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sábado, 6 de diciembre de 2008

MADRE MARÍA SKOBTSOV

por Olivier Clément

La Madre María murió en Ravensbrück en 1945. No sabemos si sustituyó a otra mujer seleccionada para el horno crematorio o la metieron allí por casualidad. Incluso su muerte se les escapa a los hagiógrafos. Durante mucho tiempo había conservado la esperanza de sobrevivir para trabajar en aquello que le parecía que la guerra haría posible: un acercamiento en profundidad entre Occidente y Rusia. Sin embargo, en las últimas semanas, dando su pan a cambio de hilo, se puso a bordar, como si fuera una ordalía, un extraño icono que representaba a la Madre de Dios llevando en brazos a Jesús, y este crucificado.

Para muchos, la vida de la Madre María no fue más que un escándalo prolongado. La antigua socialista revolucionaria, casada dos veces, convertida en cristiana sin haber dejado nunca en el fondo de serlo, se mantuvo como una intelectual de izquierdas, anárquica hasta en su vestimenta. Su sensibilidad revolucionaria sumada a su simpatía hacia los judíos disgustaban no sólo a los inmigrantes de derechas, sino también a muchos jóvenes ortodoxos nostálgicos de un orden total, orgánico y sagrado.

Aquella monja que denunciaba la existencia en la vida de la mayor parte de los monasterios de un simulacro de la vida familiar, escandalizaba a las naturalezas apasionadas por la contemplación solitaria y el opus dei. Para ella, se trataba de renunciar a toda comodidad, fuera esta el arrullo de la liturgia o la paz de un claustro, para vivir hasta el final, hasta la muerte, el gran riesgo de la pobreza, el gran descubrimiento del amor, introduciéndose sin límites en la «devastación», en el anonadamiento del Dios que se ha hecho hombre por la locura del amor.

Inmensa, tormentosa y apasionada, la vitalidad de esta mujer nunca dejó de ser un estremecimiento de amor, un amor no progresivamente apaciguado, sino crucificado, dilatado hasta el infinito y transformado en maternidad espiritual. La joven revolucionaria era ya madre cuando protegía de la policía a los estudiantes pobres de Yalta o enseñaba a leer a los obreros de San Petersburgo. Se había casado a los dieciocho años, por un impulso
desmedido, con un intelectual revolucionario para salvarlo del alcohol y la ruina. ¿No le pidió el gran poeta Alexander Blok, a quien ella amaba con desgarradora compasión, que pasara cada día bajo su ventana pensando en él «como una madre»?

Quizá sólo su segundo matrimonio, en plena guerra civil, fuera pura pasión y deseo de protección. Pero pronto su maternidad, herida por la muerte de dos hijas muy queridas, se rehizo y encontró todo su sentido en el segundo mandamiento del Evangelio, el amor al prójimo. «Siento que la muerte de mi niña me obliga a convertirme en una madre para todos», escribió.

Más tarde verá el prototipo de ese amor en el de la Madre de Dios al pie de la cruz, contemplando en el Crucificado a la vez a su hijo y a su Dios. «Del mismo modo –decía– nosotros debemos descubrir en todo hombre y al mismo tiempo la imagen de Dios y del hijo que se nos entrega en la ‘compasión’». Fue este el tema de su último icono en Ravensbrück.

«Mi sentimiento hacia todos es maternal», escribía la Madre María. Hacia todos: los descargadores de Marsella, los trabajadores de las minas de hierro de los Pirineos, los locos, los drogadictos y los alcohólicos a quienes iba a consolar por las noches a los tugurios, a los que se llevaba a su casa para acunarlos como a niños. Todos: los judíos perseguidos, marcados con la estrella amarilla y compañeros suyos en Ravensbrück. Qué vana le parecía, ante tanto sufrimiento, la manida oposición entre la caridad concreta –encuentro entre dos personas– y la acción social perfectamente organizada.

Para la Madre María no había que oponer, sino que sumar, multiplicar. El amor no puede dividirse. Ella, que quería amar a cada uno como a un hijo, era capaz de organizar con eficacia lo que fuera, ya se tratara de la Acción ortodoxa, con sus casas de acogida y de descanso, y su red de amistades; o el combate pacífico de la resistencia espiritual bajo la ocupación; o, más aún, en los campos de esclavitud y muerte, esos humildes círculos de estudio en los que los prisioneros, al recuperar el gusto por la belleza y el pensamiento gratuitos, se sentían soberanamente libres.

La Madre María se situaba dentro de una gran tradición ortodoxa, la del amor al prójimo vivido y sufrido hasta la locura. Hasta la locura en Cristo. Sabemos que en el monacato ortodoxo, la tradición instituida tiene como nervio central la contemplación solitaria que consume al hombre en la realización del primer mandamiento, el del amor a Dios, para que llegue a ser como una columna de intercesión que una el cielo con la tierra y su sola existencia sea para la sociedad y el universo una bendición secreta, a veces manifestada en el ministerio carismático del padre espiritual, el starets.

Pero esta tradición ascética se encuentra amenazada continuamente por el orgullo y la sequedad, la idolatría de los logros alcanzados y los estados espirituales, por el desprecio de la vida y de la naturaleza. Corre también el riesgo de instalarse en la paz y el equilibrio de un cenobitismo que se aísla, con frecuencia y a la vez, del amor al mundo y del combate espiritual, «más exigente que la lucha entre los hombres». Por eso Dios mismo no cesa de poner en cuestión esa tradición, de probarla y hasta humillarla haciendo surgir testigos, simples o geniales, pero siempre creadores de vida, de un amor total al prójimo.

Las vidas de los Padres del desierto enseñan a menudo cómo el mismo Cristo envía a los más grandes ascetas a aprender junto a un obrero, una madre de familia o un bandolero que, al vivir como hombres entre los hombres, han sabido –aunque no sea más que una vez– amar realmente a su prójimo. Humildad, libertad, espontaneidad loca de amor en el rechazo del fariseísmo, esa es la «locura en Cristo» que, en la Rusia del siglo XVI, alcanzó las dimensiones de un profetismo que no dudaba en intervenir, abruptamente, en la vida política y social…

Justo en esta tradición es donde se situaba conscientemente la Madre María, como lo muestran las vidas de santos que a ella le gustaba escribir. Frente a san Juan Casiano, que con los ojos piadosamente cerrados se apresuraba ansiando el encuentro con el Señor, ella prefería, junto con el pueblo ruso, a san Nicolás, cuando según la leyenda desatascó el carro de un campesino, a riesgo de faltar a su encuentro de oración con Dios. El carretero era Dios. A la Madre María le gustaba también narrar la historia de Serapión, monje del antiguo Egipto que, para liberar a un hombre encarcelado por deudas, no dudó en vender su ejemplar del evangelio, único bien que poseía.

Lo prueban los textos publicados en este libro, El sacramento del hermano. La Madre María vivió la teología del encuentro y el capítulo veinticinco del Evangelio según san Mateo con la misma sencilla resolución que un Dietrich Bonhoeffer. Como él, se comprometió con la historia en la resistencia organizada, resistencia espiritual que se negó a separar de la resistencia militar.

Pero continuó siendo fundamentalmente ortodoxa por su fervor místico, por su intenso amor al Crucificado-Resucitado, por su sentido de la cruz y de la cruz de gloria, punto central de la historia, por su apertura al dinamismo del Espíritu. Permaneció «ortodoxa» también por su sufrimiento, sus suspiros, sus gemidos inefables, en una palabra, por su rigor ascético.

En efecto, la Madre María sabía muy bien que la mirada del amor desinteresado descubre siempre en el prójimo no sólo la imagen de Dios, sino también la acción caricaturesca del diablo y que, por tanto, un encuentro auténtico no es suficiente; para que el encuentro llegue a ser «sacramento del hermano» se necesita el exorcismo poderoso de la Iglesia, es decir, la más dura lucha espiritual. Por ello, la ascesis del encuentro, cuyas líneas principales esboza en su estudio sobre el segundo mandamiento del Evangelio, constituye una importante aportación al pensamiento cristiano de nuestro tiempo.

En el corazón de la historia espiritual de la Ortodoxia, el destino de la Madre María es, a la vez, recapitulación y profecía. Pobedonostsev –el temible procurador del Santo Sínodo de quien fue, siendo niña, ahijada adorable y querida– le había enseñado el amor al próximo frente al amor al lejano; ella descubrió que él amaba al hombre concreto antes que a la humanidad. Los revolucionarios le enseñaron el amor al lejano; la revolución le mostró que ellos amaban a la humanidad por encima del hombre concreto. El Renacimiento ruso le otorgó el gusto por lo espiritual –nunca fue materialista, ni cuando era revolucionaria–, pero se trataba de algo espiritual exangüe, sin compromiso de vida ni poder de creación social.

La Madre María nos llama por ello, más allá de nuestros miedos y de nuestras divisiones, en la diversidad de carismas, a la totalidad del amor, a un amor que no desatiende la condición material y social del hombre. La Madre María, que no predicaba pero amaba, nunca olvidó que sólo vale aquel que, en la libertad y en la comunión, rinde el homenaje más adecuado a la imagen de Dios en él. Se trata de un testimonio profético para el porvenir de la Ortodoxia.

Profético resulta también el destino de la Madre María en cuanto a las relaciones misteriosas de la Iglesia y el pueblo judío. Para la Madre María, el hecho de que hubiera cristianos que aceptaran voluntariamente sufrir y morir por y con los judíos anticipaba el momento escatológico en el que el viejo Israel reconocería a su Mesías en el Crucificado. Cuando un policía alemán le interrogó acerca de la ayuda que prestaba a los judíos, el padre Dimitri Klepinin, compañero en la caridad de la Madre María, le respondió dulcemente enseñándole la cruz que llevaba sobre su sotana: «¿Y a este judío, lo conoce usted?».

El padre Dimitri murió en Dora, una dependencia de Buchenwald, el 9 de febrero de 1944. Su amigo común, el judío Elie Bounakov-Fondaminski, uno de los pensadores rusos más interesantes de entreguerras, pidió el bautismo en el campo de Compiègne, pero rehusó una evasión que su enfermedad hacía posible, porque quería compartir la suerte de su pueblo. Desapareció en los campos de la muerte practicando –como un verdadero israelita– lo que la mística judía y el padrenuestro llaman «la santificación del nombre». Era la época en que el patriarca de Constantinopla pedía a todos los obispos que se encontraban bajo su jurisdicción en la Europa ocupada por los alemanes que hicieran lo imposible por salvar a los judíos.

«Los cristianos se interponen entre Cristo y los judíos, desfigurando ante ellos la imagen auténtica del Salvador», había escrito algunos años antes uno de los amigos y maestros de la Madre María, el filósofo Nicolás Berdiaev. Ella y sus amigos fueron algunos de esos cristianos de todas las confesiones que, en los tiempos de la gran masacre, empezaron a revelar a los judíos el verdadero rostro de Jesús mediante un servicio desinteresado.

La vida y la muerte de la Madre María son también proféticas para quienes somos ortodoxos en Occidente, y para tantos jóvenes que desean el amor y el riesgo, pero ya no saben dónde encontrar a Dios. Dios está en el centro –nos dice la Madre María, significativamente despertada por Tagore, a partir de 1915, al poder soberano del segundo mandamiento–, en el corazón de los seres y de las cosas, en la densidad misma de la materia, en el sufrimiento y la creación compartidas. La Iglesia no es otra cosa que el mundo en vías de deificación: en la Iglesia, el mundo no es ya una tumba, sino una matriz.

Esta transfiguración del mundo exige la contemplación –una contemplación creadora–, exige el amor –un amor activo–, exige la compasión personal más desgarradora y la reinvención de la vida, pues se trata de dar a los hombres no sólo el pan, sino la belleza, el atrevimiento y la celebración. La Madre María, no lo olvidemos, sabía crear esos lugares privilegiados en donde la vida circula y se extiende. Los adornaba con iconos y tapices.

Escribía sin cesar poemas, pero también verdaderos «misterios» que esperan ser representados. La Madre María no era una activista, sino una poetisa de la vida, siempre en el centro del lugar creador en el que se realiza la «santidad genial», tan deseada por una de sus contemporáneas, Simone Weil, judía apasionada por Cristo, por la justicia, por la pobreza, por la belleza, y cuyo destino, aunque lejos de haber conocido la misma plenitud, no dejó de tener analogía con el suyo.

El destino de la Madre María subraya la extraordinaria diversidad de la Ortodoxia contemporánea. Plantea además un problema muy real, para hoy y para mañana, a la Iglesia ortodoxa: las nuevas formas de vida monástica, en las que el segundo mandamiento del Evangelio ha de ocupar el lugar central. La Madre María quiso hacerse monja no para asumir la tradición monástica eremítica o cenobítica –menos aún esta que aquella–, sino para manifestar su compromiso sin límites. Para consagrarse, para darse por completo. Inevitablemente se halló en contradicción con las actitudes tradicionales. Lo que ella deseaba ¿no nos corresponde a nosotros realizarlo?

Cuando el metropolita Eulogio recibió su profesión monástica, le entregó como morada ascética «el desierto de los corazones humanos». Lo que la Madre María deseaba, pero con más vehemencia y fuerza creadora, con un sentido más agudo –casi anárquico– de la libertad en el Espíritu santo, fue un poco lo que el cristianismo occidental ha buscado desde entonces en pequeñas fraternidades carismáticas. ¿No se intuye aquí una llamada para el momento presente? Junto a la tradición de los grandes «silenciosos» y alimentada por ella –fuerza más necesaria que nunca– ¿no necesitamos grandes creadores de amor, grandes creadores de vida para trabajar y hacer fecundo «el desierto de los corazones»? No es momento de marcar las diferencias.

Una última palabra, también contra los hagiógrafos. Si amamos y veneramos a la Madre María, no lo hacemos a pesar de su desorden, sus rarezas y sus pasiones, sino a causa de ellos, que la vuelven –entre tantos muertos piadosos y tantos muertos melifluos– extraordinariamente viva. Fea y sucia, fuerte, pesada y recia. Sí, viva. Con sus pasiones, su compasión, su pasión.


Prefacio del libro EL SACRAMENTO DEL HERMANO
Biografía espiritual de la Madre María escrita por Helena Arjakovsky-Klepinine
Ed. Sígueme 2004

martes, 18 de noviembre de 2008

«El diálogo interreligioso es como una peregrinación»

Entrevista con el Cardenal Tauran, presidente del Consejo pontificio para el Diálogo Interreligioso

CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 11 febrero 2008

«El diálogo interreligioso es como una peregrinación», afirma en esta entrevista concedida a Zenit el cardenal Jean-Louis Tauran, presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso.El purpurado francés, de 64 años, habla de la visita de representantes de 138 musulmanes (que en realidad son ya 241), autores de una carta dirigida a Benedicto XVI, en cuya respuesta el Papa les propuso un encuentro en Roma.

El cardenal Tauran fue durante muchos años «ministro» de Asuntos Exteriores de Juan Pablo II como secretario vaticano para las relaciones con los Estados.


--El año 2008 se caracterizará, en el marco del diálogo interreligioso, por ser el año europeo del diálogo intercultural. ¿Podría comentar esta iniciativa y el compromiso de la Iglesia en el acontecimiento?

--Cardenal Tauran: Ha pasado un mes y todavía no hemos percibido la amplitud de la iniciativa, pero lo importante, lo que han subrayado los responsables europeos, es que más de una tercera parte de los franceses están cotidianamente en contacto con personas que pertenecen a otra raza, a otra religión y a otra cultura, y están por tanto «condenados», por así decir, a dialogar para conocerse y vivir juntos.

Por tanto, creo que hay muchos esfuerzos que realizar para progresar en este diálogo y personalmente lo que voy a proponer es que se dé quizá una iniciativa común entre el Consejo Pontificio para la Cultura y el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso para ver cómo podemos ayudar a nuestros contemporáneos a progresar en este conocimiento mutuo que es una cuestión de respeto del otro, así como de respeto de las identidades de unos y otros.

--Por lo que se refiere al diálogo interreligioso, como presidente del Consejo Pontificio, ¿cuáles son sus expectativas y esperanzas para este año?

--Cardenal Tauran: Estoy en este cargo desde el mes de septiembre, me considero todavía en un período de noviciado. Por tanto, para mí este año va a ser un año de descubrimiento. Lo que me parece muy interesante, ante todo, es que el diálogo interreligioso no es algo nuevo. Desde el Concilio se ha hecho mucho, se ha recorrido mucho camino.

Por ejemplo, algo que he descubierto y que me parece magnífico es el diálogo interreligioso entre monasterios, entre contemplativos. Monjes y monjas católicos se encuentran con monjes y monjas budistas, por ejemplo, o incluso con representantes del sufismo. Esto es algo que me parece importante, es lo que llamo el «diálogo de las espiritualidades».

Se habla de diálogo de vida, de diálogo teológico, pero el diálogo de las espiritualidades es el diálogo entre personas para quienes la oración es su razón de vida, que hacen profesión monástica de vida radical, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en la tradición asiática o en el islam. Creo que hace falta profundizar en este diálogo entre las espiritualidades. De hecho, cuando el hombre reza es más grande. Por tanto, tratemos de salir a su encuentro cuando se encuentra en la cumbre de su dignidad.

--El diálogo con los musulmanes parece avanzar con la venida de emisarios musulmanes al Vaticano para preparar ulteriormente un encuentro de mayores dimensiones. Pero siguen dándose divergencias sobre los argumentos que hay que afrontar. ¿Cuáles son, desde su punto de vista, las prioridades y los puntos más fecundos en discusión?

--Cardenal Tauran: Está claro que no puedo saber con antelación lo que traerán en su mente nuestros amigos musulmanes cuando vengan aquí para dialogar con nosotros, pero creo que podremos compartir convicciones comunes: por ejemplo, la adoración del único Dios, el carácter sagrado de la vida humana, la dignidad de la familia, la preocupación por la educación y la juventud. Obviamente habrá que discutir sobre otros problemas, por ejemplo, la interpretación de los derechos del hombre tal y como los definen las convenciones internacionales, o el principio de reciprocidad que es muy importante en el contexto de la libertad religiosa. Creo que son problemas de los que podremos hablar.

--Buena parte de su ministerio lo ha desarrollado al servicio de la diplomacia vaticana. ¿Cómo le ayuda hoy esa experiencia?

--Cardenal Tauran: Me es de ayuda en la medida en que la diplomacia se basa en el diálogo, en la escucha del otro: saber escuchar, saber percibir los detalles, y a continuación exponer su punto de vista en toda su verdad. Contrariamente a lo que se piensa, la diplomacia no es ni mucho menos mentira o ambigüedad. Por el contrario, es buscar la verdad de manera que la negociación pueda lograrse sin que detrás se den segundas intenciones.

Ahora bien, creo que hay que distinguir entre diálogo interreligioso y diálogo diplomático, pues el diálogo interreligioso no es sólo una conversación entre amigos, querer agradar al otro. No es tampoco una negociación, pues una negociación significa resolver un problema, encontrar una solución, y ya está. El diálogo interreligioso es como una peregrinación y un replanteamiento personal. Una peregrinación en el sentido de que nos invita a salir de nosotros mismos para ir al encuentro del otro, hacer un tramo del camino con él para conocerle mejor, y además es un riesgo, pues cuando le pregunto al otro «¿quién es tu Dios?, ¿cómo vives la fe?», me expongo a que la persona que tengo ante mí me plantee la misma pregunta. Y por tanto, yo también estoy obligado a responderle. Se trata, por tanto, al mismo tiempo de una peregrinación y de un riesgo.

--Este diálogo interreligioso está muy cerca de la política o de las posiciones de algunos estados. ¿Es posible quedarse a nivel religioso sin ser manipulado por estos últimos, independientemente de quienes sean?

--Cardenal Tauran: Siempre es posible la manipulación. Pero creo que hay que tener cuidado tanto de separar herméticamente lo religioso de lo político como de confundir las dos áreas. Creo que hay que reflexionar sobre el concepto de separación. Se pueden separar las Iglesias del Estado, sin duda, pero no se pueden separar las Iglesias de la sociedad, es imposible, lo experimentamos. Por tanto, lo importante es que haya separación y colaboración pues, en el fondo, el gobierno y un responsable religioso se ocupan de la misma persona, que es a la vez ciudadano y creyente. Por tanto, se da necesariamente una cooperación, distinción de competencias, pero cooperación por el bien común y por el bien de esta persona.

--Usted ha pasado prácticamente todo su ministerio fuera de Francia, su país natal. ¿Cómo ve a la Iglesia en la Francia hoy?

--Cardenal Tauran: No cabe duda de que la Iglesia en Francia ha experimentado una crisis, decirlo es algo banal. Pero creo que ahora hay signos de renacimiento. En particular, cuando visito los seminarios, siempre me impresiona el ver a los jóvenes sacerdotes. Creo que hay una nueva generación mucho más preocupada por transmitir una experiencia espiritual. Creo que en la Francia de hoy lo importante es ver cristianos que recen, cristianos que celebren, cristianos que estén en las fronteras de la caridad, que ejerzan lo que yo llamo el «poder del corazón». En una sociedad que en el fondo es muy dura, en ocasiones despiadada, tenemos este «poder del corazón», es decir, sembrar misericordia, testimoniar el amor de Dios por nosotros que pasa a través el amor fraterno. Pues, en el fondo, la mejor manera de mostrar que Dios es Padre es vivir como hermanos.

--Una última pregunta. Vuelvo a tocar la cuestión del diálogo con los musulmanes: ¿no cree que el riesgo está en promover un diálogo simpático, pero que deja a un lado los problemas y las divisiones?

--Cardenal Tauran: Sin duda es un riesgo, pero creo que el interés de esta reunión que vamos a tener con los representantes de los 138 [líderes musulmanes, ndt.], que de hecho ahora son 241, consiste en crear una estructura de diálogo, una especie de canal que siempre estará abierto y en el que podamos encontrarnos. Es lo que quisiera proponer, de manera que este diálogo sea algo continuo, estructurado, para evitar una cierta superficialidad. Dejando muy claro que con esto no estamos diciendo: «todas las religiones son iguales». Nosotros decimos: «todos los buscadores de Dios tienen la misma dignidad». Eso es el diálogo interreligioso, no es ni mucho menos sincretismo. Es decir, «todas las personas que están en búsqueda de Dios tienen la misma dignidad, por tanto, deben disfrutar de la misma libertad, del mismo respeto».

Traducción del original francés realizada por Jesús Colina (ZENIT.org).-

domingo, 13 de abril de 2008

San Benito, Padre de Europa

Palabras de Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles, 9 abril 2008, dedicada a san Benito de Nursia, fundador del monacato en occidente, patrono de este pontificado.


Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera hablar de san Benito, fundador del monaquismo occidental, y patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno, que al escribir sobre san Benito dice: «Este hombre de Dios que brilló sobre esta tierra con tantos milagros no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina» (Diálogos II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto 50 años antes y todavía estaba vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente orden religiosa que fundó.

San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea. La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto –precisamente san Benito-- la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en Dios. Por tanto, nos ofrece un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección. San Gregorio Magno narra también, en este libro de los Diálogos, muchos milagros realizados por el santo, y también en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del ser humano. Quiere demostrar que Dios no es una lejana hipótesis situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.

Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo estaba trastornado por una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres.

Al presentar a san Benito como «astro luminoso», Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, la salida de la «noche oscura de la historia» (Cf. Juan Pablo II, Insegnamenti, II/1, 1979, p. 1158). De hecho, la obra del santo, y de manera particular su Regla, ofrecieron una auténtica levadura espiritual, que cambió con el pasar de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que nosotros llamamos «Europa».

El nacimiento de san Benito es fechado alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio, «ex provincia Nursiae», de la región de Nursia. Sus padres, acomodados, le enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, Gregorio menciona el hecho de que el joven Benito estaba disgustado por el estilo de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans» (II Diálogo, Prólogo 1).

De este modo, antes de concluir sus estudios, Benito dejó Roma y se retiró en la soledad de los montes que se encuentran al Este de esta ciudad. Después de una primera permanencia en el pueblo de Effide (hoy Affile), en el que se asoció durante un cierto período de tiempo a una «comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años completamente solo, en una gruta, que a partir del Alta Edad Media constituye el «corazón» de un monasterio benedictino llamado «Sacro Speco» («gruta sagrada»). El período que pasó en Subiaco, período de soledad con Dios, fue para Benito un momento de maduración. Allí debía soportar y superar las tres tentaciones fundamentales que todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.

Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones habría podido dirigir a los demás una palabra útil para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, era capaz de controlar plenamente los impulsos de su ego para ser creador de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle de Anio, cerca de Subiaco.

En el año 529, Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecasino. Algunos han explicado que esta mudanza fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación se ha revelado poco convincente, pues su muerte improvisa no llevó a Benito a regresar (II Diálogos 8). En realidad, tomó esta decisión pues entró en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica. Según Gregorio Magno, el éxodo del remoto valle de Anio hacia el Monte Casio --lugar elevado que domina la llanura circunstante, visible desde lejos--, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el escondimiento tiene una razón de ser, pero un monasterio tiene también una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: tiene que dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo de 547 Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en todo el mundo.

En todo el segundo libro de los Diálogos, Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba sumergida en una atmósfera de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente de este modo no perdió de vista nunca los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.

Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En la Regla califica la vida monástica de «escuela del servicio del Señor» (Prólogo 45) y pide a sus monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43,3), es decir, al Oficio Divino o Liturgia de las Horas. Subraya sin embargo que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prólogo 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos», afirma (Prólogo 35). De este modo, la vida del monje se convierte en una armonía fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea Dios glorificado» (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, hoy exaltada con frecuencia, el primer e irrenunciable compromiso del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) sobre el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5,13), el amor al que no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente de este modo, en el servicio al otro, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5,2), el monje conquista la humildad (5,1), a la que dedica todo un capítulo de la Regla (7). De este modo, el hombre se conforma cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.

A la obediencia del discípulo le tiene que corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio «hace las veces de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse como un autorretrato de Benito, pues --como escribe Gregorio Magno-- «el santo no podía de ninguna manera enseñar algo diferente de lo que vivía » (Diálogos II, 36). El abad tiene que ser al mismo tiempo un padre tierno y también un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Inflexible contra los vicios, sin embargo está llamado sobre todo a imitar la ternura del Buen Pastor (27,8), a «servir más que a mandar» (64, 8), a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (2,12). Para ser capaz de decidir con responsabilidad, el abad también tiene que escuchar «el consejo de los hermanos» (3,2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (3,3). ¡Esta actitud hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos! Un hombre de responsabilidad pública, al igual que en los ámbitos privados, debe ser siempre un hombre que sabe escuchar y que sabe aprender de lo que escucha.

Benedicto califica a la Regla como «mínima», delineada para la «iniciación» (73, 8); en realidad, sin embargo, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan una guía en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha podido mantener su fuerza iluminadora hasta hoy. Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa pretendía reconocer la obra maravillosa desempeñada por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, que acaba de salir de un siglo profundamente herido por dos guerras mundiales y por el derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado como trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de la propia identidad. Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente, de lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, ha causado, como ha revelado el Papa Juan Pablo II «un regreso sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Insegnamenti, XIII/1, 1990, p. 58). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro del que podemos aprender el arte de vivir el verdadero humanismo.

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