del blog de Juan Masiá
Fue en un pueblo de Murcia, en los años cincuenta. La maestra, testigo ocular. Aleccionaron a la cocinera del cura antes de la visita episcopal.
La buena mujer se hacía un lío con los tratamientos, llamando “mi señor” al coadjutor y “su reverencia” al párroco. A la hora de la verdad, en la cena, el obispo fingió remilgos sirviéndose solo unos pocos garbanzos y verdura con algo de pechuguita. Entra en escena señá Manuela con un cortés cumplido: “Arremeje sin miedo, arremeje su divina majestad, que en el culo de la olla está la enjundia”.
“Enjundia” es castizo. En vez de “sustancias y esencias escolásticas”, Unamuno filosofaba hablando de “las entrañas” de enseres y personas. ¡Hijo de mis entrañas!, dicen las madres. También en japonés: ¡Hijo que hizo doler mis entrañas al nacer” (Hara wo itameta ko).
¿Qué lenguaje usar para la Eucaristía) ¿Sustancias, enjundias, entrañas? “Sustancia” es voz abstracta, aleja del misterio (aunque, en castellano, se diga de la del cocido sustancioso). “Enjundia” es término concreto, pero evoca imágenes de casquería y connota antropofagias. “Entraña” es palabra apropiada para hablar de la maravillosa transformación por la acción del Espíritu, que “desentraña” la riqueza simbólica de las ofrendas de pan y vino, para dejarlas pletóricas de nuevo sentido sacramental infinitamente mayor (sacramento es signo que realiza lo que significa): la “entraña del Misterio”, la entraña de la presencia real en que confluyen todas las demás presencias en la vida de Quien “lo activa todo en todos y todas” (1 Co 12, 6).
Es un misterio para el que no bastan nuestros malabarismos conceptuales sobre tran-substanciaciones, tras-finalizaciones, tran-significaciones. tran-simbolizaciones y... todos los demás transportes de sentido que queramos elaborar. Al fin y al cabo todos no son más que lo que en sánscrito llaman “upaya”, es decir, recursos pedagógico-salvíficos del lenguaje, siempre insuficiente para referirse a la “Entraña de la Realidad” (esta vez con mayúsculas, consagrada). Mejor renunciar a todas esas dogmatizaciones teológicas insustanciales y, desde luego, nada sustanciosas, mejor adorar entrañablemente en silencio...
Pero, eso sí, antes y después de ese silencio, que no falte la praxis de aportar, partir, repartir y compartir los tres panes que coloca sobre la mesa la comunidad reunida en círculo como brotes de olivo para “hacer eucaristía”, no meramente “despachar misa”.
Los tres panes sobre la mesa son: el pan de la palabra, el pan de la vida cotidiana y el pan del Corpus Christi.
1) El pan de la Palabra, proclamada y no meramente leída, para que se convierta en Palabra de Dios por la acción del Espíritu en quienes escuchan.
2) El pan de la vida y praxis cotidiana, compartida por la asamblea que comunica conversando -antes, durante y después de la celebración-, sin miedo a “armar jaleo”, aunque se enoje algún cardenal con escrúpulos (conversar en la mesa de Jesús no es “sacrilegio” sino “sacrificio”, es decir, sacrum facere, aportar vida en común para que se convierta con el pan en vita Christi pro mundi vita).
3) El pan de la Eucaristía, inseparables consagración y comunión: no reduzcamos la primera a un instante mágicamente solemne y la segunda a un rito rutinario; inseparables por la efusión de Espíritu, cuya operación hace que recibir el Corpus Christi sea más bien ser recibida la persona por Él, dentro de Él, que “lo llena todo” (Ef 4, 10).
Haciéndolo así serán válidas y eficaces por primera vez nuestras eucaristías “para que nos las cambie en frutos de verdad”.
(Agradezco al P. Luis Alonso Schökel, q.e.p.d., la inspiración de estas líneas. No se pierdan sus Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía, Sal Terrae, Santander 1986).
1 comentario:
¡Me encanta se Pan cotidiano!
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