Hace muchos años un humorista español escribió una novela que se titulaba: "En el cielo no hay almejas". Hoy podríamos añadir: en el limbo, tampoco. Si uno busca en el Catecismo de la Iglesia Católica o en su Compendio, no encontrará el limbo por ninguna parte. La Comisión Teológica Internacional ha publicado un documento, que no nos ha llegado todavía, sobre la cuestión del limbo.
En el limbo no hay "almejas". Y esto, no porque, según se lee en algún periódico, "la Iglesia ha eliminado el limbo"; sino porque nunca ha pertenecido a la fe cristiana definida. Tiene que ver esta cuestión con el cielo, con el alma, con el pecado, pero sobre todo con el amor.
En el cielo no hay "almejas". La almeja es ese preciado molusco, relativamente barato dentro de los mariscos. El alma es el espíritu humano, que descubrían las culturas antiguas y también cualquier filosofía moderna abierta a la realidad. En la Facultad de medicina tuve un profesor de bioquímica que se empeñó largos años por encontrar "la molécula de la libertad". Vano intento. No somos simplemente un agregado de moléculas, que se habrían organizado a sí mismas en el cuerpo humano, tan perfectamente que la ciencia avanza, con la suposición, certera pero asombrosa, de que sus conexiones son maravillosamente racionales. Sólo una "fe irracional" podría decir que todo eso es fruto del azar.
El alma humana, según la fe cristiana, es creada por Dios cada vez que surge una vida humana. Ahí está, me decía un enfermo hace pocos días, la maravilla de las personas. Nacemos para ser inmortales. El cristianismo, sólo el cristianismo, asegura que después de la muerte hay un encuentro personal del alma con Dios. Pero para eso es necesario que el alma se dilate, se haga libremente bella y grande por el amor, a imagen de su creador. En el cielo no hay "almejas".
¿Y el limbo? El limbo era una interpretación que se dio a partir de la Edad Media, para explicar adónde iban las almas de los niños que no recibían el bautismo. Al cielo sólo entra el que carece de pecado y de toda consecuencia del pecado. También las culturas antiguas y cualquier persona sensata descubre que algo no funciona del todo. Junto con los anhelos de felicidad y los deseos del bien para los demás, anidan en cada uno tendencias insidiosas y hasta rastreras, que pueden hacer que civilizaciones enteras se engañen y se pongan contra el hombre mismo.
Algo falló desde el principio, y esto es lo que la fe cristiana llama pecado original. Un pecado que ha dejado una huella o una herida en la naturaleza humana, y por eso de algún modo es esclava del mal. De manera que lo que nace, la "natura," viene ya con esa herida de origen. En esas condiciones, según la fe, no se puede entrar en el cielo. El pecado original y sus consecuencias se perdonan con el bautismo. ¿Y qué pasa con los niños que mueren sin haber sido bautizados? Ese es el tema.
Hay varias soluciones: una de ellas parecía ser el limbo. Un lugar donde los niños muertos sin el bautismo pasarían la eternidad sin ver a Dios ni gozar de Él, puesto que estaban afectados por el pecado original. Como no habían cometido pecados personales, quedarían en el limbo disfrutando sin dolor, pero sin ver a Dios, sin encontrarse con la Verdad y el Amor para el que habían sido creados. Su condición de alma humana quedaba bastante reducida a "almeja". Pero claro, esto que parecía, solo parecía, acorde con la "justicia" de Dios, no parecía tan acorde con su misericordia.
Otra solución, que pertenece a la fe, es la que se dio ya en los primeros siglos. A los adultos que pedían el bautismo y eran martirizados antes de recibirlo, se les consideraba bautizados con el "bautismo de sangre". A los que morían siendo catecúmenos (en proceso de convertirse), se consideraba que habían recibido el "bautismo de deseo". Más adelante esta misma explicación se extendió para el caso de "todos aquellos que, bajo el impulso de la gracia, sin conocer a Cristo y a la Iglesia, buscan a Dios y se esfuerzan por cumplir su voluntad", como dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
El limbo, dice la Comisión Teológica Internacional, suponía una "visión restrictiva de la salvación". Según los adelantos de la prensa, el texto apunta que hay "serias razones teológicas para creer que los niños no bautizados que mueren se salvarán y disfrutarán de la visión de Dios".
No hay que olvidar a los Santos Inocentes, que celebramos el 28 de Diciembre, que confesaron a Cristo "no hablando, sino muriendo". El texto que ahora se anuncia dice: "La gracia tiene prioridad sobre el pecado y la exclusión de niños inocentes del cielo no parece reflejar el amor especial de Cristo por los más pequeños".
Según el documento, el limbo representaba un problema pastoral urgente, ya que cada vez son más los niños nacidos de padres no católicos y que no son bautizados, y también "otros que no nacieron al ser víctimas de abortos".
En definitiva, el alma humana es, desde el primer momento, capaz de conocer a Dios y de amarle. Está llamada a compartir ese Amor, ya en la tierra, especialmente con los más necesitados, los indefensos, los pobres, los no nacidos. Y también para siempre, junto con todas las personas que libremente lo acepten.
Conviene advertir que esto último –la posibilidad de que tantas personas puedan salvarse sin conocer a Cristo y a la Iglesia– no hace inútil la evangelización ni el apostolado cristiano, porque según San Pablo, Dios quiere que todos se salven "y lleguen al conocimiento de la verdad" (de esa verdad plena que es el amor de Dios manifestado en Cristo). Lo que se impone más bien es la urgencia de la evangelización.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que recoge sólo lo esencial de la fe, dice respecto a los niños que mueren sin el bautismo: "La Iglesia en su liturgia los confía a la misericordia de Dios". Aquí se ve cómo la justicia y la misericordia y el amor de Dios se identifican. ¿De qué manera concreta Dios quitaría en esos niños el pecado original? No lo sabemos, y ha habido varias opiniones. No ha sido revelado o hasta ahora la Iglesia no se ha pronunciado al respecto. Quizá la Comisión Teológica Internacional aporte ahora algunos argumentos.
Parecía urgente
En todo caso, nada de esto disminuye la responsabilidad, que tienen los padres cristianos, de bautizar a los niños cuanto antes, lo que según la Iglesia significa "en las primeras semanas".
En el limbo no hay "almejas". Y esto, no porque, según se lee en algún periódico, "la Iglesia ha eliminado el limbo"; sino porque nunca ha pertenecido a la fe cristiana definida. Tiene que ver esta cuestión con el cielo, con el alma, con el pecado, pero sobre todo con el amor.
En el cielo no hay "almejas". La almeja es ese preciado molusco, relativamente barato dentro de los mariscos. El alma es el espíritu humano, que descubrían las culturas antiguas y también cualquier filosofía moderna abierta a la realidad. En la Facultad de medicina tuve un profesor de bioquímica que se empeñó largos años por encontrar "la molécula de la libertad". Vano intento. No somos simplemente un agregado de moléculas, que se habrían organizado a sí mismas en el cuerpo humano, tan perfectamente que la ciencia avanza, con la suposición, certera pero asombrosa, de que sus conexiones son maravillosamente racionales. Sólo una "fe irracional" podría decir que todo eso es fruto del azar.
El alma humana, según la fe cristiana, es creada por Dios cada vez que surge una vida humana. Ahí está, me decía un enfermo hace pocos días, la maravilla de las personas. Nacemos para ser inmortales. El cristianismo, sólo el cristianismo, asegura que después de la muerte hay un encuentro personal del alma con Dios. Pero para eso es necesario que el alma se dilate, se haga libremente bella y grande por el amor, a imagen de su creador. En el cielo no hay "almejas".
¿Y el limbo? El limbo era una interpretación que se dio a partir de la Edad Media, para explicar adónde iban las almas de los niños que no recibían el bautismo. Al cielo sólo entra el que carece de pecado y de toda consecuencia del pecado. También las culturas antiguas y cualquier persona sensata descubre que algo no funciona del todo. Junto con los anhelos de felicidad y los deseos del bien para los demás, anidan en cada uno tendencias insidiosas y hasta rastreras, que pueden hacer que civilizaciones enteras se engañen y se pongan contra el hombre mismo.
Algo falló desde el principio, y esto es lo que la fe cristiana llama pecado original. Un pecado que ha dejado una huella o una herida en la naturaleza humana, y por eso de algún modo es esclava del mal. De manera que lo que nace, la "natura," viene ya con esa herida de origen. En esas condiciones, según la fe, no se puede entrar en el cielo. El pecado original y sus consecuencias se perdonan con el bautismo. ¿Y qué pasa con los niños que mueren sin haber sido bautizados? Ese es el tema.
Hay varias soluciones: una de ellas parecía ser el limbo. Un lugar donde los niños muertos sin el bautismo pasarían la eternidad sin ver a Dios ni gozar de Él, puesto que estaban afectados por el pecado original. Como no habían cometido pecados personales, quedarían en el limbo disfrutando sin dolor, pero sin ver a Dios, sin encontrarse con la Verdad y el Amor para el que habían sido creados. Su condición de alma humana quedaba bastante reducida a "almeja". Pero claro, esto que parecía, solo parecía, acorde con la "justicia" de Dios, no parecía tan acorde con su misericordia.
Otra solución, que pertenece a la fe, es la que se dio ya en los primeros siglos. A los adultos que pedían el bautismo y eran martirizados antes de recibirlo, se les consideraba bautizados con el "bautismo de sangre". A los que morían siendo catecúmenos (en proceso de convertirse), se consideraba que habían recibido el "bautismo de deseo". Más adelante esta misma explicación se extendió para el caso de "todos aquellos que, bajo el impulso de la gracia, sin conocer a Cristo y a la Iglesia, buscan a Dios y se esfuerzan por cumplir su voluntad", como dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
El limbo, dice la Comisión Teológica Internacional, suponía una "visión restrictiva de la salvación". Según los adelantos de la prensa, el texto apunta que hay "serias razones teológicas para creer que los niños no bautizados que mueren se salvarán y disfrutarán de la visión de Dios".
No hay que olvidar a los Santos Inocentes, que celebramos el 28 de Diciembre, que confesaron a Cristo "no hablando, sino muriendo". El texto que ahora se anuncia dice: "La gracia tiene prioridad sobre el pecado y la exclusión de niños inocentes del cielo no parece reflejar el amor especial de Cristo por los más pequeños".
Según el documento, el limbo representaba un problema pastoral urgente, ya que cada vez son más los niños nacidos de padres no católicos y que no son bautizados, y también "otros que no nacieron al ser víctimas de abortos".
En definitiva, el alma humana es, desde el primer momento, capaz de conocer a Dios y de amarle. Está llamada a compartir ese Amor, ya en la tierra, especialmente con los más necesitados, los indefensos, los pobres, los no nacidos. Y también para siempre, junto con todas las personas que libremente lo acepten.
Conviene advertir que esto último –la posibilidad de que tantas personas puedan salvarse sin conocer a Cristo y a la Iglesia– no hace inútil la evangelización ni el apostolado cristiano, porque según San Pablo, Dios quiere que todos se salven "y lleguen al conocimiento de la verdad" (de esa verdad plena que es el amor de Dios manifestado en Cristo). Lo que se impone más bien es la urgencia de la evangelización.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que recoge sólo lo esencial de la fe, dice respecto a los niños que mueren sin el bautismo: "La Iglesia en su liturgia los confía a la misericordia de Dios". Aquí se ve cómo la justicia y la misericordia y el amor de Dios se identifican. ¿De qué manera concreta Dios quitaría en esos niños el pecado original? No lo sabemos, y ha habido varias opiniones. No ha sido revelado o hasta ahora la Iglesia no se ha pronunciado al respecto. Quizá la Comisión Teológica Internacional aporte ahora algunos argumentos.
Parecía urgente
En todo caso, nada de esto disminuye la responsabilidad, que tienen los padres cristianos, de bautizar a los niños cuanto antes, lo que según la Iglesia significa "en las primeras semanas".
Ramiro Pellitero
profesor de Teología pastoral en la Universidad de Navarra
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