Tres días después del holocausto de Hiroshima, cuando el bombardero B29 llamado Bock's Car, despegó de la base área de Tinian en las Islas Marianas la madrugada del 9 de agosto de 1945 su objetivo era la ciudad japonesa de Kokura y su misión lanzar la segunda bomba atómica, sobre territorio japonés para forzar la capitulación definitiva de las fuerzas niponas. Sin embargo la bomba fue lanzada sobre Nagasaki... La decisión se debió al mal tiempo con el avión quedándose sin combustible y era necesario actuar con rapidez. Estados Unidos tenía solo dos bombas, la Little Boy de uranio y 13 kilotones, que tres días antes había destruido Hiroshima, y la Fat Man, más grande con carga de plutonio y 22 kilotones de TNT. Después de casi una hora sobrevolando el avión sobre Kokura, la aeronave no podía mantenerse en vuelo por más de media hora. Sweeney, el capitán del bombardero se dirigió hacia la cercana ciudad de Nagasaki, otro de los posibles objetivos de la misión. Las nubes cubrían también la ciudad de Nagasaki. Sobre el objetivo un claro se abrió entre las nubes y Kermit Beahan no dudó en lanzar "Fat Man". A las once y dos minutos inició "Fat Man" su corta caída hacia el corazón de una de las primeras ciudades japonesas que en el siglo XVI se habían abierto al cristianismo y al comercio con Occidente. La bomba de plutonio hizo explosión a una altura de 500 metros sobre el distrito de Urakami. En 1995 el copiloto Don Albury relató al New Herald: "Vi el destello y pensé: Dios ¿qué hemos hecho?".
Nagasaki fue arrasada por la segunda bomba atómica el 9 de agosto de 1945 a las once horas y dos minutos. El centro de la explosión se situó en el barrio de Urakami, habitado en su mayoría por los católicos de la ciudad. Hubo 9.000º de temperatura, 72.000 muertos y 100.000 heridos.
La historia de Takashi
Takashi Nagai había nacido en 1908 en Isumo, cerca de Hiroshima, en el seno de una familia con cinco hijos y de religión sintoísta. En 1928 ingresa en la facultad de medicina de Nagasaki. "Desde la época de mis estudios de secundaria -escribirá más tarde- me había convertido en prisionero del materialismo. Nada más ingresar en la facultad de medicina me obligaron a diseccionar cadáveres... Sentía gran admiración por la maravillosa estructura del conjunto del cuerpo humano, por la minuciosa organización de sus más pequeñas partes. Pero aquello que estaba manejando no era más que pura materia. ¿Y el alma? Un fantasma inventado por unos impostores para engañar a la gente sencilla".
La última mirada de una madre
Un día de 1930 recibe un telegrama de su padre: "¡Ven a casa!". Presintiendo alguna desgracia, parte a toda prisa. Al llegar, se entera con estupor de que su madre ha sufrido un ataque y de que ha perdido el habla. Se sienta a su lado y lee en su mirada un último adiós. Aquella experiencia de la muerte cambiará su vida: "Con su última y penetrante mirada, mi madre derrumbó el marco ideológico que yo había construido. Aquella mujer, que me había dado la vida y que me había educado, aquella mujer que no había tenido ni un momento de respiro en su amor por mí, me habló con toda claridad en los últimos instantes de su vida. Su mirada me decía que el espíritu del hombre sigue viviendo después de la muerte. Todo me llegaba como una intuición, una intuición que contenía el sabor de la verdad".
Takashi emprende entonces la lectura de los "Pensamientos" de Pascal, autor francés del siglo XVII, poeta y erudito. "El alma, la eternidad... Dios. ¡Así que el físico Pascal, nuestro gran predecesor, había admitido con seriedad aquellas cosas!, se dijo. ¡Ese incomparable sabio creía verdaderamente en ello! ¿En qué consistía aquella fe católica para que el sabio Pascal la aceptara, sin contradecir por ello su ciencia?" Pascal explica que a Dios se le puede encontrar mediante la fe y la oración. Incluso si todavía no podéis creer -dice- no desatendáis la oración ni la asistencia a la Misa. Si me siento siempre dispuesto a comprobar una hipótesis en el laboratorio -piensa Nagai-, ¿por qué no probar esa oración en la que tanto insiste Pascal? Y toma la decisión de buscar una familia católica que le acepte como pensionista durante sus estudios. Aquello le permitirá conocer el catolicismo y la oración cristiana.
La familia Moriyama
Es acogido en la familia Moriyama. El señor Moriyama, tratante de ganado, desciende de uno de esos antiguos linajes cristianos que, a lo largo de 250 años de persecuciones, supieron conservar la fe que san Francisco Javier llevó hasta el Japón. La pureza de aquella fe cristiana asombra al joven Nagai: ¡unos humildes granjeros le enseñan con su ejemplo aquello en lo que había creído el gran sabio Pascal!
En marzo de 1932, una grave otitis le deja sordo del oído derecho, trastornando con ello sus proyectos de futuro; al no poder hacer uso del estetoscopio, debe renunciar a la medicina general, orientando entonces sus estudios hacia la medicina radiológica, que inicia su andadura en Japón, y que le hace tomar conciencia de las enormes posibilidades que esta ciencia ofrece a los médicos para descubrir el origen de las enfermedades.
El señor y la señora Moriyama tienen una hija, Midori, maestra en otra ciudad. Los tres rezan por la conversión de Takashi, pensando que quizás Dios lo haya enviado con este propósito. El 25 de diciembre de 1932, Midori se encuentra en casa de sus padres con motivo de la Navidad. -Doctor -pregunta el señor Moriyama a Takashi-, por qué no viene con nosotros a la Misa del gallo? -¡Pero si no soy cristiano! -No importa, tampoco lo eran los pastores y los Reyes Magos que acudieron al establo. Sin embargo, cuando vieron al Niño creyeron. Si no viene a rezar a la iglesia, nunca llegará a creer.
Después de unos instantes, Nagai es el primero en sorprenderse cuando responde: -Sí, me gustaría acompañarles esta noche.
Cinco mil cristianos llenan la catedral, cantando todos el mismo Credo en latín. Nagai queda fuertemente impresionado y alentado en su reflexión sobre la religión católica, pero sin dejarse convencer.
El pequeño catecismo de Midori
Una noche, el señor Moriyama acude a despertar a Takashi: Midori se retuerce de dolor en su lecho. El joven médico diagnostica enseguida una apendicitis aguda, y oye cómo el señor Moriyama murmura: "Es la voluntad de Dios. ¿Quién sabe qué gracia nos depara?"
A pesar de la abundante nieve, Takashi corre a la escuela vecina para telefonear al hospital: -¿Oiga? ¿Oiga? El 32 00, por favor, es urgente... ¿Oiga? Aquí Nagai. ¿Quién está de guardia esta noche? Bien, ¿puede llamarlo, por favor? Acude a la llamada un amigo suyo, y Nagai le pregunta si puede realizar de inmediato una apendicectomía. Ante una respuesta afirmativa, Takashi regresa a buscar a Midori: -Con toda esta nieve, llamar a un taxi sería una pérdida de tiempo. No podemos arriesgarnos a esperar. Y, dirigiéndose al señor Moriyama: -Si usted va delante con la linterna, yo mismo puedo llevar en brazos a Midori.
Durante el trayecto, Takashi se percata de que el corazón de Midori late cada vez más deprisa y de que está ardiendo de fiebre. Su vida corre peligro, por lo que apresura el paso. ¡Por fin llegan al hospital! La sala de operaciones está preparada y, siete minutos después, todo ha terminado. Midori está a salvo. En agradecimiento, ella hará todo lo posible para obtener la conversión de su salvador.
Al año siguiente, Takashi es movilizado por el ejército japonés y parte a combatir contra los chinos en Manchuria. En un paquete enviado por Midori hay un pequeño catecismo que lee con interés. Al cabo de un año regresa a su país, casi desesperado por la toma de conciencia sobre los desórdenes de su vida y por el recuerdo de los terribles espectáculos de la guerra. Se dirige entonces a la catedral de Nagasaki, donde un sacerdote japonés le recibe y conversa con él durante mucho tiempo. Animado por aquella entrevista, Takashi reanuda su trabajo de radiología y empieza a estudiar la Biblia, la liturgia y las oraciones de los católicos. Pero las exigencias morales del Evangelio y la necesidad de separarse de los lazos religiosos sintoístas de su familia siguen siendo un obstáculo para su conversión.
Un día, en medio de sus dudas, retoma los "Pensamientos" de Pascal y se le presenta una frase que llama su atención: "Hay suficiente luz para quienes sólo desean ver, y bastante oscuridad para quienes mantienen una disposición contraria". De repente, todo queda claro para él. Toma una decisión y pide el bautismo, que recibe en junio de 1934, con el nombre de Pablo, en recuerdo de san Pablo Miki, mártir japonés crucificado en Nagasaki en 1597.
Dos meses después se casa con Midori, pero antes ha querido que ésta conociera los graves riesgos a los que se expone por su profesión. En efecto, pues los radiólogos de la época no tenían medios para protegerse suficientemente de los rayos X. Midori comprende el peligro que corre la vida de Takashi, pero entiende sus puntos de vista y comparte su ideal de "pionero" para salvar vidas humanas. Nagai se convertirá en algo más que un médico, en un apóstol de la caridad para con el prójimo. Escribe lo siguiente: "La labor del médico consiste en sufrir y en alegrarse con sus pacientes, en ingeniárselas para disminuir los sufrimientos como si fueran los suyos propios. Hay que simpatizar con su dolor. A fin de cuentas, no obstante, quien cura al enfermo no es el médico sino la complacencia divina. Una vez se ha comprendido eso, el diagnóstico médico engendra la oración".
Movilizado de nuevo entre junio de 1937 y marzo de 1949, participa como médico en la guerra chino-japonesa. Su dedicación a todos, se trate de militares japoneses o de chinos, de mujeres, niños y ancianos arrastrados sin piedad a terribles matanzas, ha tomado un cariz heroico. A su regreso al Japón, las peticiones de radiografías se multiplican. Muy pronto, Takashi constata en sus manos unas marcas inquietantes y, además, se encuentra muchas veces agotado. En su diario anota que, en ocasiones, cuando se siente completamente decaído, cierra la puerta y se sienta ante la estatua de María que tiene en su despacho, rezando el Rosario y recuperando de este modo poco a poco la paz interior.
Tres años de vida
Un colega de Takashi le persuade sobre la conveniencia de hacerse una radiografía. Una mañana de junio de 1945 cumple con ello: -Prepare el aparato, dice a su ayudante. -Pero, doctor, aún no ha llegado ningún paciente. -Yo soy el paciente, responde Nagai mostrando su pecho. -¿Y el médico? -¡Aquí está!, dice señalando sus ojos.
Al ver la radiografía, Nagai se queda sin respiración. En el lado izquierdo aparece una ancha placa negra: hipertrofia del bazo, por lo que el diagnóstico es una leucemia. Takashi murmura: "Señor, no soy más que un siervo inútil. Protege a Midori y a nuestros dos hijos. Hágase en mí según tu voluntad". El doctor Kageura, jefe del departamento de medicina interna, confirma su análisis: "Leucemia crónica. Duración de la vida: tres años". Había empleado su vida en curar un gran número de enfermos, que nadie más que él habría podido radiografiar.
De regreso a casa, Takashi se lo revela todo a Midori, quien cae arrodillada ante el crucifijo que su familia había guardado durante los 250 años de persecuciones y reza durante largo tiempo, sollozando constantemente, hasta que su alma recupera la paz. También Nagai reza; siente remordimientos por haberse dedicado con ahínco a su trabajo, sin pensar lo suficiente en su esposa. Pero Midori sabe estar a la altura de las circunstancias. Al día siguiente un hombre nuevo se dirige a su trabajo: la aceptación total de la tragedia por parte de Midori y su negativa a oír hablar de "negligencia" le han colmado de fuerzas.
La explosión atómica
9 de agosto de 1945, once horas y dos minutos. Un destello cegador. Acaba de estallar una bomba atómica en Urakami, el barrio norte de Nagasaki. En la facultad de medicina, situada a 700 metros del centro de la explosión, Nagai, que se encuentra clasificando placas de radiografías, es lanzado al suelo, con el costado acribillado de trozos de cristal. La sangre brota en abundancia de su sien derecha..., los objetos se arremolinan como las hojas muertas en otoño. Muy pronto aparece una oleada ininterrumpida de heridos: siluetas ensangrentadas, ropas desgarradas, cabellos quemados, que acuden a la entrada del hospital... Una visión dantesca.
Famoso es su relato que señala:
¿Qué había pasado? No podía explicármelo. Hasta hacía pocos minutos se extendía una ciudad desde las colinas hasta las aguas del estrecho, pero ahora todo había desaparecido.
¿Qué había sido de la multitud que se agolpaba frente a la puerta del Hospital? Miré hacia allí. El patio estaba cubierto de árboles arrancados y entre ellos gran número de cadáveres desnudos.
-¡Esto es el infierno!- grité horrorizado, cubriéndome la cara con las manos.
Ningún profesor sobrevivió para poder contarlo. En los laboratorios de Medicina Clínica, construidos con hormigón y más alejados del lugar de la explosión, algunos médicos, entre ellos yo, tuvimos la suerte de salvarnos... por el momento.
¿Cómo ocurrió todo?
El 9 de agosto de 1945 la ciudad de Nagasaki estaba inmersa en la paz por última vez.
Repentinamente, el cielo se iluminó por un instante y el resplandor de una luz hizo palidecer el sol de verano. Una columna de humo blanco empezó a subir de la tierra tomando la forma de una gigantesca seta u hongo. Una luz terrible. No hubo ruido. Pero lo que aterrorizó y heló la sangre fue el soplo inmenso que se escapó de debajo de la nube blanca. A una velocidad aterradora pasó sobre las colinas y los campos arrasándolo todo. Las casas de las cimas cedieron ante su fuerza, y cada árbol del campo fue arrancado de cuajo y sus hojas desaparecieron como por encanto. Se diría que un invisible pero gigantesco cilindro compresor trituraba cuanto hallaba a su paso. Un horrible ruido hirió de súbito los oídos de los que presenciamos de lejos tan terrible espectáculo. Nos sentimos levantados, tirados contra una pared de piedra a cinco metros de allí.
Herido en la región de los ojos, creí que había perdido la vista. No era así, pero todo yo manaba sangre. Y el edificio entero se había derrumbado.
Enterrado entre los escombros, luché denodadamente hasta que terminé por salir por mi propio esfuerzo. El espectáculo que tenía ante mis ojos era apocalíptico.
Entre escalofriantes masas de carne se destacaban lentamente, a rastras, aquellos en los que había una chispa de vida. Se acercaron asiéndome fuertemente de las rodillas:
-¡Sálveme, doctor!- gemían desesperadamente.
Empezamos los primeros cuidados, pero nunca me había sentido tan impotente, tan inútil para poder ayudar a aquellos seres humanos destrozados y desgarrados por el dolor.
No podíamos atender a todos los que se agolpaban en torno a los escasos médicos supervivientes. Apenas habíamos mal vendado a uno cuando se presentaba otro con la misma súplica:
-¡Doctor, sálveme!-
Pasaron dos niños arrastrando a su padre muerto. Una mujer todavía joven llevando en su seno a un niño decapitado. Los pocos que se habían salvado marchaban de la ciudad, que empezaba a arder. Sus pies sangrantes les torturaban a cada paso. Pasando por la noche sobre un puente deteriorado, caían a veces en el foso con el herido que transportaban sobre sus espaldas.
Jamás me había sentido tan impotente como al mirar el terrible panorama de miedo, de agonía, de muerte y de destrucción. No podía hacer nada, absolutamente nada. La sangre me corría por el rostro, desde las sienes hasta la barbilla. Los ojos parecía que me iban a estallar.
A veces, queriendo incorporar un cuerpo para ver si retenía aún señales de vida, se deshacía en nuestras manos como el fango pegajoso. Solamente unos cabellos se adherían a nuestro tacto.
Miré al cielo donde flotaba todavía, en reflejos de apocalipsis la monstruosa nube radioactiva...
Al día siguiente, 10 de agosto, el Dr. Nagai lo pasa curando heridos. El 11 va en busca de Midori, su esposa, que se había quedado en casa, mientras que los hijos y la abuela se encontraban seguros en la montaña desde el 7 de agosto. Le resulta muy difícil encontrar la ubicación de su casa en una zona llena de tejas y cenizas. Entre los restos de la casa encuentra a su esposa calcinada. Postrado de rodillas, reza y llora, recogiendo después los huesos en un recipiente. Ve brillar algo en el polvo de los huesos de la mano derecha de ella: ¡Es su rosario! Inclinando la cabeza dice: "Dios mío, te doy las gracias por haberle permitido morir rezando..." Mientras los habitantes del lugar temen volver a Urakami, el barrio católico epicentro de la bomba, Nagai declara: "¡Yo quiero ser el primero en vivir allí!". Se construye un refugio cerca de su antigua casa, con algunas chapas apoyadas en los restos de un muro, y coloca delante dos piedras formando un fogón improvisado sobre el que cuelga un caldero. Al lado hay una vieja botella sin cuello; su reserva de agua. Como única ropa cuenta con uno de los uniformes de marino que el ejército ha distribuido a los siniestrados. Al empezar a desescombrar la que fue su casa, descubre el crucifijo que había pertenecido al altar de la familia y piensa: "He sido desposeído de todo y sólo he encontrado este crucifijo".
El 23 de noviembre de 1945, Nagai es invitado a tomar la palabra en una Misa de réquiem celebrada junto a los escombros de la catedral de Urakami, el barrio católico de Nagasaki. En su mística intervención, con sentimiento de comprensión y perdón, poco frecuente en lo humano, yo diría que hablando con la mirada de los dioses, señala:
El holocausto de Jesucristo en el Calvario ilumina y confiere significado al holocausto de Nagasaki. En la mañana del 9 de agosto una bomba atómica explosionaba en nuestro barrio. En un instante, 8.000 cristianos fueron llamados a la presencia de Dios... En la medianoche de aquel día, nuestra catedral se incendió de repente y se consumió... Es evidente que existe una profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana y el fin de la guerra. Nagasaki era sin duda la víctima elegida, el cordero sin mancha, holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, aniquilado por los pecados de todas las naciones durante la Segunda Guerra Mundial... ¡Debemos agradecer que Nagasaki haya sido elegida para ese holocausto! Debemos agradecerlo, porque a través de ese sacrificio ha llegado la paz al mundo, así como la libertad religiosa al Japón.
El 15 de agosto de 1945, a mediodía, la radio transmite un mensaje del emperador anunciando la capitulación del Japón. A principios de septiembre, Nagai agoniza. Las radiaciones de la bomba atómica han agravado su enfermedad. Recibe los últimos sacramentos y dice: "Muero contento", y luego entra en semicoma. Le traen agua de la gruta de Lourdes construida no muy lejos de allí por el padre Maximiliano María Kolbe. Al día siguiente Takashi se encuentra fuera de peligro y atribuye al padre Kolbe (hoy canonizado) la remisión de seis años que le deja la enfermedad.
En marzo de 1951 el estado de salud del médico es alarmante, sin que por ello se vea alterado su habitual buen humor. En abril escribe su último libro y, nada más terminarlo, sufre una hemorragia cerebral. Lo llevan al hospital, y allí pierde el conocimiento. Muere el 1 de mayo.
Al final de su libro "Las campanas de Nagasaki" el Dr. Nagai escribe lo siguiente:
¿La humanidad podrá ser feliz en la era atómica? ¿O será desdichada? ¿Cómo iba a utilizarse esa arma de doble filo escondida por Dios en el universo y descubierta ahora por el hombre? Un uso correcto podría permitir un rápido progreso de la civilización, pero un uso inadecuado podría destruir el mundo. La decisión reside en el libre albedrío del hombre, que tiene su destino en sus propias manos. Cuando uno piensa en ello le invade el terror y, por mi parte, creo que la única garantía en este campo reside en un verdadero espíritu religioso...
fuente: www.zenit.org