En torno a las siete de la tarde del sábado 26 de agosto de 1978, el cónclave reunido tras la muerte, veinte días antes del Papa Pablo VI, elegía nuevo Obispo de Roma y Pastor Supremo de la Iglesia católica a un desconocido y humilde obispo del norte de Italia: el cardenal Albino Luciani, patriarca de Venecia desde 1973. Tenía 65 años de edad.
Su elección pontificia fue necesariamente fácil y sencilla, pues resultó elegido en apenas veinticuatro horas, en la tercera sesión de escrutinios. Su nombre, no obstante, apenas aparecía en la “rosa de los papables” de los grandes medios de comunicación social. Su perfil era el de un discreto y humilde pastor, el de un gran párroco y mejor catequista, sin que –excepto en Italia y entre los cardenales, naturalmente- su nombre hubiera contado en las jornadas previas al cónclave.
El Papa de las sorpresas
No fue, con todo, esta la primera sorpresa de aquel verano de 1978. La segunda sorpresa vino con la elección del nombre con que iba a sentarse en la Cátedra de San Pedro y calzar las sandalias del Pescador: Juan Pablo I, el primer nombre compuesto en la historia del pontificado romano. Un nombre lleno, eso sí, de sabiduría: aunar los legados del Papa Juan XXIII y su sabiduría del corazón y el del Papa Pablo VI y su sabiduría de la inteligencia, como el mismo Luciani desveló nada más ser elegido Sumo Pontífice.
La tercera sorpresa empezó a llegar, a la par que con la sonrisa que ha pasado a la historia, en cuanto comenzó a hablar, en cuanto empezó a mostrarse. Era, en efecto, un Papa sencillo, humilde, del pueblo; un Papa catequeta, que hablaba también de los gondoleros, de Pinocho, de Dickens, de Mark Twain, de Fígaro, de Marconi… Era el Papa que ofrecía “migajas” de la mejor catequesis y que destilaba el inconfundible aroma de la frescura evangélica, de la verdad desde la sencillez, del amor desde la humildad.
Su mismo curriculumn vitae lo presentaba como un eclesiástico de provincias, bien preparado, curtido en la pastoral y en el gobierno, con alguna escasa experiencia internacional, bien valorado y querido por sus hermanos obispos de Italia y, sobre todo, por sus fieles. Pero ¿iba a ser, como Juan XXIII, el párroco del mundo o la cruz se iba a instalar en su ministerio hasta nublar su sonrisa, como aconteciera con Pablo VI? Tiempo a tiempo –pensábamos- mientras él mismo decía de sí que era como un pobre gorrión que, en la última rama del árbol, no hace más que piar, diciendo algún que otro pensamiento sobre temas complejísimo, y mientras comenzaban a su discurrir sus primeros… y últimos días.
Y es que la mayor de las sorpresas nos la deparó Juan Pablo I tan solo treinta y tres días después de su llegada: en la noche del jueves 28 de septiembre fallecía de fulminante ataque de corazón. Después se supo que su salud era muy precaria, aun cuando tanto y tan innecesariamente se ha fabulado sobre su muerte. Cuando a primera hora del viernes 29 de septiembre de 1978 se supo su muerte, la catolicidad y el mundo entero quedaron consternados. En un mes Juan Pablo I había llegado al corazón de la humanidad, su sonrisa había llenado de esperanza a tantos. Y su muerte era un mazazo doloroso, un acontecimiento imprevisto e imprevisible, un indescifrable y alertador signo.
En los Dolomitas
Albino Luciani nació en Forno di Canale (en la actualidad, Canale D´Agordo) el 17 de octubre de 1912. Ese mismo día, por peligro inminente de muerte, fue bautizado por la asistente sanitaria de su alumbramiento. Dos días después, recibió en la parroquia el resto de los ritos bautismales. La tierra de Luciani se halla en la región italiana del Véneto, en Belluno, muy cerca de la cadena montañosa de los Dolomitas. Inicia sus estudios a los seis años. El 26 de septiembre de 1919 recibe el sacramento de la confirmación. En 1923 ingresa en el seminario menor de Feltre y cinco años después en el seminario mayor de Belluno. El 2 de febrero de 1935 es ordenado diácono y el 7 de julio de aquel mismo año es ordenado sacerdote.
Los dos primeros años de su ministerio sacerdotal los pasa en Belluno y en Canale D´Agordo, dedicado a la pastoral parroquial y a la enseñanza, mientras que en los diez años siguientes es formador y profesor del seminario de Belluno a la par que estudia Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. “El origen del alma humana en la teología de Antonio Rosmini” es el título de su tesis doctoral, defendida el 27 de febrero de 1947 y publicada tres años más tarde. Entre 1947 y 1958 sirve en la curia diocesana de Belluno, en los más destacados cargos, es canónigo de la catedral y director del secretariado de Catequesis. Publica su primer libro: “Catequesis en migajas”.
Obispo también en el Véneto
El 15 de diciembre de 1958 es nombrado obispo por el Papa Juan XXIII, quien personalmente le confiere el orden episcopal en la basílica romana de San Juan de Letrán doce días después. Durante once años es obispo de la diócesis de Vittorio Veneto. Son años de visitas pastorales, de participación en el Concilio Vaticano II y del primero de sus viajes internacionales con destino a la misión diocesana de Vittorio Veneto en Burundi.
El Papa Pablo VI lo traslada a Venecia, capital, capital del Véneto. El nombramiento para Luciani de la sede patriarcal de San Marcos se hace público el 15 de diciembre de 1969. Durante nueve años será el pastor de la histórica diócesis y de la romántica ciudad de los canales y de las góndolas sobre el Adriático, que antes habían ocupado, ya en el siglo XX, Giuseppe Sarto y Angelo Giuseppe Roncali, posteriormente los respectivos Papas Pío X y Juan XXIII. También la visita pastoral será una de sus principales ocupaciones.
De 1972 a 1975 será vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, por votación de sus miembros. Realiza asimismo viajes a Suiza, Alemania, Yugoslavia y Brasil y participa en las Asambleas Generales Ordinarias del Sínodo de los Obispos de 1971, 1974 y 1977, dedicadas respectivamente al ministerio sacerdotal y la justicia en el mundo, la evangelización y la catequesis.
El 16 de septiembre de 1972 el Papa Pablo VI realiza una visita apostólica a Venecia. En plena de plaza de San Marcos, abarrotada de fieles, el Papa Montini se quita su estola pontificia y se la coloca al patriarca Luciani, en su premonitorio gesto de amistad y confianza. Meses después –el 5 de marzo de 1973- es creado cardenal. En enero de 1976 publica su libro “Ilustrísimos señores”, una deliciosa colección de cartas dirigidas a personajes históricos y de ficción, que alcanzaría gran difusión internacional tras su elección papal.
El 10 de agosto de 1978, tras la muerte cuatro días antes de Pablo VI, viaja a Roma para los funerales del Papa y posterior cónclave. Ya no regresaría jamás a Venecia ni a su Belluno natal. Ya no saldría de Roma: el 26 de agosto es elegido Papa, el 3 de septiembre es la celebración oficial del comienzo de su ministerio apostólico petrino y en la noche del 28 al 29 de septiembre, fallece en la noche y de repente.
Su memoria y su legado, treinta años después
Con un pontificado tan efímero e inédito, su figura es, sobre todo, la de un símbolo, la de un estilo, la de una profecía. Juan Pablo I fue el Papa de la sonrisa para una Iglesia y un mundo que necesitaban de ella. Juan Pablo I fue el Papa de la sencillez evangélica: el primer Papa contemporáneo en abandonar, por ejemplo, el “nos” mayestático, la silla gestatoria y la tiara (Pablo VI fue coronado, pero donó la corona a los pobres del mundo). Fue el Papa catequista, concreto, sencillo, directo al corazón. Fue, por todo ello, Papa de esperanza y el Papa que cedió el paso –quizás misterio y prodigioso signo de la Providencia- a su sucesor, Juan Pablo II el Magno, el Papa quien, de alguna manera y de tantos modos, “revolucionó” y modernizó definitivamente el pontificado romano.
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CARTA A JUAN PABLO I, SEMANAS DESPUÉS DE SU MUERTE DE HACE TREINTA AÑOS
(Reproduzco también un artículo que escribí hace treinta años, semanas después de la muerte del Papa Juan Pablo I. Fue publicado en la Hoja diocesana “El Eco” de Sigüenza-Guadalajara con fecha 12 de noviembre de 1978.) Jesús de las Heras Muela
Querido Juan Pablo I, Ilustrísimo Señor:
Estoy leyendo tu “Ilustrísimos señores”, ¿sabes? Y a medida que paso las páginas y leo las cartas siento una gran emoción, una inmensa alegría y un enorme agradecimiento. Y también unas tremendas ganas de emularte y de dirigirte hoy a ti una carta. Además te escribo el día de la solemnidad de Todos los Santos… Luego te diré.
Una muerte imposible
¿Y qué contarte ahora, Ilustrísimo señor, querido y efímero Papa de la sonrisa? Bueno, te podría decir, en primer lugar, que nos diste un gran disgusto cuando nos abandonaste, tendido en el lecho, sonriente, y en espera del alba. Yo no me lo podía creer al día siguiente.
-- “¿Cómo que se ha muerto el Papa? Eso fue el mes pasado”, le dije a mi madre cuando al levantarme me dio la noticia.
Sí, tú muerte me parecía imposible, absurda. Incluso pensé que cómo Dios había podido tolerarlo. Ya sabes: cuando las cosas no salen como nosotros queremos, le preguntamos a Dios los por qué.
Y es que eras apenas Pedro, apenas una esperanza, apenas una sonrisa, apenas un mes, apenas unas cuantas alocuciones y catequesis –eso sí, sobre todo, catequesis: se te veía madera de extraordinario catequista-, apenas, apenas… y ya habías logrado cautivarnos a todos.
Tu historia en el pontificado estaba empezando a escribirse con trazos de esperanza, de sencillez y de alegría. Nos las prometíamos felices. Pero tú te fuiste, casi, casi como llegaste: quedamente, de sorpresa, de puntillas y con una sonrisa a flor de labios que iluminaba –cuenta- tu rostro y ponía alegría y alegría en el corazón de los hombres en medio de la desolación.
Un gorrión en la última rama del árbol
Se no había muerto el Papa de la sonrisa. El Papa que escribía a Pinocho y a Jesús; el Papa que habló de que Dios es padre y madre a la vez; el Papa que decía de sí mismo que era como un pobre gorrión que, en la última rama del árbol, no hace más que piar, diciendo algún que otro pensamiento sobre temas complejísimo. Y ese eras tú; antes Albino Luciani, ahora Juan Pablo I. Y tú había marchado
También te podría decir que la Iglesia quedó más huérfana que nunca, más triste que nunca. Que a todos se nos congeló la sangre. Y que todos tardamos un poco más de lo habitual en hacer cábalas y poner y quitar pétalos a la inevitable “rosa de los Papables”. También hubo quien habló de tu muerte y dijo cosas raras, más absurdas todavía. Y en el fondo de los corazones había dolor, había tristeza, mientras que tú, con su sonrisa postrera, nos hablabas de todo ello de fe, de esperanza, de amor… De sonrisa.
Y te enterraron. Fue el día de San Francisco de Asís, el 4 de octubre. No podía ser otra fecha: el patrono de los sencillos y los humildes que guiaba así a la Casa del Padre. El “poverello”, tu “poverello”, el de la hermana vida y el de la hermana muerte, el del hermano sol y la hermana luna, el hermano mayor de los humildes, tu hermano, pues, querido Juan Pablo I, Pedro apenas.
Y te enterraron, sí. Aquel día llovía sobre Roma. El día que te eligieron Papa, la tarde del sábado 26 de agosto, era un día luminoso, como lo fue la mañana del domingo 3 de septiembre, en que comenzabas tu ministerio en la Plaza de San Pedro de Roma. ¿Qué pensarías el 26 de agosto, el 3 de septiembre? ¿Qué pensarías? ¿Qué pensarías en la noche del jueves 28 de septiembre cuando llegó tu hora? Sonreías.
La Iglesia vuelve a sonreír
Y los días pasaron. Las fechas se acercaban. Los nombres de tus posibles sucesores comenzaron a sonar. La vida no se detiene. Se buscaba un pastor que supiera sonreír, esperar y amar como tú. El 14 de octubre los cardenales se reunieron, de nuevo, en cónclave. Dos días después, a las 18,18 horas, una bocanada de aire puro y blanco surcaba el cielo de Roma. ¡Habemus Papam! Media hora después el nombre de la persona que era y que sería: Cardenal Karol Wojtyla, Papa Juan Pablo II. Pasadas las siete y cuarto, más o menos a la misma hora de tu elección mes y medio antes, aparecía en el balcón central de la basílica vaticana el nuevo Papa. Saludaba y bendecía al mundo. También sonreía, aun preso de la conmoción fruto de la elección. Ya tenías sucesor. Ya teníamos Papa.
Y quizás nos olvidamos de ti. El ritmo acelerado de la actualidad y de la vida parecía reclamarlo, aun cuando siempre quedaba la duda: ¿Por qué? ¿Por qué dos elecciones papales en mes y medio? ¿Está diciéndonos algo el Señor? Dios siempre habla. Y nos olvidamos de ti, aunque a algunos les dio por la martingala de hacer cábalas sobre tu muerte… En cualquier caso, ¿sabes?, Juan Pablo II también sonreía, esperaba, amaba y llenaba el corazón de alegría.
Al paraíso
Y hoy, querido Juan Pablo I, leyendo tus cartas, mi pensamiento se vuelve a ti. Además –ya te lo dije antes- hoy 1 de noviembre de 1978. Ya habrías cumplido 66 años. Ahora lo cumples en el cielo. Porque hoy, 1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos, es tu fiesta. Seguro.
Y es que, Ilustrísimo señor, querido Juan Pablo I, apenas Pedro, a ti se puede aplicar aquello que cuentas en la página 186 de tu libro. Es la carta que diriges a Santa Teresita de Lisieux. Trata de un irlandés que estaba dudando ante su salvación y cuando se presentó a Cristo y le trajo el bagaje de su vida, el Señor le dijo:
-- “… estaba triste, decaído, postrado, y tu viniste a verme y me contaste unos chistes que me hicieron reír y me devolvieron el ánimo. ¡Al paraíso!”.
Pues eso, querido Juan Pablo I, ilustrísimo señor, durante al menos treinta y tres días le diste a este mundo nuestro, tantas veces triste y decaído, esperanza, alegría y… un sonrisa. ¡Al paraíso!
Jesús de las Heras Muela
Director de Ecclesia
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