miércoles, 13 de agosto de 2008

Paulo VI y Atenagoras I - Declaración conjunta


La declaración conjunta de S. S. Pablo VI y de S. S. el Patriarca Atenágoras I

fue leída en francés en la sesión pública conciliar del 7 de diciembre y al mismo tiempo

en el Fanar del Patriarcado de Constantinopla.


Llenos de agradecimiento hacia Dios por la gracia que, en su misericordia les otorgó de encontrarse fraternalmente en los sagrados lugares en los que, por la muerte y la resurrección de Cristo, se consumó el misterio de nuestra salvación y por la efusión del Espíritu Santo, nació la Iglesia, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I, no han olvidado el proyecto que cada uno por su parte concibió en aquella ocasión de no omitir en adelante gesto alguno de los que inspira la caridad y que sean capaces de facilitar el desarrollo de las relaciones fraternales entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, inauguradas en esa ocasión. Están persuadidos de que de esta forma responden al llamamiento de la gracia divina que mueve hoy a la Iglesia Católica Romana y a la Iglesia Ortodoxa y a todos los cristianos a superar sus diferencias a fin de ser de nuevo "uno" como el Señor Jesús lo pidió para ellos a su Padre.

Entre los obstáculos que entorpecen el desarrollo de estas relaciones fraternales de confianza y estima figura el recuerdo de las decisiones, actos e incidentes penosos que desembocaron en 1054, en la sentencia de excomunión pronunciada contra el patriarca Miguel Cerulario y otras dos personalidades por los legados de la sede romana, presididos por el Cardenal Humberto, legados que fueron a su vez objeto de una sentencia análoga por parte del patriarca y el sínodo constantinopolitano.

No se puede hacer que estos acontecimientos no hayan sido lo que fueron en este período particularmente agitado de la historia. Pero hoy, cuando se ha emitido sobre ellos un juicio más sereno y justo, es importante reconocer los excesos con que han sido enturbiados y que han dado lugar ulteriormente a consecuencias que, en la medida en que nos es posible juzgar de ello, superaron las intenciones y previsiones de sus autores, cuyas censuras se referían a las personas en cuestión y no a las Iglesias y no pretendían romper la comunión eclesiástica entre las sedes de Roma y Constantinopla.

Por eso, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I y su Sínodo, seguros de expresar el deseo común de justicia y el sentimiento unánime de caridad de sus fieles y recordando el precepto del Señor: "Cuando presentas tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt. 5, 23-24), declaran de común acuerdo:

LAMENTAR LAS PALABRAS OFENSIVAS, LOS REPROCHES INFUNDADOS Y LOS GESTOS CONDENABLES

que de una y otra parte caracterizaron a acompañaron los tristes acontecimientos de aquella época.

Lamentar igualmente y borrar de la memoria y de la Iglesia

las sentencias de excomunión que les siguieron y cuyo recuerdo actúa hasta nuestros días como un obstáculo al acercamiento en la caridad relegándolas al olvido.

Deplorar, finalmente, los lamentables precedentes y los acontecimientos ulteriores que, bajo la influencia de diferentes factores, entre los cuales han contado la incomprensión y la desconfianza mutua, llevaron finalmente a la ruptura efectiva de la comunión eclesiástica.

El Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I con su Sínodo son conscientes de que este gesto de justicia y perdón recíproco no puede bastar para poner fin a las diferencias antiguas o más recientes que subsisten entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla y que, por la acción del Espíritu Santo, serán superadas gracias a la purificación de los corazones, al hecho de deplorar los errores históricos y una voluntad eficaz de llegar a una inteligencia y una expresión común de la fe apostólica y de sus exigencias.

Sin embargo, al realizar este gesto, esperan sea grato a Dios, pronto a perdonarnos cuando nos perdonamos los unos a los otros y esperan igualmente que sea apreciado por todo el mundo cristiano, pero sobre todo por el conjunto de la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, como la expresión de una sincera voluntad común de reconciliación y como una invitación a proseguir con espíritu de confianza, de estima y de caridad mutuas, el diálogo que no lleve con la ayuda de dios a vivir de nuevo para el mayor bien de las almas y el advenimiento del Reino de Dios, en la plena comunión de fe, de concordia fraterna y de vida sacramental que existió entre ellas a lo largo del primer milenio de la vida de la Iglesia.

7 de Diciembre de 1965


Memoria y gratitud a los treinta años de la muerte del Papa del diálogo

En la tarde del domingo 6 de agosto de 1978, en Castelgandolfo y casi por sorpresa, fallecía el Papa Pablo VI, tras algo más de quince años de abnegado, espléndido, complejo y debatido ministerio apostólico petrino. Cuarenta días después habría cumplido 81 años.

Nacido el 26 de septiembre de 1896 en la localidad de Concesio, junto a Brescia, en la región norteña de Italia de la Lombardía, era sacerdote desde 1920, obispo desde 1954 y cardenal desde 1958. Durante más de treinta años sirvió en la Curia Romana en altas responsabilidades, a la par que atendía a los jóvenes universitarios de la FUCI. Trabajó también en el cuerpo diplomático de la Santa Sede y durante nueve años fue arzobispo de Milán, donde se le conocía como “el arzobispo de los obreros”. Renunció en 1952 a púrpura cardenalicia y fue “papabile” antes incluso de ser cardenal. Fue bautizado en las aguas del bautismo con los nombres de Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini Alghisi. Es siervo de Dios y ojalá pronto que la Iglesia lo tenga entre sus beatos y santos.

Nacido para ser Papa

Pocas personas como él habían sido “pensadas” y preparadas a lo largo de su vida para asumir este servicio, habían nacido para ello, ya desde su cuna, con su padre abogado, periodista y político democristiano, con su madre moderna, culta y católica cabal. Desde años antes a su elección pontificia, Montini ofrecía ya el perfil del Sucesor de Pedro, al que le capacitaban, sin duda, hasta su mismo porte y elegancia externa e interna, con aquella mirada honda, pensativa y bondadosa. Y, sobre todo, le capacitaban su espléndida formación eclesiástica y humana; su fina y serena inteligencia; su cultura amplia, abierta y cosmopolita, de impronta francesa, moderna y fiel; su honda piedad y vida interior; o sus muchos años de quehacer en la Curia Romana, completados con nueve magníficos y emprendedores años como arzobispo de Milán, la más poblada diócesis de toda la Iglesia Occidental.

De él se podía decir, sí, que había nacido para ser Papa. Y lo fue en tiempos esperanzadores y turbulentos. Fue el Papa para una modernidad compleja, cambiante y hasta imprevisible y contradictoria, tan amada y esperada en demasía por unos como temida y denostada en exceso por otros. Fue el Papa del Concilio Vaticano II y de toda su carga de renovación y de reforma. Fue el Papa del primer postconcilio, tantas veces hermoso, tantas veces traumático. Fue el Papa del diálogo. Fue el Papa del hombre, siempre en su escucha y a su servicio, siempre atento a los signos de los tiempos y a los problemas e inquietudes que se abatían sobre una humanidad magnífica y atormentada, que ya empezaba a mostrar inequívocos síntomas de fragmentación, de cambio y ruptura.

“Vocabor Paulus” (“Me llamaré Pablo”)

Fue el Papa Pablo –nombre elegido por Montini al calzar las sandalias del Pescador, bien sabedor de lo que este nombre significaba en honor y memoria de San Pablo, el apóstol de las gentes y de los gentiles, el heraldo de Jesucristo- , el Papa evangelizador, consciente de la necesidad de recorrer todos los caminos del hombre y de la Iglesia, todos los caminos de un mundo que ya no era ni mucho menos uniforme, consciente de la necesidad de hacerse presente él y con él toda la Iglesia en sus distintos areópagos. Fue un Papa amado y también criticado, dolorosa e injustamente criticado tantas veces. Como aquella campaña que lo presentaba en nuestro país como antiespañol cuando lo cierto es que la historia le reserva un puesto de honor entre los grandes artífices de nuestra transición a la democracia.

La historia lo ha situado entre dos gigantes: el profeta, el carismático, el popular Juan XXIII –todavía y ya para siempre el Papa bueno- y él no menos carismático y popular Juan Pablo II el Grande, el atleta de Dios, el Papa más mediático de la historia, el Papa de los récord, el Papa de las excepcionalidades, el Papa del pueblo. Y entre estos gigantes, Pablo VI no palidece –no puede palidecer-, sino que conserva su puesto y su identidad.

Timonel audaz y prudente

Treinta años después de su muerte, la memoria de Pablo VI obliga al reconocimiento y a la gratitud porque supo ser, en medio de bonanzas y de tempestades, el timonel audaz y prudente que la nave de la Iglesia requería. Porque supo ser el Papa atento y siempre en escucha y en diálogo. Porque supo combinar renovación con fidelidad, aunque tantos le urgieran pisar más el freno o pisar más el acelerador. Porque, en suma, supo pastorear al rebaño confiado siguiendo la estela del Buen Pastor, buscando a las ovejas pérdidas sin descuidar a las que permanecían junto a la grey, aun cuando otros pensaran y actuaran de otra manera. Porque supo amar a Jesucristo y seguirle con la cruz a cuestas en quince vertiginosos y arduos años en que fue su Vicario en la tierra, en que fue el Dulce Cristo entre los hombres.

¿Progresista o conservador? ¿Firme o dubitativo? ¿Entusiasta del Vaticano II o atrapado por su legado? Pablo VI fue, ante todo, un hombre de Iglesia, un hijo fiel de la Iglesia y un padre para todos desde la fidelidad y la renovación, los dos quicios permanentes e inexcusables de la verdadera Iglesia. La gracia de Dios –nos recordaba el pasado domingo el Papa Benedicto XVI- no fue vana en él. Y así supo hacer prestar su aguda inteligencia al servicio de la altísima misión encomendada, amando apasionadamente a Jesucristo y a los hombres de su tiempo.

Un magisterio vivo e interpelador

Siete encíclicas, diecisiete constituciones apostólicas, diez exhortaciones apostólicas, sesenta y una cartas apostólicas, cuarenta y dos motu proprio y nueve viajes internacionales son, junto a su estilo y talante, el legado vivo e interpelador del Papa Montini. “Gaudete in Domino”, “Marialis cultus”, “Octogesima adveniens”, “Humanae vitae”, “Sacerdotalis coelibatus”, “Mysterium fidei”, “El Credo del Pueblo de Dios” y, sobre todo, “Ecclesiam suam”, “Populorum progressio” y “Evangelii nuntiandi” siguen siendo documentos imprescindibles no solo para conocer y entender su pontificado y la vida de la Iglesia en estas últimas cuatro décadas, sino también para que la Iglesia del alba del siglo XXI siga ofreciendo su genuino servicio evangelizador y de búsqueda del hombre –de todo hombre- y de la cultura de su tiempo.

Junto a ello, Pablo VI desplegó una intensa actividad reformadora en la liturgia, en el seno de la Curia Romana y del Colegio Cardenalicio, en la puesta en marcha de algunas propuestas del Vaticano II en pro de la colegialidad y la comunión –los Sínodos, las Conferencias Episcopales…-, en el inquebrantable compromiso ecuménico, de sus acciones y de sus gestos, en la catequesis…

Al hacer memoria de sus viajes apostólicos –el fue el primer Papa peregrino, el primer Papa itinerante y viajero-, llama la atención comprobar sus destinos, marcados por tres prioridades: la misión (India, Colombia, Uganda, Filipinas, Oceanía), la unidad de los cristianos y el diálogo interreligioso (Tierra Santa, Turquía, Ginebra) y la paz y la justicia social (la sede de la ONU, Uganda, Asia Oriental).

La Iglesia y el hombre, sus pasiones

Desde Jesucristo y en Jesucristo -“In nomine Domini” (“En el nombre del Señor”), como rezaba su lema episcopal y pontificio- , la Iglesia y el hombre fueron sus dos grandes amores, sus dos pasiones: “Ruego al Señor –escribía en las vísperas de su muerte- hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre”. Y ampliaba su discurso y sus sentimientos con estas otras palabras: “Oh hombres, comprendedme, os amo a todos en la efusión del Espíritu… Así os miro, os saludo, así os bendigo. A todos”. Por ello, con palabras de su sucesor, el Papa Juan Pablo II, vaya nuestro reconocimiento: “Por el inestimable legado de magisterio y de virtud que Pablo VI ha dejado a los creyentes y a toda la humanidad, alabemos al Señor con sincera gratitud. A nosotros nos toca ahora atesorar tan sabia herencia”.

Y es que, más allá de tópicos, estereotipos, simpatías o antipatías, treinta años después de su muerte, tampoco su legado cabe en una sepultura, como él mismo dijera de la herencia recibida de Juan XXIII.

* * * * * * *

(Con fecha de 5 de agosto de 1979 la Hoja diocesana de Sigüenza-Guadalajara “EL ECO” publicada la siguiente carta mía al Papa Pablo VI con motivo del primer aniversario de su fallecimiento. Tenía yo entonces veinte años y era todavía seminarista… y de provincias. Acabo ahora de releer la carta y redescubro su vigencia, tantos años después. Por ello, la transcribo literalmente y la ofrezco como homenaje al Papa Montini, ahora en el trigésimo aniversario de su Pascua.)


Querido Pablo VI:

Recuerdo el día –mejor, la noche- en nos dejaste. Era un caluroso domingo. Recuerdo que por la mañana de ese mismo día un sacerdote me había dicho te morías en este verano; a mi me pareció muy precipitado. No había ningún síntoma que predijera un final tan rápido…

Por la noche, a eso de las diez, mientras yo paseaba por la alameda seguntina, explotó un bombazo: ¡Ha muerto el Papa! ¡Ha muerto Pablo VI! No me lo creía. Creía que era rumor, una falsa noticia. Pero no. Era verdad. Acababas de morir. Tu corazón, tu sensible y enamorado corazón, se acababa de romper en un atardecer de verano, acompañado tan solo del cariño y del calor de unos pocos. Era el día de la Transfiguración del Señor, una de tus fiestas litúrgicas preferidas.

Recuerdos de una noche de verano

Recuerdo también como aquella misma noche, a las 11, subí a mi parroquia seguntina y toqué a unción por ti. Recuerdo como al día siguiente busqué ávido la prensa para poder leer sobre ti. Recuerdo también tu impresionante funeral y el grandioso aplauso con que despidieron al tan sobrio ataúd que portaba tu frágil cuerpo ya sin vida, y que a mi -y que a tantos- me estremeció. Y también recuerdo, con un poco de dolor, como tan pronto nos dio a todos por componer la Rosa de los Papables. Todavía conservo mis apuntes, mis recortes y hasta mis crónicas inéditas de aquellos días…

Yo nací a los dos meses de la elección del Papa Juan. Pero de él apenas recuerdo nada. Sí recuerdo el día que se murió y sus vísperas. Recuerdo haber comido en uno de esos días en casa de mi abuelo Victoriano y escuchar las noticias de las dos –“El Parte”- de Radio Nacional de España, abriendo sus contenidos con la información de la agonía del Papa bueno. Recuerdo como –creo que era al mediodía de una jornada de junio- yo estaba jugando en el patio de la catedral de Sigüenza y la campana gorda de la catedral seguntina tañió con sus mejores y más solemnes sones a la hora de su muerte. Tenía yo cuatro años y medio… De bastantes cosas me acuerdo, pues. Por ello, tú, querido Pablo VI, has sido hasta ahora para mi el Papa.

Y han pasado los años y tú ya has desaparecido, aunque permaneces tan vivo en nuestra memoria. Por eso, en el primer aniversario de tu muerte, permíteme que reflexione en voz alta y sin especiales pretensiones -quizás con osadía- sobre lo que podíamos llamar las claves de tu pontificado.

Claves de un pontificadoImage

Pues bien, la primera de estas claves es la de reconocer que recibías una hermosa y voluminosa herencia que tú mismo te apresuraste a decir que no podía ser enterrada en la tumba de Juan XXIII. Y por si esto fuera poco recibías además la herencia complicada de llegar al corazón de los hombres como Juan XXIII llegó, con aquella bondad y sencillez que tanto cautivaron y siguen cautivando a nuestro mundo. Pero la herencia que más pesaba sobre tus curtidas y, a la vez, endebles espaldas era la del Concilio Vaticano II. Tenías, como ya dijo Juan XXIII, que abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que entrasen el aire y la brisa sobre los enmohecidos papeles. Tenías que presentar a la Iglesia católica en todo su esplendor, sin manchas, sin arrugas, para poder así ofrecerla mejor a los hermanos separados y a todo el mundo como la Iglesia de Cristo, como también había querido tu antecesor. Tenías que rejuvenecerla, hacerla más atractiva –conservando su verdad y su identidad- y presentarla renovada al hombre y al mundo contemporáneo. Y era una tarea grandiosa, pero espinosa y difícil. Y aquí tenemos la segunda clave de tu pontificado: tenías, sí, que reforma la Iglesia, bajo los imperativos del Vaticano II, pero reformarla como la Iglesia debía ser reformada.

Y el mundo y la misma catolicidad tomaron posición ante esa reforma. Y tú, querido Pablo VI, empezaste a padecer y a ser incomprendido: unos querían la Iglesia del siglo XIX y otros la del siglo XXI. Y empezó tu Calvario, comenzó tu Pascua. Fuiste signo de contradicción, la tercera de las claves de tu pontificado. Las críticas comenzaron a surgir y fuiste, como escribió un gran sacerdote y periodista, el primer Papa de la historia de la Iglesia “devorado, desgarrado por sus propios hijos”. Se te acusó de todo: de frío, de altivo, de dubitativo, de traidor, de distante, cuando tu corazón era sensible, tierno, receptivo y dispuesto a amar hasta el límite. Decían de ti que estabas solo en medio de los gélidos mármoles del Vaticano. Y cuentan que tu sonrisa empezó a nublarse; que tus pies apenas se movían ya; que tu rostro traslucía angustia… Y que corazón –eso sí- seguía amando, cada vez más.

Abrazado a la cruz

Y tú, querido Pablo VI, unido, abrazado a tu cruz –a tu báculo pastoral en forma de cruz-, seguías caminando. Tu magisterio era riquísimo, hermoso, lleno de frescura, autentica y apasionada exposición de la fe y de la moral que hoy la Iglesia quiere mostrar como un inapreciable tesoro. Y gobernabas la nave de la Iglesia como timonel audaz y prudente en medio de bonanzas y tempestades.

He dicho, Santo Padre Pablo VI, que fuiste criticado. También amado. Y hoy –un año después de tu muerte- todavía eres amado y criticado. De nuevo, las críticas llegan desde los distintos signos y posicionamientos. Pero la voz, la más autorizada de las voces que está constantemente elogiando tu papado y tu persona es la de tu sucesor, el Papa Juan Pablo II. Como botón de muestras, leamos en su encíclica “Redemptor hominis”:

“(de Pablo VI)… no ceso de dar gracias a Dios por este gran Predecesor mío y verdadero Padre… Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad, contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la Iglesia” (RH, 12 y 14).

Me he alargado mucho, querido Pablo VI. Hay que acabar ya. Para ello, voy a resumir las ideas, los pensamientos y los sentimientos de esta carta en estas palabras: Has sido, querido Pablo VI, un gran hombre, un gran cristiano, un gran Papa y también estoy seguro que un santo. Por todo esto, gracias, muchas gracias.

viernes, 18 de julio de 2008

Discurso del Santo Padre en la acogida a las JMJ de Australia

Muelle Barangaroo, Sydney
Jueves 17 de julio de 2008


Queridos jóvenes:

Es una alegría poderos saludar aquí, en Barangaroo, a orillas de la magnífica bahía de Sydney, con el famoso puente y la Opera House. Muchos sois de este País, del interior o de las dinámicas comunidades multiculturales de las ciudades australianas. Otros venís de las islas esparcidas por Oceanía, y otros de Asia, del Oriente Medio, de África y de América. En realidad, bastantes de vosotros viene de tan lejos como yo, de Europa. Cualquiera que sea el País del que venimos, por fin estamos aquí, en Sydney. Y estamos juntos en este mundo nuestro como familia de Dios, como discípulos de Cristo, alentados por su Espíritu para ser testigos de su amor y su verdad ante los demás.

Deseo agradecer a los Ancianos de los Aborígenes que me han dado la bienvenida antes de subir al barco en la Rose Bay. Estoy muy emocionado al encontrarme en vuestra tierra, conociendo los sufrimientos y las injusticias que ha padecido, pero consciente también de la reparación y de la esperanza que se están produciendo ahora, de lo cual pueden estar orgullosos todos los ciudadanos australianos. A los jóvenes indígenas –aborígenes y habitantes de las Islas del Estrecho de Torres– y Tokelauani les doy las gracias por la conmovedora bienvenida. A través de vosotros envío un cordial saludo a vuestros pueblos.

Señor Cardenal Pell, señor Arzobispo Mons. Wilson: os doy las gracias por vuestras calurosas expresiones de bienvenida. Sé que vuestros sentimientos resuenan también en el corazón de los jóvenes reunidos aquí esta tarde y, por tanto, doy las gracias a todos. Veo ante mí una imagen vibrante de la Iglesia universal. La variedad de Naciones y culturas de las que provenís demuestra que verdaderamente la Buena Nueva de Cristo es para todos y cada uno; ella ha llegado a los confines de la tierra. Sin embargo, también sé que muchos de vosotros estáis aún en busca de una patria espiritual. Algunos, siempre bienvenidos entre nosotros, no sois católicos o cristianos. Otros, tal vez, os movéis en los aledaños de la vida de la parroquia y de la Iglesia. A vosotros deseo ofrecer mi llamamiento: acercaos al abrazo amoroso de Cristo; reconoced a la Iglesia como vuestra casa. Nadie está obligado a quedarse fuera, puesto que desde el día de Pentecostés la Iglesia es una y universal.

Esta tarde deseo incluir también a los que no están aquí presentes. Pienso especialmente en los enfermos o los minusválidos psíquicos, a los jóvenes en prisión, a los que están marginados por nuestra sociedad y a los que por cualquier razón se sienten ajenos a la Iglesia. A ellos les digo: Jesús está cerca de ti. Siente su abrazo que cura, su compasión, su misericordia.

Hace casi dos mil años, los Apóstoles, reunidos en la sala superior de la casa, junto con María (cf. Hch 1,14) y algunas fieles mujeres, fueron llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). En aquel momento extraordinario, que señaló el nacimiento de la Iglesia, la confusión y el miedo que habían agarrotado a los discípulos de Cristo, se transformaron en una vigorosa convicción y en la toma de conciencia de un objetivo. Se sintieron impulsados a hablar de su encuentro con Jesús resucitado, que ahora llamaban afectuosamente el Señor. Los Apóstoles eran en muchos aspectos personas ordinarias. Nadie podía decir de sí mismo que era el discípulo perfecto. No habían sido capaces de reconocer a Cristo (cf. Lc 24,13-32), tuvieron que avergonzarse de su propia ambición (cf. Lc 22,24-27) e incluso renegaron de él (cf. Lc 22,54-62). Sin embargo, cuando estuvieron llenos de Espíritu Santo, fueron traspasados por la verdad del Evangelio de Cristo e impulsados a proclamarlo sin temor. Reconfortados, gritaron: arrepentíos, bautizaos, recibid el Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-38). Fundada sobre la enseñanza de los Apóstoles, en la adhesión a ellos, en la fracción del pan y la oración (cf. Hch 2,42), la joven comunidad cristiana dio un paso adelante para oponerse a la perversidad de la cultura que la circundaba (cf. Hch 2,40), para cuidar de sus propios miembros (cf. Hch 2,44-47), defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33) y curar a los enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de Cristo mismo, partieron dando testimonio del acontecimiento más grande de todos los tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino ha entrado en la historia humana para poder transformarla, y que estamos llamados a empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el mal y la muerte. En su famoso discurso en el areópago, San Pablo presentó su mensaje de esta manera: «Dios da a cada uno todas las cosas, incluida la vida y el respiro, de manera que todos lo pueblos pudieran buscar a Dios, y siguiendo los propios caminos hacia Él, lograran encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).

Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos pioneros –sacerdotes, religiosas y religiosos– que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes –algunos incluso con apenas veinte años– y, cuando saludaron para siempre a sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas. Se convirtieron en humildes pero tenaces constructores de gran parte de la herencia social y espiritual que todavía hoy es portadora de bondad, compasión y orientación a estas Naciones. Y fueron capaces de inspirar a otra generación. Esto nos trae al recuerdo inmediatamente la fe que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su neta determinación de educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot en su firme convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse siempre al Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres, vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho innumerables sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os tienen. Ellos, con apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra parroquia, tienen la tarea, no siempre fácil pero sumamente gratificante, de guiaros hacia todo lo que es bueno y verdadero, mediante su ejemplo personal y su modo de enseñar y vivir la fe cristiana.

Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante dos días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los ojos de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?

Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal 8,6). ¡Qué asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio, en un espíritu de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.

Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de islas-estado, cuya existencia misma está amenazada por el aumento del nivel de las aguas; otros de naciones que sufren los efectos de sequías desoladoras. La maravillosa creación de Dios es percibida a veces como algo casi hostil por parte de sus custodios, incluso como algo peligroso. ¿Cómo es posible que lo que es «bueno» pueda aparecer amenazador?

Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación de Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas maneras, tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la aplicación hábil de la tecnología como de la creatividad plasmada en el arte. También entre vosotros hay una disponibilidad atenta para acoger las numerosas oportunidades que se os ofrecen. Algunos de vosotros destacan en los estudios, en el deporte, en la música, la danza o el teatro; otros tienen un agudo sentido de la justicia social y de la ética, y muchos asumen compromisos de servicio y voluntariado. Todos nosotros, jóvenes y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad innata de la persona humana –perceptible tal vez en el gesto de un niño pequeño o en la disponibilidad de un adulto para perdonar– nos llena de profunda alegría y gratitud.

Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural, sino también el social –el hábitat que nos creamos nosotros mismos– tiene sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en nuestra vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar hostilidades a veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es bueno, modificar lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos sido creados. Los ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más evidentes están el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e internet como una diversión. Me pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como «diversión».

Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación.

Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual. Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y con un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto hacemos nuestras opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir, en la verdad, el bien y la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os dejéis engañar por los que ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la verdad.

Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad, puede ser la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los Apóstoles llevaron hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la vida de la Iglesia. Y el ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el Bautismo.

Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P 1,4). Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido incorporados a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf. 1 Co 6,19). El Bautismo no es un logro ni una recompensa: es una gracia, es obra de Dios. Por eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a vuestros padres y a los participantes y, llamándoos por vuestro nombre, dijo: «Ya eres nueva criatura» (Ritual del Bautismo, 99).

Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los lugares de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. No estéis ante el Creador solamente llenos de estupor, alegrándoos por sus obras, sino tened presente que el fundamento seguro de la solidaridad humana está en el origen común de cada persona, el culmen del designio creativo de Dios para el mundo. Cómo cristianos, estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro humano, Jesucristo, el «camino» que colma todo anhelo humano y la «vida» de la que estamos llamados a dar testimonio, caminando siempre iluminados por su luz (cf. ibíd., 100).

La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le debe “dejar en el banquillo”, y que la religión y la fe, aunque convenientes para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente de Dios, y el debate y la política sobre el bien común se harán más a la luz de las consecuencias que de los principios enraizados en la verdad.

Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que es la humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.

Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente alerta ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura moral con la que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la dignidad innata de toda persona se apoya en su identidad más profunda –como imagen del Creador– y que, por tanto, los derechos humanos son universales, basados en la ley natural, y no algo que depende de negociaciones o concesiones, fruto de un simple compromiso? Esto nos lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad los pobres, los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz. ¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?

Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La preocupación por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado de nuestro entorno, son de vital importancia para la humanidad. Pero todo esto no se puede comprender prescindiendo de una profunda reflexión sobre la dignidad innata de toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, una dignidad otorgada por Dios mismo y, por tanto, inviolable. Nuestro mundo está cansado de la codicia, de la explotación y de la división, del tedio de falsos ídolos y respuestas parciales, y de la pesadumbre de falsas promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde se compartan los dones, donde se construya la unidad, donde la libertad tenga su propio significado en la verdad, y donde la identidad se encuentre en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu Santo. Ésta es la esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido recreados en el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la Confirmación precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste el mensaje que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.

Apprendre à faire silence

Par Anselm Grun

On peut envisager le silence sous différents points de vue : une absence de parole, une attitude intérieure de recueillement, une lutte contre ses mauvaises conduites, mais c'est aussi une attitude positive. Faire silence, en tant qu'attitude active, ne consiste pas à s'abstenir de parler et de penser, mais à renoncer à nos pensées et à notre discours. La capacité de quelqu'un à faire silence ne se mesure pas à l'importance de ses paroles, mais à son aptitude à s'oublier.

Il arrive même que quelqu'un qui se tait extérieurement, refuse parfois ce renoncement, qui est l'enjeu effectif du silence. Il se retranche dans son silence, afin d'être insaisissable ou pour esquiver le combat de la vie, afin de pouvoir s'accrocher à lui-même et à son image idéale. Pour beaucoup, le silence est une régression, un retrait dans l'irresponsabilité du sein maternel. Ce danger existe avant tout chez les jeunes gens, qui veulent se prescrire de façon prématurée le silence comme voie unique. Ils voudraient se sentir protégés dans le silence, se refusant à voir leurs rêves réprimés par la lutte de la vie. Le silence devient en ce cas un attachement obstiné à soi.

Or parler, c'est toujours s'exposer à autrui : on prête le flanc à l'attaque et les parole peuvent être objet de critique ou de moquerie. Nos paroles peuvent nous couvrir de ridicule. Bon nombre de personnes se taisent par orgueil, de peur de s'exposer. On ne peut pas renoncer à soi et à l'image qu'on a de sa perfection. Mais il vaudrait mieux courir le risque de se laisser couvrir de ridicule en s'exprimant. Si je découvre à quel point j'ai parlé de façon burlesque et si je rends grâces à Dieu d'avoir été dérisoire en parlant, je renonce vraiment à moi. Car je cesse de m'en tenir à l'image édifiante que les autres devraient se faire de moi, et je puis rendre grâces à Dieu, en reprenant les paroles du psalmiste : "(C'est) un bien pour moi que d'être affligé : apprends-moi tes volontés !" (Ps 118, 71). Je ne m'occupe pas de savoir comment j'aurais pu parler d'une autre façon qui soit plus édifiante, mais je renonce à moi et à ces images idéales, pour m'en remettre totalement à Dieu.

C'est de ce renoncement qu'il est finalement question dans le silence. Le silence, au sens de l'abandon, de la mort et de l'émigration, ne se rapporte pas seulement au discours, mais à toute notre activité. Il marque toute notre vie et serait à même de la rendre plus authentique, plus libre et plus humaine ; parce qu'il nous dépouille de tout ce qui peut altérer notre être, de ce qui menace d'étouffer le fond de notre coeur, et qui nous éloigne de cette image que Dieu a déposée en nous. Le but du silence est de nous rendre plus disponibles à Dieu, de sorte que l'Esprit divin se répande dans toutes nos entreprises, dans notre pensée et notre action. Le silence devrait nous rendre transparents à l'Esprit de Dieu, au point que Dieu puisse prendre la direction de notre vie. Ce n'est pas nous qui déterminons notre vie, vu notre étroitesse et notre égoïsme, mais c'est l'Esprit de Dieu luimême auquel dans notre silence nous nous remettons et nous nous confions. Anselm Grün, Apprendre à faire silence,

Desclée de Brouwer 2001

miércoles, 9 de julio de 2008

Expertos consideran que san Pablo estuvo en España

Conclusiones del Congreso Internacional “Pablo, Fructuoso y el cristianismo primitivo”

TARRAGONA, martes 8 de julio de 2008 (ZENIT.org).- Treinta teólogos e historiadores de Europa y América se reunieron recientemente en Tarragona (www.arquebisbattarragona.org) para estudiar si el apóstol Pablo pasó o no por España, más en concreto por la entonces "Tarraco" de Hispania, hoy Tarragona.

El congreso internacional se celebró del 19 al 21 de junio esa ciudad catalana con el tema: "Pablo, Fructuoso y el Cristianismo Primitivo en Tarragona (siglos I-VIII)".

A partir del primer testimonio escrito de la comunidad cristiana de Tarraco --las Actas del martirio de San Fructuoso, el documento más antiguo de ese tipo producido por el cristianismo en la Península ibérica--, participantes en el encuentro fundamentaron la historicidad de la predicación del apóstol Pablo en esta ciudad, la más importante de la Hispania romana.

También se pusieron sobre la mesa los argumentos de quienes se muestran escépticos ante ese viaje del apóstol. Una de las claves para dilucidar la cuestión es la Ley penal romana.

Según la legislación imperial, el César podía sentenciar a un acusado a la pena del exilio mediante la fórmula de la "deportatio" o de la "relegatio". En cualquier caso, la persona exiliada perdía sus bienes y, si era ciudadano romano, podía perder igualmente su ciudadanía.

Precisamente, la Primera carta de Clemente, que es la fuente más antigua sobre un viaje de Pablo "al límite de occidente", es decir, a Hispania, afirma que Pablo fue exiliado.

Las otras fuentes de los siglos I e II (Segunda carta de Timoteo, Actas de Pedro y Cánon de Muratori) se limitan a sugerir o a afirmar directamente que Pablo visitó Hispania.

Los precedentes de los dos hijos de Herodes, Arquelao y Antipas, que fueron exiliados en las Galias y en Hispania, refuerzan la posibilidad de que Pablo fuera igualmente condenado al exilio en un lugar de las provincias hispánicas.

La Tarraco romana, por su condición de capital de provincia y de ciudad comercial y administrativa, y por el hecho de ser el puerto natural de enlace de Hispania con Roma "tiene muchas posibilidades de ser el lugar donde Pablo fue exiliado", se lee en las conclusiones del congreso.

El profesor Rainer Riesner (Universidad de Dortmund, Alemania) resume así el debate: "Es muy probable que Pablo viajara a Hispania al final de su vida y es posible que Tarragona fuera el lugar de su estancia, dado que es la ciudad que tiene más elementos a su favor. Otros lugares de Hispania son mucho más hipotéticos".

Además, no faltan las razones teológicas a favor de la misión de Pablo en Hispania: en el capítulo 15 de la Carta a los Romanos, Pablo se presenta "como aquél que tiene que cumplir su misión de acuerdo con las profecías de Isaías, sobre todo la que se refleja en Isaías 66,19 (la llegada de la salvación a las islas lejanas)". Aquí se dice también que Pablo da por acabada su misión en Oriente y que la misión en Hispania, la más lejana de las tierras de Occidente, será "el cumplimiento definitivo del designio divino".

Por otra parte, el propio san Pablo (en 2Timoteo 4, 6-8.17-18) afirma que "El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles", afirmación que, habida cuenta de la peculiar idiosincrasia del apóstol no hubiera osado formular de no haber alcanzado todos sus objetivos, incluido el famoso viaje a Hispania".

El cristianismo aparece plenamente consolidado en Tarragona el año 259, a causa de la selectiva persecución decretada en tiempo de los emperadores Valeriano y Galiano. Al igual que el obispo de Roma, el papa Sixto, y el obispo de Cartago, San Cipriano, Fructuoso, obispo de Tarragona, cayó


víctima del decreto imperial.

De hecho, Fructuoso y sus dos diáconos Augurio y Eulogio son los protomártires hispánicos. Sus Actas martiriales dan fe de la existencia de una comunidad bien estructurada, con empuje misionero y bien aceptada por las diversas clases sociales de Tarraco.

El martirio de Fructuoso quedará reflejado en una homilía de san Agustín de Hipona y en un himno del poeta hispánico Prudencio. El testimonio martirial de Fructuoso señala un punto decisivo en el crecimiento de la Iglesia de Tarragona, observable sobre todo en los siglos IV y V.

Las basílicas y la necrópolis paleocristianas, junto con el mausoleo de Centcelles (siglo IV) muestran cómo la fe cristiana había penetrado en el tejido ciudadano y se iba convirtiendo en la creencia mayoritaria. Incluso la sede romana reconocerá -con la primera Decretal conocida- la función primacial del arzobispo de Tarragona. Además, la Iglesia de Tarragona elaborará libros litúrgicos propios durante la época visigótica como el llamado Oracional de Verona.

La investigación sobre el viaje del apóstol Pablo en Hispania permite afirmar que, "posiblemente, es una iglesia apostólica", tal y como se constató.

Este congreso se enmarca en el Año Jubilar de San Fructuoso, que terminará el 21 de enero de 2009.

Por Miriam Díez i Bosch

martes, 8 de julio de 2008

Una nota injusta

5 - 7 - 2008

En mis dudas sobre la pertinencia o no de escribir estas líneas vino en mi ayuda el poeta: «Entre el silencio y el grito, la palabra, la palabra siempre amenazada». Los sistemas rígidos fácilmente se sienten asediados y no dejan espacio para la circulación de voces diferentes en su seno. Tomar la palabra se paga caro, con la expulsión o con el ostracismo. Lo fácil entonces es el silencio obsequioso del miedo, para no crearse problemas, para no caer en desgracia, para seguir contando en el sistema; pero también surge fácil el grito, es decir, la contestación sistemática, la pataleta airada, la agresividad. El poeta reivindica la palabra razonada y libre, pese a los costes personales, responsable y consciente de las repercusiones de lo que se dice. Discrepar en la Iglesia católica de nuestros días ni es fácil, ni sale gratis, sobre todo si no aceptas encasillamientos ni banderías, cuando deseas hacerlo de forma constructiva sin que tus palabras sirvan a la creciente fractura social por motivos religiosos (laicismo militante versus catolicismo político), sino al contrario, para superar este maldito contencioso de nuestra historia.

Me permito este párrafo introductorio cuando mi intención es hacer unas reflexiones sobre la 'Nota de clarificación sobre el libro de José Antonio Pagola, Jesús. Aproximación histórica (PPC, Madrid 2007, 544pp.)' de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe publicada con la autorización de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, y dada a conocer el viernes 27 de junio. Es conocido el éxito del libro, del que se han vendido casi 50.000 ejemplares y del que se anuncia para septiembre una segunda edición, que cuenta con el 'nihil obstat' del obispo de San Sebastián y en la que el autor ha introducido algunas modificaciones en vista de las críticas recibidas. Con la brevedad y sencillez requeridas por un artículo periodístico expondré el contenido de la nota, que tiene dos partes. En la primera se critica el método y en la segunda se denuncian seis errores doctrinales.

La metodología de Pagola es la compartida por toda la investigación exegética de nuestros días y la resumo en los puntos siguientes, todos cuestionados por la Nota: a) Los evangelios son testimonios creyentes sobre Jesús, que se basan en datos históricos, pero no son crónicas históricas. b) Por eso es perfectamente legítimo analizar el valor histórico de cada escena evangélica. c) Igualmente hay que distinguir la investigación histórica sobre Jesús de la reflexión teológica y creyente sobre su persona. Pagola no sólo afirma su fe en Jesús, sino que es ella la que le mueve a embarcarse en la investigación histórica, pero metodológicamente no puede introducir la fe en su trabajo histórico. Esto no sólo es perfectamente legítimo, sino necesario en la medida en que la ineludible asunción de la razón en el seno de la fe (tema reiterado por el Papa actual) implica que la confesión cristológica acepte sin miedo alguno, al contrario, la vea como un estímulo, la investigación histórica sobre Jesús. La Nota achaca a Pagola que «parece sugerirse que para reconstruir la figura histórica de Jesús haya que prescindir de la fe». Pues sí, metodológicamente no se puede introducir la fe en el trabajo histórico. Hay que respetar la autonomía de cada ciencia, también de la historia, y ser, al mismo tiempo, bien conscientes de sus límites. La obra actual más importante sobre el Jesús histórico es la de un norteamericano católico, J. P. Meier, se titula 'Jesús, un judío marginal', y se han publicado tres gruesos tomos, que han sido traducidos al castellano. Al inicio de la obra dice lo siguiente: «En lo que sigue haré lo posible por poner entre paréntesis cuanto sostengo por fe y examinar solamente lo que se puede mostrar como cierto o probable por investigación histórica y razonamiento lógico (...) atreverme a una estricta distinción entre lo que conozco acerca de Jesús mediante estudio y raciocinio y lo que sostengo mediante la fe. Tal distinción está sólidamente arraigada en la tradición católica: por ejemplo, Tomás de Aquino distingue cuidadosamente entre lo que conocemos por razón y lo que afirmamos por fe». Pagola no hace algo diferente, y la obra de Meier goza de gran prestigio en el mundo católico y es citada como el mejor ejemplo de exégesis científica, con su méritos y limitaciones, en la selecta bibliografía que Ratzinger-Benedicto XVI incorpora al final de su obra sobre Jesús. Por ejemplo, está abierto a la discusión científica si la localización del nacimiento de Jesús en Belén responde a un interés teológico o a una realidad histórica; como lo está la historicidad de la comparecencia de Jesús ante el Sanedrín, en la pasión, escena que bien pudiera ser fundamentalmente una construcción teológica. Esto es evidente en los estudios bíblicos actuales y para nada compromete a la fe. La Nota refleja mucha ignorancia cuando echa en cara a Pagola su postura en estos dos casos, que cito sólo a modo de ejemplos.

En el aspecto metodológico la Nota achaca a Pagola que sitúa a Jesús en «un horizonte preferentemente humano» y adopta «el análisis propio de la lucha de clases». En realidad lo que hace nuestro autor es situar a Jesús en las circunstancias sociales e históricas de Palestina y del Imperio romano. La contextualización de la enseñanza y vida de Jesús es una de las grandes aportaciones de la investigación actual. Es tomarse en serio la encarnación, comprender que Jesús habla en función de unos problemas concretos y que vivió en un tiempo y en un país atravesado por enormes tensiones sociales. Pagola se basa en los estudios históricos más solventes que existen en estos momentos y no utiliza ni por asomo las categorías de lucha de clases ni de ninguna otra escuela sociológica. Jesús dice «bienaventurados los pobres y malditos los ricos» y María alaba a Dios porque «derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes. A los hambrientos colma de sus bienes y a los ricos despide con las manos vacías». ¿Demasiado fuerte? ¿Jesús, María, Lucas, que transmite estas palabras, se guían por la lucha de clases?

En resumen, la Nota en sus planteamientos metodológicos, por su forma de tratar la naturaleza de los evangelios y porque no deja espacio para su estudio crítico, responde a una actitud fundamentalista. Este documento abre un contencioso, no ya con Pagola, sino con los presupuestos básicos de los estudios bíblicos modernos, que tanto costó aceptar en la Iglesia católica y que fue uno de los signos distintivos del Vaticano II.

La antes mencionada confusión de no diferenciar el estudio histórico de Jesús de la reflexión creyente sobre su persona -ambas legítimas y necesarias- se pone de manifiesto en la Nota cuando denuncia los supuestos errores doctrinales del libro de Pagola. Y es que la divinidad de Jesús, el sentido salvífico de su muerte, su resurrección, son afirmaciones estrictamente creyentes, inasequibles como tales al método histórico. Se equivoca radicalmente la Nota cuando dice que Pagola «presenta una historia que es incompatible con la fe». En las pocas horas transcurridas desde la publicación de la Nota me he preocupado de consultarla con varios colegas españoles y extranjeros de reconocido prestigio y todos han manifestado su asombro ante esta afirmación episcopal. La Nota está anclada en planteamientos apologéticos trasnochados. La investigación histórica de Pagola está, clara y expresamente, abierta a la interpretación de la fe de la Iglesia, que ciertamente supone un desarrollo peculiar en la comprensión de la vida y persona de Jesús.
Un artículo periodístico no es el lugar para entrar en discusiones más técnicas. Pero ¿por qué esta denuncia del libro de Pagola y no se dice nada de tantos otros libros sobre el Jesús histórico de reconocidos exegetas, traducidos al castellano, y que son mucho más críticos? Se llega a decir del libro de Pagola que es «dañino». Tenemos innumerables testimonios de personas a quienes ha ayudado a profundizar en su fe y, lo que es más notable, de gente que han descubierto, con interés y hasta con entusiasmo, la persona de Jesús. Muchos pensamos que este libro ha hecho un bien pastoral y cultural inmenso. Por supuesto, en él hay muchas cosas discutibles. Esto va en la naturaleza misma de un estudio histórico, necesariamente hipotético, limitado y aproximativo (como reconoce el autor en el subtítulo). Sería muy interesante discutir algunos puntos del libro, pero lo malo es que la condena episcopal, autoritaria y descalificadora, hecha desde presupuestos fundamentalistas, impide la discusión crítica y libre. El libro de Pagola está escrito en un estilo narrativo, fluido, de fácil lectura, y aquí radica uno de sus méritos. Un libro de estas características requiere una lectura flexible, que no aísle una afirmación del conjunto y no pierda de vista el hilo conductor de la obra. En el prólogo de su libro sobre Jesús, Ratzinger-Benedicto XVI reconoce que su obra es discutible y añade: «Sólo pido a los lectores y lectoras una actitud de simpatía sin la cual no es posible la comprensión». La Nota de la Comisión episcopal, además de sus notables carencias intelectuales, refleja una lectura carente de la mínima empatía con el texto, de la voluntad de entenderlo positivamente, y así se explica que a la flojedad intelectual se una la injusticia en sus valoraciones.

Rafael Aguirre


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sábado, 5 de julio de 2008

La teología asustada

José Mª Castillo
30-Junio-2008

Y tras el dulce sabor que nos deja la positiva lectura que Pope Godoy hace del libro de Pagola, nuestro José María nos enfrenta con la cruda realidad de los motivos por los que en nuestra Iglesia se siguen produciendo reacciones tan autoritarias y fundamentalistas como la Nota de Clarificación. ¡Eso! Vamos a ver si el incidente sirve para dejar las cosas claras…

La severa e incomprensible censura que el obispo Martínez Camino ha impuesto al libro de José A. Pagola sobre Jesús, aparte de ser un abuso de autoridad porque impone obligatoriamente cosas que no pertenecen a la fe de la Iglesia y que, por tanto, son opinables entre católicos, tiene un efecto devastador sobre la teología a la que Martínez Camino tiene el deber de proteger. Me refiero al efecto del miedo que se acentúa entre quienes, desde dentro del estamento eclesiástico, se dedican a la dura y arriesgada tarea de hablar y escribir sobre teología en los tiempos que corren y dentro de la Iglesia en que vivimos.

En este momento y tal como están las cosas en la Iglesia católica, un sacerdote, un religioso o religiosa, sobre todo si son profesores de un seminario o de un centro de estudios eclesiásticos, sea el que sea, difícilmente pueden decir y, menos aún, escribir lo que realmente piensan, si es que pretenden pensar y hablar con libertad y con creatividad, por más que hagan eso dentro de los límites de lo opinable dentro de la fe de la Iglesia.

El problema está en que el proyecto del papado, desde que Juan Pablo II tomó el mando de la Iglesia, no ha sido poner en práctica el concilio Vaticano II, sino restaurar la Iglesia que había antes del concilio. El ideal de la Curia vaticana es volver a la Iglesia de los tiempos de Pío XII. Este ideal, que ya se advirtió con claridad en el pontificado anterior, ha dado la cara abiertamente en el papado actual. No me refiero sólo a la vuelta a la misa en latín o cosas parecidas. Estoy hablando de cosas mucho más serias. Me refiero, concretamente, al creciente e insoportable control sobre obispos y teólogos. Y algo que es aún más preocupante: el papa Ratzinger no ha aceptado, ni da muestras de aceptar, el logro más importante de la teología del siglo pasado: la condición "sobrenatural" del ser humano, tal como Dios ha querido que exista desde el comienzo de su existencia. En este punto estuvo la piedra dura en la que Pío XII se partió los dientes y que, por eso, jamás pudo aceptar los mejores logros de la teología contemporánea. En eso está la piedra de escándalo sobre la que la teología más conservadora se empeña en edificar una Iglesia tan "sobrenatural" y tan "divina", que todo lo "humano" es para ella admisible en tanto en cuanto se somete a las decisiones eclesiásticas y está bien controlado por lo que quiere el papa y su curia.

De ahí nacen todos los líos y enfrentamientos que la Jerarquía eclesiástica viene teniendo con la sociedad, con lo civil, con lo laico…. Porque todo eso es simplemente "humano" y, por tanto, no vale, si no es elevado a la condición "sobrenatural" por lo "divino" que, desde su solio sagrado, rige el único hombre que en la tierra tiene poder para regir lo "divino" y, desde ahí, discernir lo que está bien y lo que está mal, separando drásticamente lo bueno de lo malo. Mientras estemos así, el papa no dará jamás su brazo a torcer. De forma que los concordatos y acuerdos con la Santa Sede sólo serán, de hecho, mecanismos de control para que Roma imponga, en definitiva, su voluntad.

Así las cosas, mal futuro tiene la Iglesia. Y peor aún la teología. Precisamente en los años aquéllos de Pío XII, uno de los teólogos más lúcidos (y más amantes de la Iglesia), Yves Congar, dejó escrito lo siguiente: "Ahora conozco la historia. Llevo muchos años estudiándola; ha dejado claro ante mis ojos numerosos acontecimientos contemporáneos, al tiempo que la experiencia vivida particularmente en Roma me aclaraba esta historia. Para mí, es una evidencia que Roma sólo ha buscado siempre, y busca ahora, una sola cosa: la afirmación de su autoridad. El resto le interesa únicamente como materia para el ejercicio de esta autoridad. Con pocas excepciones, ligada a hombres de santidad e iniciativa, toda la historia de Roma es una reivindicación asumida de su autoridad, y la destrucción de todo lo que no acepta otra cosa que no se la sumisión". Esto, ni más ni menos, es lo que el papa actual quiere restaurar a toda costa. La reciente decisión de Martínez Camino contra el libro de Pagola no tiene otra explicación.

En definitiva, es un aviso para navegantes. Y los navegantes, en este caso, son los teólogos que se atreven a decir lo que piensan, por más que se trate de cosas que son aceptadas por la gran mayoría de los cristianos. Mala cara se le ha puesto al enfermo. Da miedo mirarlo de cerca. Me refiero a la Iglesia enferma de fundamentalismo, integrismo y, por supuesto, de intolerancia.