan de Letrán doce días después. Durante once años es obispo de la diócesis de Vittorio Veneto. Son años de visitas pastorales, de participación en el Concilio Vaticano II y del primero de sus viajes internacionales con destino a la misión diocesana de Vittorio Veneto en Burundi.

El Papa Pablo VI lo traslada a Venecia, capital, capital del Véneto. El nombramiento para Luciani de la sede patriarcal de San Marcos se hace público el 15 de diciembre de 1969. Durante nueve años será el pastor de la histórica diócesis y de la romántica ciudad de los canales y de las góndolas sobre el Adriático, que antes habían ocupado, ya en el siglo XX, Giuseppe Sarto y Angelo Giuseppe Roncali, posteriormente los respectivos Papas Pío X y Juan XXIII. También la visita pastoral será una de sus principales ocupaciones.

De 1972 a 1975 será vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, por votación de sus miembros. Realiza asimismo viajes a Suiza, Alemania, Yugoslavia y Brasil y participa en las Asambleas Generales Ordinarias del Sínodo de los Obispos de 1971, 1974 y 1977, dedicadas respectivamente al ministerio sacerdotal y la justicia en el mundo, la evangelización y la catequesis.

El 16 de septiembre de 1972 el Papa Pablo VI realiza una visita apostólica a Venecia. En plena de plaza de San Marcos, abarrotada de fieles, el Papa Montini se quita su estola pontificia y se la coloca al patriarca Luciani, en su premonitorio gesto de amistad y confianza. Meses después –el 5 de marzo de 1973- es creado cardenal. En enero de 1976 publica su libro “Ilustrísimos señores”, una deliciosa colección de cartas dirigidas a personajes históricos y de ficción, que alcanzaría gran difusión internacional tras su elección papal.

El 10 de agosto de 1978, tras la muerte cuatro días antes de Pablo VI, viaja a Roma para los funerales del Papa y posterior cónclave. Ya no regresaría jamás a Venecia ni a su Belluno natal. Ya no saldría de Roma: el 26 de agosto es elegido Papa, el 3 de septiembre es la celebración oficial del comienzo de su ministerio apostólico petrino y en la noche del 28 al 29 de septiembre, fallece en la noche y de repente.

Su memoria y su legado, treinta años después

Con un pontificado tan efímero e inédito, su figura es, sobre todo, la de un símbolo, la de un estilo, la de una profecía. Juan Pablo I fue el Papa de la sonrisa para una Iglesia y un mundo que necesitaban de ella. Juan Pablo I fue el Papa de la sencillez evangélica: el primer Papa contemporáneo en abandonar, por ejemplo, el “nos” mayestático, la silla gestatoria y la tiara (Pablo VI fue coronado, pero donó la corona a los pobres del mundo). Fue el Papa catequista, concreto, sencillo, directo al corazón. Fue, por todo ello, Papa de esperanza y el Papa que cedió el paso –quizás misterio y prodigioso signo de la Providencia- a su sucesor, Juan Pablo II el Magno, el Papa quien, de alguna manera y de tantos modos, “revolucionó” y modernizó definitivamente el pontificado romano.

Pedro apenas, la causa de canonización de Juan Pablo I está en fase de estudio diocesano. Con su fugacidad, no obstante, se suma así y por todo lo anterior a la magnífica pléyade de extraordinarios y santos Papas que han regido nuestra Iglesia en los últimos ciento sesenta años. Y con su sonrisa, tímida, humilde y luminosa, sigue acogiendo y bendiciendo a la Iglesia y a la humanidad.

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CARTA A JUAN PABLO I, SEMANAS DESPUÉS DE SU MUERTE DE HACE TREINTA AÑOS

(Reproduzco también un artículo que escribí hace treinta años, semanas después de la muerte del Papa Juan Pablo I. Fue publicado en la Hoja diocesana “El Eco” de Sigüenza-Guadalajara con fecha 12 de noviembre de 1978.) Jesús de las Heras Muela


Querido Juan Pablo I, Ilustrísimo Señor:

Estoy leyendo tu “Ilustrísimos señores”, ¿sabes? Y a medida que paso las páginas y leo las cartas siento una gran emoción, una inmensa alegría y un enorme agradecimiento. Y también unas tremendas ganas de emularte y de dirigirte hoy a ti una carta. Además te escribo el día de la solemnidad de Todos los Santos… Luego te diré.

Una muerte imposible

¿Y qué contarte ahora, Ilustrísimo señor, querido y efímero Papa de la sonrisa? Bueno, te podría decir, en primer lugar, que nos diste un gran disgusto cuando nos abandonaste, tendido en el lecho, sonriente, y en espera del alba. Yo no me lo podía creer al día siguiente.

-- “¿Cómo que se ha muerto el Papa? Eso fue el mes pasado”, le dije a mi madre cuando al levantarme me dio la noticia.

Sí, tú muerte me parecía imposible, absurda. Incluso pensé que cómo Dios había podido tolerarlo. Ya sabes: cuando las cosas no salen como nosotros queremos, le preguntamos a Dios los por qué.

Y es que eras apenas Pedro, apenas una esperanza, apenas una sonrisa, apenas un mes, apenas unas cuantas alocuciones y catequesis –eso sí, sobre todo, catequesis: se te veía madera de extraordinario catequista-, apenas, apenas… y ya habías logrado cautivarnos a todos.

Tu historia en el pontificado estaba empezando a escribirse con trazos de esperanza, de sencillez y de alegría. Nos las prometíamos felices. Pero tú te fuiste, casi, casi como llegaste: quedamente, de sorpresa, de puntillas y con una sonrisa a flor de labios que iluminaba –cuenta- tu rostro y ponía alegría y alegría en el corazón de los hombres en medio de la desolación.

Un gorrión en la última rama del árbol

Se no había muerto el Papa de la sonrisa. El Papa que escribía a Pinocho y a Jesús; el Papa que habló de que Dios es padre y madre a la vez; el Papa que decía de sí mismo que era como un pobre gorrión que, en la última rama del árbol, no hace más que piar, diciendo algún que otro pensamiento sobre temas complejísimo. Y ese eras tú; antes Albino Luciani, ahora Juan Pablo I. Y tú había marchado

También te podría decir que la Iglesia quedó más huérfana que nunca, más triste que nunca. Que a todos se nos congeló la sangre. Y que todos tardamos un poco más de lo habitual en hacer cábalas y poner y quitar pétalos a la inevitable “rosa de los Papables”. También hubo quien habló de tu muerte y dijo cosas raras, más absurdas todavía. Y en el fondo de los corazones había dolor, había tristeza, mientras que tú, con su sonrisa postrera, nos hablabas de todo ello de fe, de esperanza, de amor… De sonrisa.

Y te enterraron. Fue el día de San Francisco de Asís, el 4 de octubre. No podía ser otra fecha: el patrono de los sencillos y los humildes que guiaba así a la Casa del Padre. El “poverello”, tu “poverello”, el de la hermana vida y el de la hermana muerte, el del hermano sol y la hermana luna, el hermano mayor de los humildes, tu hermano, pues, querido Juan Pablo I, Pedro apenas.

Y te enterraron, sí. Aquel día llovía sobre Roma. El día que te eligieron Papa, la tarde del sábado 26 de agosto, era un día luminoso, como lo fue la mañana del domingo 3 de septiembre, en que comenzabas tu ministerio en la Plaza de San Pedro de Roma. ¿Qué pensarías el 26 de agosto, el 3 de septiembre? ¿Qué pensarías? ¿Qué pensarías en la noche del jueves 28 de septiembre cuando llegó tu hora? Sonreías.

La Iglesia vuelve a sonreír

Y los días pasaron. Las fechas se acercaban. Los nombres de tus posibles sucesores comenzaron a sonar. La vida no se detiene. Se buscaba un pastor que supiera sonreír, esperar y amar como tú. El 14 de octubre los cardenales se reunieron, de nuevo, en cónclave. Dos días después, a las 18,18 horas, una bocanada de aire puro y blanco surcaba el cielo de Roma. ¡Habemus Papam! Media hora después el nombre de la persona que era y que sería: Cardenal Karol Wojtyla, Papa Juan Pablo II. Pasadas las siete y cuarto, más o menos a la misma hora de tu elección mes y medio antes, aparecía en el balcón central de la basílica vaticana el nuevo Papa. Saludaba y bendecía al mundo. También sonreía, aun preso de la conmoción fruto de la elección. Ya tenías sucesor. Ya teníamos Papa.

Y quizás nos olvidamos de ti. El ritmo acelerado de la actualidad y de la vida parecía reclamarlo, aun cuando siempre quedaba la duda: ¿Por qué? ¿Por qué dos elecciones papales en mes y medio? ¿Está diciéndonos algo el Señor? Dios siempre habla. Y nos olvidamos de ti, aunque a algunos les dio por la martingala de hacer cábalas sobre tu muerte… En cualquier caso, ¿sabes?, Juan Pablo II también sonreía, esperaba, amaba y llenaba el corazón de alegría.

Al paraíso

Y hoy, querido Juan Pablo I, leyendo tus cartas, mi pensamiento se vuelve a ti. Además –ya te lo dije antes- hoy 1 de noviembre de 1978. Ya habrías cumplido 66 años. Ahora lo cumples en el cielo. Porque hoy, 1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos, es tu fiesta. Seguro.

Y es que, Ilustrísimo señor, querido Juan Pablo I, apenas Pedro, a ti se puede aplicar aquello que cuentas en la página 186 de tu libro. Es la carta que diriges a Santa Teresita de Lisieux. Trata de un irlandés que estaba dudando ante su salvación y cuando se presentó a Cristo y le trajo el bagaje de su vida, el Señor le dijo:

-- “… estaba triste, decaído, postrado, y tu viniste a verme y me contaste unos chistes que me hicieron reír y me devolvieron el ánimo. ¡Al paraíso!”.

Pues eso, querido Juan Pablo I, ilustrísimo señor, durante al menos treinta y tres días le diste a este mundo nuestro, tantas veces triste y decaído, esperanza, alegría y… un sonrisa. ¡Al paraíso!

Acabo ya. Pero me permíteme una petición: qué no te olvides de nosotros y que la proyección de tu sonrisa y de tu esperanza siga iluminando nuestro corazón y nuestros caminos.


Jesús de las Heras Muela
Director de Ecclesia

Paulo VI y Atenagoras I - Declaración conjunta


La declaración conjunta de S. S. Pablo VI y de S. S. el Patriarca Atenágoras I

fue leída en francés en la sesión pública conciliar del 7 de diciembre y al mismo tiempo

en el Fanar del Patriarcado de Constantinopla.


Llenos de agradecimiento hacia Dios por la gracia que, en su misericordia les otorgó de encontrarse fraternalmente en los sagrados lugares en los que, por la muerte y la resurrección de Cristo, se consumó el misterio de nuestra salvación y por la efusión del Espíritu Santo, nació la Iglesia, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I, no han olvidado el proyecto que cada uno por su parte concibió en aquella ocasión de no omitir en adelante gesto alguno de los que inspira la caridad y que sean capaces de facilitar el desarrollo de las relaciones fraternales entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, inauguradas en esa ocasión. Están persuadidos de que de esta forma responden al llamamiento de la gracia divina que mueve hoy a la Iglesia Católica Romana y a la Iglesia Ortodoxa y a todos los cristianos a superar sus diferencias a fin de ser de nuevo "uno" como el Señor Jesús lo pidió para ellos a su Padre.

Entre los obstáculos que entorpecen el desarrollo de estas relaciones fraternales de confianza y estima figura el recuerdo de las decisiones, actos e incidentes penosos que desembocaron en 1054, en la sentencia de excomunión pronunciada contra el patriarca Miguel Cerulario y otras dos personalidades por los legados de la sede romana, presididos por el Cardenal Humberto, legados que fueron a su vez objeto de una sentencia análoga por parte del patriarca y el sínodo constantinopolitano.

No se puede hacer que estos acontecimientos no hayan sido lo que fueron en este período particularmente agitado de la historia. Pero hoy, cuando se ha emitido sobre ellos un juicio más sereno y justo, es importante reconocer los excesos con que han sido enturbiados y que han dado lugar ulteriormente a consecuencias que, en la medida en que nos es posible juzgar de ello, superaron las intenciones y previsiones de sus autores, cuyas censuras se referían a las personas en cuestión y no a las Iglesias y no pretendían romper la comunión eclesiástica entre las sedes de Roma y Constantinopla.

Por eso, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I y su Sínodo, seguros de expresar el deseo común de justicia y el sentimiento unánime de caridad de sus fieles y recordando el precepto del Señor: "Cuando presentas tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt. 5, 23-24), declaran de común acuerdo:

LAMENTAR LAS PALABRAS OFENSIVAS, LOS REPROCHES INFUNDADOS Y LOS GESTOS CONDENABLES

que de una y otra parte caracterizaron a acompañaron los tristes acontecimientos de aquella época.

Lamentar igualmente y borrar de la memoria y de la Iglesia

las sentencias de excomunión que les siguieron y cuyo recuerdo actúa hasta nuestros días como un obstáculo al acercamiento en la caridad relegándolas al olvido.

Deplorar, finalmente, los lamentables precedentes y los acontecimientos ulteriores que, bajo la influencia de diferentes factores, entre los cuales han contado la incomprensión y la desconfianza mutua, llevaron finalmente a la ruptura efectiva de la comunión eclesiástica.

El Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I con su Sínodo son conscientes de que este gesto de justicia y perdón recíproco no puede bastar para poner fin a las diferencias antiguas o más recientes que subsisten entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla y que, por la acción del Espíritu Santo, serán superadas gracias a la purificación de los corazones, al hecho de deplorar los errores históricos y una voluntad eficaz de llegar a una inteligencia y una expresión común de la fe apostólica y de sus exigencias.

Sin embargo, al realizar este gesto, esperan sea grato a Dios, pronto a perdonarnos cuando nos perdonamos los unos a los otros y esperan igualmente que sea apreciado por todo el mundo cristiano, pero sobre todo por el conjunto de la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, como la expresión de una sincera voluntad común de reconciliación y como una invitación a proseguir con espíritu de confianza, de estima y de caridad mutuas, el diálogo que no lleve con la ayuda de dios a vivir de nuevo para el mayor bien de las almas y el advenimiento del Reino de Dios, en la plena comunión de fe, de concordia fraterna y de vida sacramental que existió entre ellas a lo largo del primer milenio de la vida de la Iglesia.

7 de Diciembre de 1965


Memoria y gratitud a los treinta años de la muerte del Papa del diálogo

En la tarde del domingo 6 de agosto de 1978, en Castelgandolfo y casi por sorpresa, fallecía el Papa Pablo VI, tras algo más de quince años de abnegado, espléndido, complejo y debatido ministerio apostólico petrino. Cuarenta días después habría cumplido 81 años.

Nacido el 26 de septiembre de 1896 en la localidad de Concesio, junto a Brescia, en la región norteña de Italia de la Lombardía, era sacerdote desde 1920, obispo desde 1954 y cardenal desde 1958. Durante más de treinta años sirvió en la Curia Romana en altas responsabilidades, a la par que atendía a los jóvenes universitarios de la FUCI. Trabajó también en el cuerpo diplomático de la Santa Sede y durante nueve años fue arzobispo de Milán, donde se le conocía como “el arzobispo de los obreros”. Renunció en 1952 a púrpura cardenalicia y fue “papabile” antes incluso de ser cardenal. Fue bautizado en las aguas del bautismo con los nombres de Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini Alghisi. Es siervo de Dios y ojalá pronto que la Iglesia lo tenga entre sus beatos y santos.

Nacido para ser Papa

Pocas personas como él habían sido “pensadas” y preparadas a lo largo de su vida para asumir este servicio, habían nacido para ello, ya desde su cuna, con su padre abogado, periodista y político democristiano, con su madre moderna, culta y católica cabal. Desde años antes a su elección pontificia, Montini ofrecía ya el perfil del Sucesor de Pedro, al que le capacitaban, sin duda, hasta su mismo porte y elegancia externa e interna, con aquella mirada honda, pensativa y bondadosa. Y, sobre todo, le capacitaban su espléndida formación eclesiástica y humana; su fina y serena inteligencia; su cultura amplia, abierta y cosmopolita, de impronta francesa, moderna y fiel; su honda piedad y vida interior; o sus muchos años de quehacer en la Curia Romana, completados con nueve magníficos y emprendedores años como arzobispo de Milán, la más poblada diócesis de toda la Iglesia Occidental.

De él se podía decir, sí, que había nacido para ser Papa. Y lo fue en tiempos esperanzadores y turbulentos. Fue el Papa para una modernidad compleja, cambiante y hasta imprevisible y contradictoria, tan amada y esperada en demasía por unos como temida y denostada en exceso por otros. Fue el Papa del Concilio Vaticano II y de toda su carga de renovación y de reforma. Fue el Papa del primer postconcilio, tantas veces hermoso, tantas veces traumático. Fue el Papa del diálogo. Fue el Papa del hombre, siempre en su escucha y a su servicio, siempre atento a los signos de los tiempos y a los problemas e inquietudes que se abatían sobre una humanidad magnífica y atormentada, que ya empezaba a mostrar inequívocos síntomas de fragmentación, de cambio y ruptura.

“Vocabor Paulus” (“Me llamaré Pablo”)

Fue el Papa Pablo –nombre elegido por Montini al calzar las sandalias del Pescador, bien sabedor de lo que este nombre significaba en honor y memoria de San Pablo, el apóstol de las gentes y de los gentiles, el heraldo de Jesucristo- , el Papa evangelizador, consciente de la necesidad de recorrer todos los caminos del hombre y de la Iglesia, todos los caminos de un mundo que ya no era ni mucho menos uniforme, consciente de la necesidad de hacerse presente él y con él toda la Iglesia en sus distintos areópagos. Fue un Papa amado y también criticado, dolorosa e injustamente criticado tantas veces. Como aquella campaña que lo presentaba en nuestro país como antiespañol cuando lo cierto es que la historia le reserva un puesto de honor entre los grandes artífices de nuestra transición a la democracia.

La historia lo ha situado entre dos gigantes: el profeta, el carismático, el popular Juan XXIII –todavía y ya para siempre el Papa bueno- y él no menos carismático y popular Juan Pablo II el Grande, el atleta de Dios, el Papa más mediático de la historia, el Papa de los récord, el Papa de las excepcionalidades, el Papa del pueblo. Y entre estos gigantes, Pablo VI no palidece –no puede palidecer-, sino que conserva su puesto y su identidad.

Timonel audaz y prudente

Treinta años después de su muerte, la memoria de Pablo VI obliga al reconocimiento y a la gratitud porque supo ser, en medio de bonanzas y de tempestades, el timonel audaz y prudente que la nave de la Iglesia requería. Porque supo ser el Papa atento y siempre en escucha y en diálogo. Porque supo combinar renovación con fidelidad, aunque tantos le urgieran pisar más el freno o pisar más el acelerador. Porque, en suma, supo pastorear al rebaño confiado siguiendo la estela del Buen Pastor, buscando a las ovejas pérdidas sin descuidar a las que permanecían junto a la grey, aun cuando otros pensaran y actuaran de otra manera. Porque supo amar a Jesucristo y seguirle con la cruz a cuestas en quince vertiginosos y arduos años en que fue su Vicario en la tierra, en que fue el Dulce Cristo entre los hombres.

¿Progresista o conservador? ¿Firme o dubitativo? ¿Entusiasta del Vaticano II o atrapado por su legado? Pablo VI fue, ante todo, un hombre de Iglesia, un hijo fiel de la Iglesia y un padre para todos desde la fidelidad y la renovación, los dos quicios permanentes e inexcusables de la verdadera Iglesia. La gracia de Dios –nos recordaba el pasado domingo el Papa Benedicto XVI- no fue vana en él. Y así supo hacer prestar su aguda inteligencia al servicio de la altísima misión encomendada, amando apasionadamente a Jesucristo y a los hombres de su tiempo.

Un magisterio vivo e interpelador

Siete encíclicas, diecisiete constituciones apostólicas, diez exhortaciones apostólicas, sesenta y una cartas apostólicas, cuarenta y dos motu proprio y nueve viajes internacionales son, junto a su estilo y talante, el legado vivo e interpelador del Papa Montini. “Gaudete in Domino”, “Marialis cultus”, “Octogesima adveniens”, “Humanae vitae”, “Sacerdotalis coelibatus”, “Mysterium fidei”, “El Credo del Pueblo de Dios” y, sobre todo, “Ecclesiam suam”, “Populorum progressio” y “Evangelii nuntiandi” siguen siendo documentos imprescindibles no solo para conocer y entender su pontificado y la vida de la Iglesia en estas últimas cuatro décadas, sino también para que la Iglesia del alba del siglo XXI siga ofreciendo su genuino servicio evangelizador y de búsqueda del hombre –de todo hombre- y de la cultura de su tiempo.

Junto a ello, Pablo VI desplegó una intensa actividad reformadora en la liturgia, en el seno de la Curia Romana y del Colegio Cardenalicio, en la puesta en marcha de algunas propuestas del Vaticano II en pro de la colegialidad y la comunión –los Sínodos, las Conferencias Episcopales…-, en el inquebrantable compromiso ecuménico, de sus acciones y de sus gestos, en la catequesis…

Al hacer memoria de sus viajes apostólicos –el fue el primer Papa peregrino, el primer Papa itinerante y viajero-, llama la atención comprobar sus destinos, marcados por tres prioridades: la misión (India, Colombia, Uganda, Filipinas, Oceanía), la unidad de los cristianos y el diálogo interreligioso (Tierra Santa, Turquía, Ginebra) y la paz y la justicia social (la sede de la ONU, Uganda, Asia Oriental).

La Iglesia y el hombre, sus pasiones

Desde Jesucristo y en Jesucristo -“In nomine Domini” (“En el nombre del Señor”), como rezaba su lema episcopal y pontificio- , la Iglesia y el hombre fueron sus dos grandes amores, sus dos pasiones: “Ruego al Señor –escribía en las vísperas de su muerte- hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre”. Y ampliaba su discurso y sus sentimientos con estas otras palabras: “Oh hombres, comprendedme, os amo a todos en la efusión del Espíritu… Así os miro, os saludo, así os bendigo. A todos”. Por ello, con palabras de su sucesor, el Papa Juan Pablo II, vaya nuestro reconocimiento: “Por el inestimable legado de magisterio y de virtud que Pablo VI ha dejado a los creyentes y a toda la humanidad, alabemos al Señor con sincera gratitud. A nosotros nos toca ahora atesorar tan sabia herencia”.

Y es que, más allá de tópicos, estereotipos, simpatías o antipatías, treinta años después de su muerte, tampoco su legado cabe en una sepultura, como él mismo dijera de la herencia recibida de Juan XXIII.

* * * * * * *

(Con fecha de 5 de agosto de 1979 la Hoja diocesana de Sigüenza-Guadalajara “EL ECO” publicada la siguiente carta mía al Papa Pablo VI con motivo del primer aniversario de su fallecimiento. Tenía yo entonces veinte años y era todavía seminarista… y de provincias. Acabo ahora de releer la carta y redescubro su vigencia, tantos años después. Por ello, la transcribo literalmente y la ofrezco como homenaje al Papa Montini, ahora en el trigésimo aniversario de su Pascua.)


Querido Pablo VI:

Recuerdo el día –mejor, la noche- en nos dejaste. Era un caluroso domingo. Recuerdo que por la mañana de ese mismo día un sacerdote me había dicho te morías en este verano; a mi me pareció muy precipitado. No había ningún síntoma que predijera un final tan rápido…

Por la noche, a eso de las diez, mientras yo paseaba por la alameda seguntina, explotó un bombazo: ¡Ha muerto el Papa! ¡Ha muerto Pablo VI! No me lo creía. Creía que era rumor, una falsa noticia. Pero no. Era verdad. Acababas de morir. Tu corazón, tu sensible y enamorado corazón, se acababa de romper en un atardecer de verano, acompañado tan solo del cariño y del calor de unos pocos. Era el día de la Transfiguración del Señor, una de tus fiestas litúrgicas preferidas.

Recuerdos de una noche de verano

Recuerdo también como aquella misma noche, a las 11, subí a mi parroquia seguntina y toqué a unción por ti. Recuerdo como al día siguiente busqué ávido la prensa para poder leer sobre ti. Recuerdo también tu impresionante funeral y el grandioso aplauso con que despidieron al tan sobrio ataúd que portaba tu frágil cuerpo ya sin vida, y que a mi -y que a tantos- me estremeció. Y también recuerdo, con un poco de dolor, como tan pronto nos dio a todos por componer la Rosa de los Papables. Todavía conservo mis apuntes, mis recortes y hasta mis crónicas inéditas de aquellos días…

Yo nací a los dos meses de la elección del Papa Juan. Pero de él apenas recuerdo nada. Sí recuerdo el día que se murió y sus vísperas. Recuerdo haber comido en uno de esos días en casa de mi abuelo Victoriano y escuchar las noticias de las dos –“El Parte”- de Radio Nacional de España, abriendo sus contenidos con la información de la agonía del Papa bueno. Recuerdo como –creo que era al mediodía de una jornada de junio- yo estaba jugando en el patio de la catedral de Sigüenza y la campana gorda de la catedral seguntina tañió con sus mejores y más solemnes sones a la hora de su muerte. Tenía yo cuatro años y medio… De bastantes cosas me acuerdo, pues. Por ello, tú, querido Pablo VI, has sido hasta ahora para mi el Papa.

Y han pasado los años y tú ya has desaparecido, aunque permaneces tan vivo en nuestra memoria. Por eso, en el primer aniversario de tu muerte, permíteme que reflexione en voz alta y sin especiales pretensiones -quizás con osadía- sobre lo que podíamos llamar las claves de tu pontificado.

Claves de un pontificadoImage

Pues bien, la primera de estas claves es la de reconocer que recibías una hermosa y voluminosa herencia que tú mismo te apresuraste a decir que no podía ser enterrada en la tumba de Juan XXIII. Y por si esto fuera poco recibías además la herencia complicada de llegar al corazón de los hombres como Juan XXIII llegó, con aquella bondad y sencillez que tanto cautivaron y siguen cautivando a nuestro mundo. Pero la herencia que más pesaba sobre tus curtidas y, a la vez, endebles espaldas era la del Concilio Vaticano II. Tenías, como ya dijo Juan XXIII, que abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que entrasen el aire y la brisa sobre los enmohecidos papeles. Tenías que presentar a la Iglesia católica en todo su esplendor, sin manchas, sin arrugas, para poder así ofrecerla mejor a los hermanos separados y a todo el mundo como la Iglesia de Cristo, como también había querido tu antecesor. Tenías que rejuvenecerla, hacerla más atractiva –conservando su verdad y su identidad- y presentarla renovada al hombre y al mundo contemporáneo. Y era una tarea grandiosa, pero espinosa y difícil. Y aquí tenemos la segunda clave de tu pontificado: tenías, sí, que reforma la Iglesia, bajo los imperativos del Vaticano II, pero reformarla como la Iglesia debía ser reformada.

Y el mundo y la misma catolicidad tomaron posición ante esa reforma. Y tú, querido Pablo VI, empezaste a padecer y a ser incomprendido: unos querían la Iglesia del siglo XIX y otros la del siglo XXI. Y empezó tu Calvario, comenzó tu Pascua. Fuiste signo de contradicción, la tercera de las claves de tu pontificado. Las críticas comenzaron a surgir y fuiste, como escribió un gran sacerdote y periodista, el primer Papa de la historia de la Iglesia “devorado, desgarrado por sus propios hijos”. Se te acusó de todo: de frío, de altivo, de dubitativo, de traidor, de distante, cuando tu corazón era sensible, tierno, receptivo y dispuesto a amar hasta el límite. Decían de ti que estabas solo en medio de los gélidos mármoles del Vaticano. Y cuentan que tu sonrisa empezó a nublarse; que tus pies apenas se movían ya; que tu rostro traslucía angustia… Y que corazón –eso sí- seguía amando, cada vez más.

Abrazado a la cruz

Y tú, querido Pablo VI, unido, abrazado a tu cruz –a tu báculo pastoral en forma de cruz-, seguías caminando. Tu magisterio era riquísimo, hermoso, lleno de frescura, autentica y apasionada exposición de la fe y de la moral que hoy la Iglesia quiere mostrar como un inapreciable tesoro. Y gobernabas la nave de la Iglesia como timonel audaz y prudente en medio de bonanzas y tempestades.

He dicho, Santo Padre Pablo VI, que fuiste criticado. También amado. Y hoy –un año después de tu muerte- todavía eres amado y criticado. De nuevo, las críticas llegan desde los distintos signos y posicionamientos. Pero la voz, la más autorizada de las voces que está constantemente elogiando tu papado y tu persona es la de tu sucesor, el Papa Juan Pablo II. Como botón de muestras, leamos en su encíclica “Redemptor hominis”:

“(de Pablo VI)… no ceso de dar gracias a Dios por este gran Predecesor mío y verdadero Padre… Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad, contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la Iglesia” (RH, 12 y 14).

Me he alargado mucho, querido Pablo VI. Hay que acabar ya. Para ello, voy a resumir las ideas, los pensamientos y los sentimientos de esta carta en estas palabras: Has sido, querido Pablo VI, un gran hombre, un gran cristiano, un gran Papa y también estoy seguro que un santo. Por todo esto, gracias, muchas gracias.