martes, 28 de agosto de 2007

La peligrosa odisea de un cristiano converso en Egipto

Pero, ante las adversidades, Higazi decidió no darse por vencido. "No quiero que la gente se lleve la impresión de que me he echado atrás.

Desde hace unos días, Mohamed Higazi duerme cada noche en un lugar distinto y cambia de número de teléfono cada semana. Este cristiano converso de 25 años se ha convertido en la primera persona en demandar al Estado egipcio por no reconocer legalmente su nueva confesión religiosa, y el reto le ha salido muy caro. Desde que su caso se dio a conocer a la conservadora sociedad egipcia, Higazi ha recibido amenazas de muerte y sus abogados han sido detenidos o han tenido que abandonar el caso, superados por las presiones sociales y por el miedo. Higazi lleva desde entonces una vida clandestina. Es el precio que ha tenido que pagar por exigir un derecho que reconoce la Constitución egipcia: el de la libertad religiosa.

Higazi se convirtió al cristianismo con 16 años. Entonces cambió secretamente su nombre de pila por el de Bishoy, ya que el suyo, Mohamed, es el del profeta Mahoma. Ahora que su mujer, también conversa, está embarazada de cuatro meses, Higazi quiere cambiar su documentación oficial para que conste en la partida de nacimiento de su hijo, pero las autoridades egipcias han rechazado su solicitud. Y demandar al Estado se ha convertido en una peligrosa odisea para él.

El riesgo de ser cristiano

"Higazi está escondido, porque la situación se ha vuelto muy peligrosa", relató a este periódico Mamduh Najla, el abogado que hasta la semana pasada defendía su causa. En una rueda de prensa, Najla anunció que abandonaba el caso, alegando para ello motivos de unidad nacional, y para "no ofender a sus hermanos musulmanes". El abogado, que dirige el Centro Al Kalema para los Derechos Humanos, alegó asimismo que Higazi no le había proporcionado los documentos que probaban que las autoridades egipcias habían rechazado su solicitud. Sin embargo, muchos consideran la ofensa al Islam una mera excusa que encubre las presiones que ha recibido el abogado para retirarse del caso. Y algunos medios incluso señalan que Najla recibió amenazas de muerte de la policía secreta. "Tengo una hija y yo también estoy en peligro", reconoció angustiado en una conversación telefónica.

Otros conversos

Pero, ante las adversidades, Higazi decidió no darse por vencido. "No quiero que la gente se lleve la impresión de que me he echado atrás. Voy a seguir adelante", explicó el converso, periodista de profesión, al diario "Daily News". Y encontró otro abogado.

Sin embargo, apenas un día después de que Najla se retirara, su relevo, Adel Fawzi Faltas, fue arrestado por la Policía, y está siendo interrogado. Faltas es el representante en Egipto de la Asociación Cristiana de Oriente Medio, y ha sido detenido junto al fotógrafo copto Peter Hezat Hana, bajo los cargos de hacer proselitismo cristiano en Egipto e intentar derrocar al Gobierno. Sus viviendas fueron registradas y la Policía se incautó de libros, ordenadores y documentos.

Otro abogado, Ramses al Nagal, que trabaja con casos de cristianos que se convirtieron al islam y luego decidieron volver al cristianismo, reconoció que Higazi no cuenta con abogado alguno actualmente. "Para él es difícil encontrar letrado ya que la mayoría son musulmanes y no quieren aceptar un caso así", señaló.

Egipto es peculiar

El "caso del cristiano converso" ha abierto un profundo debate en la sociedad egipcia, especialmente entre sus intelectuales más liberales, que consideran que ha llegado el momento de un cambio. A pesar de que la libertad religiosa está reconocida en Egipto, el artículo 2 de la Constitución señala que la "sharia" o ley islámica "es la fuente principal del derecho".

"La realidad de nuestra sociedad no se ajusta a la Constitución, porque es imposible convertirse al cristianismo", explica a este diario Emad Gad, analista del prestigioso Centro de Estudios Políticos y Estratégicos Al Ahram.

Higazi se ha convertido en un símbolo para los defensores de los derechos personales en Egipto, pero también en blanco de los odios de los más extremistas. El jeque Yussef el Badri ha emitido una "fatua" (decreto religioso) que aprueba el derramamiento de la sangre del "apóstata" Higazi. "Se le debe pedir que se arrepienta, si no lo hace se le debe golpear en el cuello y si persiste se le debe aplicar la pena de muerte", señaló el jeque al diario "Daily News".

Aunque, realmente, el caso de Higazi, no es el primero. "En Egipto ha habido cientos de casos de musulmanes que han decidido cambiar de fe, pero hasta ahora siempre lo habían hecho en secreto para evitar problemas. Higazi es el primero que lo ha hecho público", explica Yussef Sidhom, editor del semanario copto "Watani". Los coptos pertenecen a una antigua rama ortodoxa del cristianismo, y componen el diez por ciento de la población egipcia. "En cualquier sociedad saludable la gente se cambia de una fe a otra sin problemas", señala el editor, "pero esto es Egipto".

13.08.07 ABC

lunes, 27 de agosto de 2007

UNA REVOLUCIÓN GIGANTESCA

Por Juan Manuel de Prada en XL Semanal

Una visita a Roma, siguiendo las huellas del cristianismo primitivo, me ha impuesto un motivo de reflexión. ¿Cómo pudo arraigar en la sociedad romana una fe como la cristiana, que se sustentaba sobre una visión monoteísta de la divinidad y defendía postulados éticos totalmente extraños, incluso adversos, a los que por entonces regían las relaciones entre los hombres?
Basta leer la brevísima Carta de San Pablo a Filemón, en la que le propone que manumita a su esclavo Onésimo y lo acoja como si de un «hermano querido» se tratase, para que advirtamos que la conversión a la nueva fe proponía una subversión radical de los valores vigentes. La esclavitud no era tan sólo una situación plenamente reconocida por la ley; era también el cimiento de la organización económica romana. Podemos entender que un esclavo se sintiese seducido por la prédica de un cristiano que le aseguraba que ningún otro hombre podía ejercer dominio sobre él. Pero, ¿cómo un patricio que funda su fortuna sobre el derecho de propiedad que posee sobre otros hombres se aviene a amarlos «no sólo humanamente sino como hermanos en el Señor», no porque ninguna obligación legal se lo imponga, sino «por propia voluntad», como San Pablo le aconseja a Filemón que haga con Onésimo? Semejante cambio de mentalidad exige una revolución interior gigantesca.
Pongámonos en el pellejo de un patricio romano de los primeros siglos de nuestra era. Sabemos que por aquella época el culto a las divinidades del Olimpo era cada vez más laxo y protocolario. Sabemos también que los sucesivos emperadores que siguieron a Julio César se nombraron a sí mismos dioses, en un acto de arrogancia megalómana que a cualquier patricio romano con inquietudes espirituales le resultaría repugnante. Probablemente ese patricio romano al que tratamos de evocar hubiese dejado de creer en los dioses paganos, cuyas andanzas se le antojarían una superchería; pero su mentalidad seguía siendo politeísta. La creencia en un Dios único se le antojaría un desatino propio de razas híspidas y fanáticas, oriundas de geografías desérticas, ajenas a la belleza multiforme del mundo.
Pero entonces nuestro patricio romano repara en la novedad del cristianismo. Dios se ha hecho hombre: no para encumbrarse en un trono y para que los demás hombres se prosternen a su paso, como hacían los degenerados emperadores a quienes le repugnaba adorar, ni para disfrutar de tal o cual gozo mundano, como hacían los habitantes del Olimpo; sino para participar de las limitaciones humanas, para probar sus mismas penalidades, para acompañar a los hombres en su andadura terrenal. Y, al hacerse hombre, Dios hace que la vida humana, cada vida humana, se torne sagrada; a través de su encarnación, el Dios de los cristianos logra que cada ser humano, cada uno de esos «pequeñuelos» a los que se refiere el Evangelio, sea reflejo vivo, portador de divinidad. De repente, ese patricio romano siente que por fin ha hallado una fe que le permite adorar a un Dios único y seguir venerando la belleza multiforme del mundo de un modo, además, mucho más exigente, puesto que ahora esa belleza es sagrada, está poseída por ese Dios que ha querido compartir su misma naturaleza humana.
Para ese imaginario patricio romano que ahora tratamos de evocar en su proceso de conversión desde la mentalidad politeísta tuvo que desempeñar un papel decisivo el culto a los santos. En ellos debió encontrar una simbiosis perfecta entre aquella «virtus» que cultivaron sus ancestros y la nueva fe que hacía de cada hombre un portador de divinidad. Y, sobre todos ellos, la figura de María. Los dioses del Olimpo elegían a las mujeres más bellas y distinguidas para disfrutar de un placentero revolcón y enseguida abandonar el lecho, con los primeros clarores del alba; el Dios de los cristianos había elegido a la mujer más humilde, una paria de Judea, casada con un carpintero zarrapastroso, para quedarse con ella, para quedarse en ella, para hacerse visible ante los hombres, para hacerse uno de ellos, a través de ella. En la sociedad romana, la mujer ocupaba un lugar vicario del hombre; al haber confiado en una mujer como depositaria de su divinidad, el Dios cristiano había encumbrado la naturaleza femenina hasta cúspides inimaginables.
De repente, nuestro patricio romano supo que Dios estaba en él, que Dios estaba dentro de cada hombre y de cada mujer. Y se dispuso a abrazar esa revolución gigantesca con un ardor hasta entonces desconocido.

viernes, 24 de agosto de 2007

'Jesús de Nazaret', de Benedicto XVI: la historia y el dogma

¿Por qué está triunfando este libro, que en dos días ha vendido 50.000 ejemplares en Italia?

En el anunciado libro de Benedicto XVI convergen tres elementos que realzan su singularidad: su autor, su tema, la oportunidad de su publicación.El autor es Joseph Ratzinger, posiblemente el teólogo vivo más importante del catolicismo. Pero Joseph Ratzinger no es hoy solamente un teólogo: es el Papa.

Habitualmente, los Papas escriben encíclicas, exhortaciones apostólicas u otros géneros de enseñanza magisterial. No es lo más normal que los Papas escriban libros, aunque en esto, como en tantas otras cosas, Juan Pablo II haya roto moldes.

Sin embargo, a pesar de ese precedente, creo que se trata del primer ensayo teológico, en sentido estricto, que publica un teólogo convertido en Papa. ¿Cómo ha de ser leído el libro? Benedicto XVI lo ha dejado ya muy claro: no como una enseñanza papal, sino como una obra de un autor privado. Con la posibilidad, por consiguiente, de disentir, ya que, en principio, su argumentación valdrá lo que valgan sus razones.El tema es, igualmente, de enorme interés: Jesús de Nazaret. El cristianismo no hace referencia, en primer lugar, a una doctrina, sino a la Persona de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador del mundo.

La identidad y la misión de Jesús están a la base de la confesión de fe de la Iglesia. Los cristianos somos, esencialmente, discípulos de este Jesús, llamado el Cristo.

"El asunto Jesús" interesa al público; ¿por qué?

El tercer factor destacable es la oportunidad del libro. Basta visitar una superficie comercial para comprobar que, entre los títulos más vendidos, abundan aquellos que versan sobre Jesús o sobre los orígenes del cristianismo. El éxito inaudito de "El Código da Vinci", pese a su escasa calidad literaria, demuestra que el "asunto Jesús" interesa al gran público, e interesa mucho.¿Qué pretende el Papa - el teólogo Ratzinger - con esta obra? Por lo que hasta ahora ha trascendido y a la espera de una lectura atenta de la misma, creo que hay un elemento que cobra protagonismo: el afán de mostrar el acuerdo, la no disconformidad entre la fe y la historia, entre el dogma y la investigación crítica.

En el fondo, los problemas planteados por el Modernismo - y antes por la Ilustración - no se han resuelto del todo. ¿Hay enemistad entre la historia y el dogma? ¿Son esferas contradictorias o complementarias? ¿Ha construido la Iglesia una imagen de Jesús que traiciona la verdad de la investigación crítica? ¿Es preciso apartarse de la fe para recuperar la verdad del Nazareno?Una primera constatación se impone: Si Jesús hubiese sido solamente un rabbí de la Palestina del siglo I, no se explicarían tantos esfuerzos, tantos libros, tanta preocupación por indagar en la realidad de su historia. Si Jesús interesa, veinte siglos después, se debe a que es reconocido, hoy, como el Cristo, como la revelación definitiva de Dios. La Iglesia que tiene en Él su origen, su fundador y su permanente fundamento impide que Jesús de Nazaret sea asimilado, sin más, a los grandes personajes del pasado.

Para saber... ¿es imprescindible dejar de creer?

La trayectoria de la investigación histórica sobre Jesús es compleja y variada. En la llamada "Old Quest", o antigua búsqueda, se resaltaba la oposición entre el Jesús histórico - la reconstrucción de su figura surgida de la investigación - y el dogma cristológico. Reimarus, Strauss, Renan, Wrede eran sendos portavoces del prejuicio ilustrado según el cual, para saber, hay que dejar de creer.Bultmann inauguró una nueva etapa. La fe cristiana se remite al "kerygma", al anuncio, no a la historia de Jesús. Lo único importante es el Cristo de la fe, el "Christus pro nobis", aquel que puede iluminar mi existencia y dotarla de sentido.La continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo del kerygma es puesta de relieve en 1953 por E. Käsemann, que da origen a la "New Quest", a la nueva búsqueda de la historia de Jesús. Los evangelios, argumentaba Käsemann, muestran la continuidad entre el Jesús terreno y el Cristo de la fe. Si la historia de Jesús fuese irrelevante, no se explicaría la redacción de estos textos. En la misma línea, J. Jeremias insistía en la necesidad de volver al Jesús histórico y a su predicación.La "Third Quest" destaca la renovada continuidad entre Jesús de Nazaret y los evangelios. En esta "tercera búsqueda" sobresalen los nombres de E.P. Sanders, J.D. Crossan, G. Lüdemann, J.P. Meier o G. Theissen. Una búsqueda apasionada e interesante, pero parcial, al menos en sus versiones más radicales, en la medida en que se excluye la posibilidad de una intervención de Dios en la historia.

Es posible reconciliar historia y dogma

Ya Maurice Blondel, a comienzos del siglo XX, se había preguntado en "Histoire et Dogme" sobre la posibilidad de reconciliar ambas dimensiones; la historia y el dogma. La Tradición se vislumbraba a los ojos del filósofo francés como el principio que podría conciliarlas, sin humillar ni a la una ni a la otra. Algo así debe subyacer en la aproximación del Papa teólogo: el afán de mostrar la posibilidad y la plausibilidad histórica de Jesucristo, tal como es confesado por la fe de los creyentes.

En definitiva, si Él es el Hijo de Dios, la fe no es superflua para reconocerlo en su realidad más real. Por el contrario, se perfila como la óptica precisa para discernir, incluso, los vestigios que ha dejado en la historia.

Guillermo Juan Morado
Forum Libertas

miércoles, 22 de agosto de 2007

La comunión y el diálogo, fundamento del encuentro interreligioso

La herencia de los monjes de Tibhirine (Argelia) a los diez años de su mortal secuestro

Según el padre Becker, presente en el monasterio argelino la noche del suceso

TIBHIRINE, lunes, 27 marzo 2006 (ZENIT.org).- Amigo íntimo del prior de los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), el padre Thierry Becker se hace portavoz de la herencia espiritual de aquellos hombres consagrados que hace exactamente diez años fueron secuestrados. Su asesinato se confirmó al poco tiempo.

Fue la noche del 26 al 27 de marzo de 1996: un comando armado formado por una veintena de hombres irrumpió en el monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibhirine y secuestró a los siete monjes trapenses de nacionalidad francesa.

Un mes después reivindicaba el acto criminal el jefe de los «Grupos islámicos armados» (GIA), Djamel Zitouni, en un comunicado en el que proponía a Francia un intercambio de prisioneros. Al mes siguiente un segundo comunicado de los GIA anunciaba sus muertes: «Les hemos cortado las gargantas a los monjes». Ocurrió el 21 de mayo de 1996. Nueve días después fueron hallados sus cuerpos.

Sacerdote de la diócesis argelina de Orán (una de las cuatro del país), el padre Becker, de 44 años, estaba en Tibhirine, huésped del monasterio de Nuestra Señora del Atlas, la noche en que los fundamentalistas islámicos se llevaron al padre Christian de Chergé, prior e íntimo amigo suyo, y a los otros seis trapenses. No les volvió a ver con vida.

Sin entrar en detalles, en declaraciones recientes a «Avvenrie» asegura que «lo que cuenta es la herencia de los monjes de Tibhirine».

«Un mensaje de pobreza, de abandono en las manos de Dios y de los hombres, de compartir con todos la fragilidad, la vulnerabilidad, la condición de pecadores perdonados. En la convicción de que sólo desarmados se puede encontrar el islam y descubrir en los musulmanes una parte del rostro total de Cristo», sintetiza.

Del contexto argelino es testigo el padre Becker. No sólo vio cómo se llevaban a sus amigos de Tibhirine. Era vicario general en Orán cuando el 1 de agosto de 1996 su obispo, monseñor Pierre Lucien Claverie, fue asesinado junto a un joven amigo argelino, Muhammed Pouchikhi.

Muerto a los 58 años, el prelado dominico nacido en Argel había dedicado toda su vida por el diálogo entre musulmanes y cristianos; tenía conocimiento tan profundo del islam que a menudo era consultado en esta materia por los propios musulmanes.

El padre Becker prosigue recordando: «Precisamente el deseo de acogerse en la verdad nos había convocado hace diez años en Tibhirine. Allí tenía lugar en esos días el encuentro de “Ribat es-Salâm”, el Vínculo de paz, un grupo de diálogo islamo-cristiano que se orientaba a compartir las respectivas riquezas espirituales a través de la oración, el silencio, la comparación de experiencias».

«El “Ribat” existe aún --confirma--; no ha renunciado al desafío de la comunión con la profundidad espiritual del islam. Así hacemos nuestro el testimonio espiritual del padre Christian de Chergé, quien había madurado la elección monástica después de que le salvara la vida un amigo argelino durante la guerra de liberación, mientras ese amigo, musulmán de gran espiritualidad, había sido asesinado en represalia».

«Somos orantes en medio de un pueblo de orantes, amaba decir el prior a sus hermanos de comunidad, quienes --todos— habían decidido permanecer en Tibhirine incluso cuando la violencia estaba al máximo», subraya el padre Becker.

«El monasterio, en el curso de las décadas, se despojó de sus riquezas, donó casi toda su tierra al Estado, compartió su gran jardín con el pueblo vecino... Los monjes hicieron una elección de pobreza: también en el sentido de abandono total a la voluntad de Dios y de los hombres», aclara el sacerdote.

«Y con la gente del pueblo nació una gran confianza --apunta--, tanto que diez años después de los sucesos no ha desaparecido nada del monasterio, todo ha sido respetado. Pero el futuro de aquel lugar santo está en manos de los argelinos».

Cuando intervino en la videoconferencia mundial --organizada por la Congregación vaticana para el Clero-- sobre «El martirio y los nuevos mártires», el arzobispo Bruno Forte, miembro de la Comisión Teológica Internacional, no dudó en citar textualmente el «testamento espiritual» del prior trapense Christian de Chergé, y lo describió como «espléndido ejemplo de cómo el martirio es el coronamiento de toda una vida de fe y amor a Cristo y a su Iglesia».



Por su interés, lo reproducimos a continuación.


* * *


«Si un día me aconteciera --y podría ser hoy-- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal.

Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante.

Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del islam promueve cierto islamismo.

Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡Que diga ahora lo que piensa! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta.

Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo.

En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este “gracias” y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos.

Amén. Inchalá»

(Padre Christian M. de Chergé,
Prior del monasterio de Nôtre-Dame del Atlas en Tibhirine, Argelia:
Argel, 1 de diciembre de 1993 - Tibhirine, 1 de enero de 1994).

El don de la comunión en el misterio de la unidad de Cristo y la Iglesia

«En la Iglesia el Señor sigue siendo siempre nuestro contemporáneo»

Benedicto XVI meditó sobre «El don de la "Comunión"», en el marco de las catequesis que ofrece sobre el «misterio de la relación entre Jesús y la Iglesia».
29 marzo 2006

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A través del ministerio apostólico, la Iglesia, comunidad reunida por el Hijo de Dios hecho carne, vivirá a través de los tiempos, edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la que todos están llamados y en la que pueden experimentar la salvación entregada por el Padre. Los doce apóstoles --como dice el Papa Clemente, tercer sucesor de Pedro, al final del siglo I-- se preocuparon por constituir a sucesores suyos (Cf. 1 Clemente 42, 4) para que la misión que se les confío continuara después de la muerte. A través de los siglos, la Iglesia, estructurada bajo la guía de los legítimos pastores, ha seguido viviendo en el mundo como misterio de comunión, en el que se refleja en cierto sentido la misma comunión trinitaria, el misterio del mismo Dios.

El apóstol Pablo menciona ya este supremo manantial trinitario cuando desea a sus cristianos: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13, 13). Estas palabras, probable eco del culto de la Iglesia naciente, subrayan cómo el don gratuito del amor del Padre en Jesucristo se realiza y se expresa en la comunión que actúa el Espíritu Santo. Esta interpretación, basada en la inmediata relación que establece el texto entre los tres genitivos («la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo»), presenta la «comunión» como don específico del Espíritu, fruto del amor entregado por Dios Padre y de la gracia ofrecida por el Señor Jesús.

Además, el contexto, caracterizado por la insistencia en la comunión fraterna, nos lleva a ver en la «koinonía» del Espíritu Santo no sólo la «participación» en la vida divina de manera casi individual, como si cada uno estuviera por su lado, sino también lógicamente la «comunión» entre los creyentes, que el Espíritu mismo suscita como su artífice y principal agente (Cf. Filipenses 2, 1). Podría afirmarse que gracia, amor y comunión, referidos respectivamente a Cristo, al Padre y al Espíritu, son diferentes aspectos de la única acción divina por nuestra salvación, acción que crea la Iglesia y que hace de la Iglesia --como dice san Cipriano en el siglo III-- «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» («De oratione dominica», 23: PL 4,536, citado en «Lumen gentium», 4).

La idea de la comunión como participación en la vida trinitaria es iluminada con particular intensidad en el Evangelio de Juan, donde la comunión de amor que une al Hijo con el Padre y con los hombres es al mismo tiempo el modelo y el manantial de la unión fraterna, que tiene que unir a los discípulos entre sí: «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 15, 12; Cf. 13, 34). «Que ellos también sean uno en nosotros» (Juan17, 21. 22). Por tanto, comunión de los hombres con el Dios Trinitario y comunión de los hombres entre sí. En el tiempo de la peregrinación terrena, el discípulo, a través de la comunión con el Hijo, puede participar ya en la su vida divina y en la del Padre: «nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1, 3). Esta vida de comunión con Dios y entre nosotros es la finalidad propia del anuncio del Evangelio, la finalidad de la conversión al cristianismo: «lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Juan 1,3). Por tanto, esta doble comunión con Dios y entre nosotros es inseparable. Allí donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco puede ser viva ni verdadera la comunión con el Dios Trinitario, como hemos escuchado.

Demos ahora un ulterior paso. La comunión --fruto del Espíritu Santo-- se alimenta del Pan eucarístico (Cf. 1 Corintios, 10, 16-17) y se expresa en las relaciones fraternas, en una especie de anticipación en el mundo futuro. En la Eucaristía, Jesús nos alimenta, nos une con él, con el Padre y con el Espíritu Santo y entre nosotros, y esta red de unidad que abraza al mundo es una anticipación del mundo futuro en nuestro tiempo. Dado que es anticipación del futuro, la comunión es un don que tiene también consecuencias muy reales, nos hace salir de nuestras soledades, de la cerrazón en nosotros mismos, y nos permite participar en el amor que nos une a Dios y entre nosotros. Para comprender la grandeza de este don basta pensar en las divisiones y conflictos que afligen a las relaciones entre individuos, grupos y pueblos enteros. Y si no se da el don de la unidad en el Espíritu Santo, la división de la humanidad es inevitable. La «comunión» es verdaderamente una buena nueva, el remedio que nos ha dado el Señor contra la soledad que hoy amenaza a todos, el don precioso que nos hace sentirnos acogidos y amados en Dios, en la unidad de su Pueblo, reunido en el nombre de la Trinidad; es la luz que hace resplandecer a la Iglesia como signo alzado entre los pueblos: «Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros» (1 Juan 1, 6-7). La Iglesia se presenta de este modo, a pesar de todas las fragilidades humanas que forman parte de su fisonomía histórica, como una maravillosa creación de amor, constituida para hacer que Cristo esté cerca de todo hombre y de toda mujer que quiera encontrarse con él verdaderamente, hasta el final de los tiempos. Y en la Iglesia el Señor sigue siendo siempre nuestro contemporáneo. La Escritura no es algo del pasado. El Señor no habla en el pasado, sino que habla en el presente, hoy habla con nosotros, nos da luz, nos muestra el camino de la vida, nos da comunión y de este modo nos prepara y nos abre a la luz.

A lo largo de los siglos, la Iglesia, bajo la guía de sus pastores, ha vivido en el mundo como misterio de comunión. Las palabras de San Pablo: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros», manifiestan que el don gratuito del amor del Padre en el Hijo se realiza y expresa en la comunión actuada por el Espíritu Santo. Gracia, amor y comunión, son aspectos diversos de la única «economía» de la salvación, que hace de la Iglesia «un pueblo congregado por la unidad».

Esta comunión, que se nutre del Pan eucarístico y se expresa en las relaciones fraternas, es verdaderamente la Buena Noticia; el don precioso que nos hace sentir acogidos y amados en Dios. La Iglesia, Pueblo reunido en el nombre de la Trinidad, se revela así como una maravillosa creación de amor, hecha para acercar a Cristo a los hombres.

Vivid en comunión fraterna, "amándoos los unos a los otros" y anunciando, así, el Evangelio a todos los hombres.

Nociones de Patrología

a) Noción, objeto y método de la Patrología

—Diferentes ciencias

La palabra griega pathr significa "padre". La palabra griega logos significa "doctrina". Por lo tanto Patrología significa "doctrina de los Padres".

La Iglesia antigua, hasta el siglo IV, aplicaba el concepto natural de "padre" sólo a los obispos. A partir del s. V lo confiere también a sacedotes (S. Jerónimo) y a diáconos (S. Efrén).

Se suelen distinguir tres ciencias que se ocupan de los Padres de la Iglesia:
Patrística: perspectiva teológica y dogmática;
Historia literaria: perspectiva literaria;
Patrología: perspectiva amplia de tipo histórico: vida, obras y doctrina de los Padres.

Aunque en épocas antiguas cada uno de estos tres términos significaban algo distinto —Patrística (theología patrística), Patrología (historia y escritos de los Padres) y Literatura cristiana primitiva (disciplina no teológica de la filología de los escritores antiguos) —, en la última parte del siglo XX se tiende a utilizar de modo más o menos indiferenciado los tres nombres para la especialidad.

Las expresiones Patrística / patrístico se utilizan para indicar: el tiempo de los Padres / el tiempo perteneciente a los escritos, al pensamento, etc. de la literatura cristiana antigua.

Se utiliza el tèrmino de Patrología para designar la ciencia de la literatura cristiana antigua.

Se trata de una especialidad teológica cuyo núcleo irrenunciable son los Padres de la Iglesia y sus escritos en el sentido eclesiástico. Pero como para comprenderlos hay que conocer toda la literatura antigua, la Patrología moderna es la ciencia que trata de toda la literatura cristiana antigua en todos sus aspectos y con todos los métodos adecuados.

—Ediciones y colecciones de la literatura cristiana antigua

El estudioso de los Padres de la Iglesia tendrá que conocer las diversas ediciones de las obras de los Padres de que disponemos en la actualidad:
s. XVII y XVIII: obras críticas de los benedictinos franceses de San Mauro;
s. XIX: J.P. Migne (+1875), 400 tomos: Patrologiae cursus completus, en series griega (PG) y latina (PL);
a partir de 1866: Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (CSEL): Series latina y griega de las Academias de Viena y Berlín. Publicación en curso; hasta el presente consta de 90 volúmenes;
a partir de 1903: Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium (CSCO), editado sucesivamente en Paris, Lovaina y Washington. Publicación en curso. Consta de 400 volúmenes hasta ahora;
a partir de 1953: Corpus Christianorum (CC) de los padres benedictinos de la abadía de San Pedro de Steenbrugge (Bélgica) (tres series: latina, griega y oriental) completada con una continuatio medievalis. Publicación en curso. Consta hasta ahora de unos 160 volúmenes, y está previsto que alcance los 175 volúmenes con 2348 obras o fragmentos;
a partir de 1942: versión francesa: Sources chrétiennes (SC), ed. du Cerf, textos bilingues. Consta hasta ahora de unos 260 volúmenes.

—Bibliografía general

Hemos consultado las siguientes obras de Patrología e Historia de la Iglesia Antigua, de carácter general, para elaborar los "Apuntes de Patrología":
J., Quasten, Patrología, 1950-60 (Quasten).
F., Cayré, Patrologie, et histoire de la theologie, 1955 (Cayré).
B., Altaner, Patrología, 1950 (Altaner).
Dattrino, Patrologia, 1982 (Dattrino).
M. Simonetti, Introducción a la Literatura cristiana antigua, 1985 (Simonetti)
H. Drobner, Manual de Patrología, Herder, Barcelona 1999 (Drobner).
E., Moliné, Los Padres de la Iglesia. Una guía introductoria, 1982 (Moliné).
M.J., Rouet de Journel, Enchiridion Patristicum, 1958 (Rouet).
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J. Danielou, Nueva Historia de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1964 (Danielou).
Silvano Cola, Perfiles de los Padres, ed. Ciudad Nueva, Madrid 1991 (Cola).
H. Masson, Manual de herejías (Masson).
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FLICHÉ-MARTIN, Historia de la Iglesia, Edicep, Valencia 1975 y ss. (Flichè).
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J. Morales, Teología IV: Historia de la Teología, en GER 22 (1975) 252-256 (Morales).
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B. Mondin, Storia de la Teologia, vol. I, ed. Edizioni Studio Domenicano, Bologna 1996 (Mondin).

b) Importancia de su estudio

Hace algunos años se ha publicado la Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal (Congregación para la Educación Católica, 10-XI-1989) que recoge los motivos principales para estudiar a los Padres:
En los Padres hay algo de singular, de irrepetible y de perennemente válido, que continua vivo y resiste a la fugacidad del tiempo.
Son testimonios privilegiados de la Tradición;
Nos han legado un método teológico que es, a la vez, luminoso y seguro:
recurso continuo a la Sagrada Escritura y al sentido de la Tradición;
originalidad cristiana e inculturación;
defensa de la fe y progreso dogmático;
sentido del misterio y experiencia de lo divino.
Sus escritos ofrecen una riqueza cultural, espiritual y apostólica que hace grandes maestros de la Iglesia de ayer y de hoy.
El estudio de la Patrología (vida y escritos) se puede hacer en manuales, el estudio de la Patrística (pensamiento teológico) debe hacerse con la lectura directa de los textos de los Padres.

c) Padres de la Iglesia, doctores y escritores eclesiásticos

—Concepto de "Padre"

Al principio, este título se aplicaba fundamentalmente a los Obispos, encargados de enseñar en la comunidad cristiana, y era sinónimo de maestro. A partir del s. IV adquiere mayor extensión y se aplica a aquellos representantes cualificados en la transmisión de la fe.

Vicente de Lerins (a. 434) en su Commonitorium llama Padres a cualquier escritor eclesiástico, y expone la prueba de los Padres: «En el caso de que surgiera alguna nueva cuestión sobre la cual no se haya dado aún tal decisión, habría que recurrir a las opiniones de los santos Padres, al menos de aquellos que, en sus épocas y lugares permanecieron en la unidad de comunión y de fe y fueron tenidos por maestros reconocidos. Y todo lo que ellos hubieren defendido en unidad de pensamientos y sentimientos, tendría que ser considerado como la doctrina verdadera y católica de la Iglesia, sin ninguna duda o escrúpulo (c. 29,1). La posteridad no debería creer nada más que lo que la venerable antigüedad de los Padres ha profesado unánimemente en Cristo» (c. 33,2).

El Decretum Gelasianum de recipiendis et non recipiendis libris (s. VI) distingue a los Padres verdaderos de los escritores heterodoxos.

Hoy día se reconoce como Padre a quien tenga las cuatro notas siguientes:
Antigüedad: Isidoro de Sevilla (+636), Ildefonso de Toledo (+669), Beda el Venerable (+735) y Juan Damasceno (+749) son los Padres más recientes en Occidente y Oriente;
Ortodoxia de doctrina: se excluye a los escritores abiertamente heréticos, cismáticos y a aquellos cuyas obras contienen graves y sistemáticos errores;
Santidad de vida: canonizados o se les considere santos;
Aprobación de la Iglesia: basta un reconocimiento tácito.

Los Escritores eclesiásticos (título acuñado por S. Jerónimo) son los demás escritores antiguos (tienen la nota de antiquitas) pero que carecen de alguna de las tres últimas notas.

Los Doctores, en cambio, tienen las notas de los Padres, salvo la de antiquitas, y además eminens eruditio y expressa Ecclesiae declaratio. Son así designados por la Iglesia por la profundidad de su pensamiento unida a la santidad de vida.

Los grandes Padres y Doctores de la Iglesia son:

Oriente: (declarados por S. Pío V): Atanasio —no reconocido por los orientales como tal—, Basilio, Gregorio Nacianceno y Crisóstomo;

Occidente: (declarados por Bonifacio VIII en 1298): Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno.

—La lengua de los Padres

No es el griego clásico, sino la koiné (mezcla de ático —hablado en Atenas— y dialecto popular), que llegó a ser la lengua de todo el mundo helénico:
en Oriente: desde el s. III a.C. al VI d.C (a partir de entonces se usó sobre todo el siriaco —que es un dialécto del arameo— y el copto junto con el griego);
en Occidente: hasta el s. III (180: primer documento en latín).

Durante el s. II aparecen las primeras traducciones de la Biblia al latín. El Pastor de Hermas deja ver que había comenzado en la comunidad cristiana de Roma la transición del griego al latín (a. 155). Durante la primera mitad del siglo II se traduce al latín la Epístola de S. Clemente a los Corintios, antes de las Actas de los Mártires de Scillium, en Africa (180).

d) Autoridad doctrinal de los Padres de la Iglesia

La autoridad de los Padres se considera de Doctrina católica cuando se da el unanimis consensum Patrum.

Su autoridad deriva de ser testigos privilegiados de la Tradición y sus escritos monumentos de Tradición.

Se trata de una unanimidad moral al interpretar la Sagrada Escritura y también han de exponer la doctrina en temas de fe y costumbres (materia) y como perteneciente al depositum fidei (forma).

El Concilio Vaticano I afirma al respecto:
La unanimidad (moral) de los Padres al interpretar la SE es infalible (Dz 786);
Su unanimidad (moral) al explicar —de manera clara y definida— una doctrina de fe y costumbres es regla de lo que ha de ser tenido como doctrina católica.

«Nosotros aceptamos las doctrinas que ellos enseñan de esta manera —dice Newman—, no sólo porque ellos las enseñan, sino porque dan testimonio de que en su tiempo las profesaban todos los cristianos, y en todas partes (...). Ellos no hablan de sus opiniones personales. No dicen "Esto es verdad porque nosotros lo vemos en la Escritura" —sobre esto podría haber discrepancia de opinión—, sino: "Esto es verdad, porque de hecho es afirmado y fue siempre afirmado por todas las Iglesias desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días, sin interrupción". Se trata de una simple cuestión de testimonio» (J.H. Newman, Discussions and Arguments, II, 1).

e) Breve historia de la Patrología

—Principales historiadores
Eusebio, História eclesiástica (s. IV);
Sozomeno, Historia Eclesiástica (s.V: acontecimientos entre 324 y 425);
Jerónimo, De viris illustribus (392);
Genadio de Marsella (semipelagiano), De viris illustribus (480); continuación de la obra de Jerónimo;
San Isidoro, De viris illustribus (618); continuación de la obra de Jerónimo;
S. Ildefonso de Toledo (+667), De viris illustribus;
Focio (+891), Myriobiblon o Biblioteca (858); 280 obras paganas y cristianas;
Sigberto de Gembloux (+1112), De viris illustribus;
Juan Tritemio, De scriptoribus ecclesiasticis (1494);
Belarmino, De scriptoribus ecclesiasticis liber unus (1613);
Juan Gerhard, Patrología (1653);
R. Ceillier, Histoire general des auteurs sacres et ecclesiastiques (1729-63).

—Cronología

Siglos I a IV

a) Literatura teológica cristiana (Padres Apostólicos), siglos I y II
La intención de sus escritos es exhortativa y catequética; su estilo es análogo a las epístolas católicas; hacen glosas de la Sagrada Escritura; escriben sobre la praxis cristiana; el tema de sus escritos son las verdades centrales cristianas.
Exponentes principales: S. Clemente Romano (Cartas a los Corintios), S. Ignacio de Antioquía (Cartas), Didajé, Epístola a Bernabé, Epístola a Diogneto, Pastor de Hermas.

b) Obras propiamente teológicas de los Apologistas, siglo II
Escriben contra los críticos paganos y los escritores agnósticos; tienen pretensiones especulativas; intentan hacer una exposición reducida a lo meramente racional; escriben contra el Gnosticismo (Basílides, Valentín, Tolomeo, Heracleón).
Exponentes: Arístides de Atenas, Cuadrato, S. Justino, Aristón, Taciano, Teófilo de Antioquía, Hermías, Hegesipo. Hay que considerar aparte, por su importancia, a S. Ireneo de Lyon (+202) que escribe su Adversus haereses, y la Demostratio evangelica. Es el primero que aborda la tarea de explicar la fe.

c) Estudio sistemático de la revelación (Escuelas), siglo III

—Escuela de Alejandría: utiliza la filosofía neoplatónica por primera vez para profundizar en los datos de la fe. Se caracteriza por la tarea especulativa, la exégesis alegórica y la catequesis.

Exponentes: Panteno; S. Clemente de Alejandría (+215): Protréptico, Pedagogo, Estromata; Orígenes (+254): Exaplas, Contra Celso, De principiis, Homilias y comentarios a la Biblia, Exhortación al martirio.

—Escuela de Antioquía: más sentido histórico e influencia aristotélica.

Exponentes: S. Luciano de Antioquía (+312); Arrio (+336); Diodoro de Tarso (+384); S. Juan Crisóstomo (+407); Teodoro de Mopsuestia (+428); Teodoreto de Ciro (+460).

d) Padres griegos

Su pensamiento se articula en torno a misterios trinitarios y cristológicos.

—Exponentes:
S. Atanasio (+373): Oratio contra gentes, Oratio de Incarnatione Verbi, Orationes y Apologia contra arrianos. Concilio de Nicea (325);
S. Basilio (+379): Tratado del Espíritu Santo, Homilías sobre el Hexamerón, Contra Eunomio;
S. Gregorio Nacianceno (+390): Discursos teológicos;
S. Gregorio de Nisa: perfecciona la noción de hipóstasis y sistematiza la teología y mística orientales;
S. Cirilo de Alejandría (+444): acentúa la tendencia sistemática;
S. Juan Damasceno (+749): De fide orthodoxa (muy usada en el medioevo);
Pseudo Dionisio Aeropagita (+ fin del s. V): De los nombres divinos, Teología mística, De la jerarquía celeste, De la jerarquía eclesiástica (culmen de la cristianización de la tradición neoplatónica; apofatismo: tradición oriental).

e) Padres latinos
Tertuliano (+202);
S. Cipriano de Cartago (+258): De Ecclesia unitate, De lapsis, Cartas;
S. Ambrosio de Milán (+397): De officis ministrorum, De mysteriis, De Poenitencia;
S. Jerónimo (+420);
S. Agustín (+430): Confesiones, Retractationes, De Trinitate, De civitate Dei. Primera síntesis del pensamiento occidental cristiano. Equilibrio entre Sagrada Escritura, exposición espiritual, uso de categorías platónicas. Fides quaerens intellectum;
S. León Magno (+461): Epistola ad Flavianum (Concilio de Calcedonia).

Sigos V y VI
Se tiene la conciencia de que ha terminado una etapa creadora, y comienza una etapa de conservar lo que se ha heredado (S. Vicente de Leríns: progreso, pero fidelidad al depósito recibido). Los hombres que se encargan de esta tarea son quienes han recibido una preparación para las funciones civiles que habían desempeñado.
Contenido de la herencia: 1) Literatura antigua y textos de los padres, a través de los monjes; 2) La Lógica de Aristóteles, en parte; 3) plan de formación enciclopédica en servicio del estudio del texto sagrado, en la línea de S. Agustín (De doctrina christiana), Boecio y Casiodoro (planes de estudio de ambos); 4) espíritu monástico y moralismo.

—Exponentes:
Boecio (+524), consul y magister officiorum. Obras: Opuscula sacra (metafísica del ser, noción de persona...), De Consolatione Philosophiae (gran meditación de teodicea). Traduce varias obras de Aristóteles y transmite a la Edad Media el plan escolar de Varrón (trivium y quadrivium);
Gregorio Magno (+604), pretor en Roma. Su obra es esencial y exclusivamente edificante (exégesis alegórica y relativa a la experiencia personal del alma). Obras: Regula Pastoralis, Dialogos, Moralia in Iob, Homilías;
Casiodoro (+583), el "último romano": en dos monasterios benedictinos de Calabria (uno de ellos es "Vivarium") copia manuscritos. Obras: Institutiones divinarum et saecularium literarum (manual de cultura de las artes liberales) y Historia tripartita;
S. Isidoro de Sevilla (+636), "primer pedagogo de la Edad Media". Obras: Etymologiae (20 libros), Libri tres sententiarum, Liber de haeresibus, Contra Iudeos, Liber de variis quaestionibus. Formación enciclopédica para el estudio de los textos bíblicos;
S. Beda el Venerable (+735);
Alcuino de York (+804);
Rabano Mauro, "praeceptor Germaniae (+856);
S. Gregorio Magno (+604).

—Resumen

0 a 325 (Prenicenos)
escritos sencillos: símbolos, fijación del Canon del Nuevo Testamento,
literatura apócrifa,
apologías,
actas y narraciones de los mártires,
obras antiheréticas,
escuelas de catequesis.

325 a 451 (Siglo de Oro)
tratados dogmáticos,
formulaciones de los dogmas,
grandes herejías.

451 a 750 (Etapa final)
temas de tipo moral,
florilegios (compilaciones de documentos antiguos),
catenae (encadenamiento de citas de los Padres).

—Bibliografía: Quasten I, 1-31, Moliné I, 9-30.

Salvar a Dios de nosotros mismos

De Cuadernos Monásticos 156
Maurice Zundel

“Salvar a Dios de nosotros mismos desapropiándonos como Él, para llevar a los otros su belleza, su bondad, su sonrisa...”.
Una niñita que seguía su catecismo muy escrupulosamente había oído hablar del poder de Dios, de la grandeza de Dios, de la riqueza de Dios, de la alegría de Dios que puede todo lo que quiere, a quien nada le resiste, que no puede ser turbado por nada pues es glorificado tanto por aquellos que se pierden como por los que se salvan. Ella se decía: “¡Tiene suerte, el Buen Dios! ¿Qué ha hecho para merecer todo esto? Nada. Entonces, no es justo. Cada uno tendría que tener la oportunidad de ser Dios”. Y ella esperaba su oportunidad de ser Dios.
Esta niñita tenía mil veces razón, pues ella compartía sin saberlo la objeción que Nietzsche se hacía a sí mismo, o más bien la afirmación que proclamaba: “Si hubiera dioses, ¿cómo podría soportar no ser Dios?”. En efecto, si Dios está allá arriba, si domina en una felicidad que nada puede turbar, si todo lo puede, si nada se le resiste, si se embriaga eternamente de sí mismo, ¿por qué no yo? Yo haría tanto bien como él, en las mismas condiciones que él.
Vemos inmediatamente que aquí despunta la imposibilidad de admitir un monoteísmo unitario. Cuando Dios es único y solitario de este modo, ¿a quién puede amar, sino a sí mismo? No puede, entonces, sino contemplarse, alabarse, admirarse y pedirnos que hagamos otro tanto. Nos recuerda singularmente el mito de Narciso, ese joven imaginado por la mitología griega, cuya belleza lo seduce: él busca por todas partes la imagen de sí mismo, se mira en todos los espejos, en todos los estanques y en todas las fuentes capaces de reflejar su belleza y, un día, pasando al borde de un estanque donde aparecía su imagen con un esplendor irresistible, se arrojó al agua para reunirse con su belleza y allí pereció. Y sobre su cadáver brotan las flores que llamamos narcisos, mito admirable que muestra que los antiguos ya habían comprendido la esterilidad de un amor solitario, que no puede conducir sino a la muerte.
Y un monoteísmo solitario acabará siempre para nosotros en ese escándalo, pues un Dios que se mira, un Dios que se ama, es un Dios que no tiene ninguna semejanza con lo que llamamos la virtud, la grandeza, la santidad humana en la cual, justamente, todo el valor de la vida viene del hecho de que uno no se mire a sí mismo sino que esté totalmente atento a los otros y totalmente dirigido a ellos.
En síntesis, nos da exactamente lo mismo que Dios sea único o que sea muchos, si Dios no representa una perfección análoga a la que admiramos en los mejores hombres. Si Dios se mira a sí mismo, o si son muchos, que ellos se hagan la guerra y nos dejen en paz.
El monoteísmo del Islam da lugar precisamente a esta dificultad cuando el Corán dice: “Dios no engendra y Dios no es engendrado”. Cree proclamar, completamente de buena fe, sin duda, el monoteísmo perfecto y el más espiritual y se opone al cristianismo en el cual ve un politeísmo, una asociación de varios dioses, es decir una verdadera idolatría. Los cristianos son “asociadores”, es decir politeístas, en el fondo renegados, paganos.
Sin duda el profeta del Corán, que por otra parte es digno de todo respeto, no habla aquí del Dios de los cristianos sino de oídas. Estaba mal informado por cristianos que no sabían demasiado y que no habían comprendido nada de las riquezas del monoteísmo evangélico, que es algo absolutamente nuevo.
El monoteísmo cristiano es un monoteísmo trinitario. Dios es único pero no es solitario, lo que constituye una inmensa diferencia. Esto quiere decir que Dios no es alguien que se mira, quiere decir que en Dios el conocimiento no es un repliegue sobre sí mismo, una admiración de sí, una embriaguez de sí, sino todo lo contrario; el conocimiento es una mirada hacia el otro.
El conocimiento está suspendido entre ese impulso que llamamos el Padre y ese otro impulso que llamamos el Hijo en un despojamiento infinito, pues justamente el Padre no es sino esa mirada hacia el Hijo, y el Hijo no es sino esa mirada hacia el Padre. Y esto nos recuerda, o más bien nos reintroduce en el corazón del misterio del conocimiento, pues el conocimiento de sí no es posible sino en una mirada hacia otro.
Cuando, maravillados ante la música, la arquitectura, la pintura, la naturaleza o el amor, ustedes se sienten liberados de ustedes mismos, su mirada se fija sobre la belleza y, mientras que ustedes se pierden de vista, se sienten existir con una plenitud incomparable. Precisamente en ese momento la vida alcanza su cima, cuando, dejando de mirarse, ya no son más que una mirada hacia el otro. En ese momento, sin volver a ustedes, sienten que están allí, que existen como nunca en una alegría inmensa pero muy pura y despojada, una alegría que es ofrecida además a esa belleza en la cual se pierden.
Y toda la alegría de la verdad, toda la alegría del conocimiento, consiste en que es un nacimiento pues, como dice Claudel siguiendo a muchos otros: “conocer, es nacer” (connaître, c’est naître). El verdadero conocimiento es un nacimiento, un nacimiento a nosotros mismos, en otro y para él. Y nosotros nunca podemos conocernos auténticamente sino en esa mirada que nos mantiene pendientes de otro.


En Dios, el conocimiento es desapropiación

En Dios sucede algo análogo. En Dios el conocimiento no es una mirada sobre sí, es una mirada hacia otro. Toda la luz divina, toda la alegría divina se reconocen en la comunicación que el Padre hace al Hijo y que el Hijo restituye al Padre. Es decir que el acto de conocer subsiste en Dios, brota en Dios en forma de desapropiación; no en forma de posesión, donde uno se aferra a sí, se fija en sí, se embriaga de sí, sino en forma de una total, absoluta, eterna desapropiación.
El conocimiento en Dios no es una posesión sino un desposeimiento. Lo mismo sucede con el amor. El amor en Dios no es una tentativa de poseer al otro, el Padre tratando de poseer al Hijo o el Hijo al Padre, una embriaguez de sí en el otro y por el otro, sino una nueva dimisión donde el Padre y el Hijo son una respiración hacia el Espíritu Santo, que es una respiración hacia el Padre y el Hijo. De manera que el amor en Dios, como el conocimiento, subsiste, brota eternamente en forma de desapropiación. Noten que esto, que es simple, se ilustra magníficamente en esa trinidad humana que es la familia, la que constituye la más bella parábola de la Eterna Trinidad. Pues ¿qué es una familia, hablando idealmente, sino el hombre, la mujer y el niño, es decir un hombre que es una mirada hacia su mujer, una mujer que es una mirada hacia su marido, un padre y una madre que son una mirada hacia su hijo, que es una mirada hacia sus padres?
¿En qué consiste la alegría, la felicidad, la unidad de una familia, sino justamente en una respiración común, en una armonía indivisible en la que cada uno vive en el otro y para el otro? ¿Y a quién pertenece esa dicha de una familia feliz? A nadie. El padre no puede decir: “Yo soy el centro, la fuente, el origen”, y la madre tampoco puede monopolizar la unidad y el amor, ni el niño. Esta felicidad sólo existe circulando, comunicándose en una desapropiación continua.
Esto quiere decir justamente que la verdadera felicidad, la felicidad de la persona, la felicidad del espíritu, en fin, todas esas felicidades que tienen su origen en la inteligencia y en el corazón, son bienes que no pueden ser poseídos.
Cuando se quiere poseer la verdad, se la pierde. Cuando se quiere tener su monopolio, se la limita a una caricatura, cuando se quiere poseer el amor, uno se hace extraño a él.
Los bienes del espíritu son bienes “imposeíbles” y Dios, que es el soberano bien, es soberanamente imposeíble. Dios es la anti-posesión, Dios es el anti-Narciso, la vida divina no es de nadie, ni del Padre que es sólo la comunicación al Hijo, ni del Hijo que es la restitución al Padre, ni del Espíritu Santo que no es más que la respiración hacia el Padre y el Hijo que aspiran a Él. La vida divina, en la Trinidad, es entonces una vida dada, una vida de amor, una vida de generosidad, una vida desposeída, una vida de pobreza.
Y justamente, uno de los más grandes santos de la Iglesia, Francisco de Asís, que era, como ustedes saben, la ambición hecha hombre, hijo de un rico mercader, de un burgués que aspiraba a llegar a ser señor, Francisco, que deslumbraba a sus camaradas arrojando a puñados piezas de oro, ya sea para alimentar sus fiestas nocturnas, ya sea para ilustrarse junto a la tumba de san Pedro, Francisco, el rey de la juventud de Asís, Francisco, tan orgulloso de sí, cuyo padre estaba tan orgulloso de este hijo mayor que destinaba, como él, al comercio, pero al cual daba rienda suelta porque no le desagradaba que su hijo apareciera como un señor, éste era la mejor ilustración de su éxito.
Pero Francisco no soñaba con negocios, él leía las novelas de caballería, soñaba con hacerse ilustre en todos los grandes campos de la historia, con llenar al mundo de su gloria y, a los veinte años, es hecho prisionero durante un año; pero esto no le basta, quiere hacerse ilustre en la gran guerra, en esas inmensas batallas al sur de Italia, imponerse a la admiración, llegar a ser caballero o señor y desposar a la princesa más hermosa del mundo.
Pero justamente, en el camino, es detenido por una voz interior que le dice: “Francisco, ¿qué vale más, servir al amo o servir al servidor?” Y él comprende la parábola que se abre paso en su espíritu.
¿Quién es él? No es nada. Va a servir bajo las órdenes de un capitán que a su vez está al servicio de un príncipe. Será el servidor de un servidor. Esto no es suficiente para él.
Vuelve a Asís para permanecer fiel a su sueño de grandeza y es allí, después de una enfermedad que amenaza llevarlo a la muerte, medita sobre su vida vana, esperando que el camino que se ha abierto en él lo conduzca a su verdadero destino.
Y es al encontrar al leproso a las puertas de la ciudad, su hermano el leproso, pues hacía ya varias semanas que le emocionaba la suerte de esos hombres ubicados fuera de la ciudad, que recibían, sin duda, el pan que su cuerpo necesitaba, pero que no recibían jamás el pan de la amistad; es al encontrar a ese hermano leproso cuando comprende lo que se exige de él: que deje su caballo, que se aproxime al leproso, que deposite una moneda de oro en su mano y la bese, esa mano llena de pus y de sangre, y vuelva a montar a caballo, paralizado por la presencia de Dios, seguro de que acaba de encontrar a Jesucristo.
Y poco a poco el despojamiento se acentúa en la reconstrucción de San Damián, pues le ha parecido oír una voz que le decía: “Francisco, reconstruye mi casa”, hasta que al fin, escuchando el Evangelio de la fiesta de san Mateo, comprende que Jesús lo llama a seguirlo en la pobreza.
Es entonces cuando entra en su oficio de mendicante, soportando todos los desprecios y todos los oprobios, tenido por loco por un gran número, incurriendo en el furor de su padre que se siente deshonrado por su conducta, hasta que finalmente el obispo de Asís le da su manto después que ha devuelto a su padre todo lo que había recibido de él, para no tener en adelante otro padre más que el Padre celestial.
Entonces va a comenzar esa inmensa procesión de la divina pobreza, canto dirigido constantemente a su dama, la dama de sus sueños, esa princesa ideal que reconoce ahora bajo los rasgos de Dama Pobreza, esa pobreza que amará hasta la muerte, con una pasión única, sin reconocer jamás un discípulo, entre sus hijos auténticos, que no esté ante todo esencialmente consagrado a Dama Pobreza.


Dios es todo porque no tiene nada

Es a Dios a quien percibe, bajo el nombre de Dama Pobreza. Ha comprendido que Dios era la Pobreza, que la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los que tienen un alma de pobre”, era la bienaventuranza de Dios.
Ha sido el primero en comprender que el sentido de la pobreza cristiana, no es un ascetismo, una privación, sino una mística, una manera de asimilarse a Dios y de asemejarse a Él.
Dios es Dios porque no tiene nada. Él es todo porque no tiene nada. Es todo porque no puede poseer nada, porque lo ha perdido todo, porque es la soberana evacuación de sí, porque en Él, el yo es otro, porque la persona en Dios es una relación pura, una pura referencia, una pura mirada hacia el otro y en Dios la única propiedad, quiero decir lo único que distingue la persona en Dios, es la desapropiación total.
La unicidad de Dios no consiste, pues, en que él sea el monarca único que domina todo el universo, sino en que tiene en sí todo lo necesario para realizar la perfección del amor. En que tiene en sí al otro, en que no está solo, en que no se mira a sí mismo, no se embriaga de sí, en que es el despojamiento total, que es todo don y, si no tiene nada que perder, es porque lo ha perdido todo eternamente, en ese don absoluto, perfecto e infinito que él es.
Entonces, comenzamos a respirar, comprendemos que hay una analogía entre la santidad humana y la santidad divina y que, si Dios nos llama al despojamiento, es porque él es el despojamiento, y que esta es la única grandeza posible en el orden del Espíritu, que entreveíamos esta mañana meditando sobre el lavatorio de los pies, la escala de valores auténtica, la que emana del Evangelio, la que tiene su fuente en la Trinidad.
Se trata de una escala de generosidad y no de dominación. Dios no es el dueño de nada porque es dado a todo. No es sumisión, anonadamiento, humillación. ¿Qué madre se complacería en la humillación de su hijo? Es insensato.
Lo que Él nos pide, es que nos vaciemos de nosotros mismos porque Él está eternamente vacío de sí, porque el sí mismo en Él es un don hecho al Otro y ésta es la única manera de llegar a la libertad, es la única manera de ser fuente, espacio y creador.
Es necesario entonces que retengamos esta distinción fundamental entre el monoteísmo unitario y el monoteísmo trinitario. Se ha visto en la religión un jeroglífico, un rompecabezas chino Pero no: nada es más claro, nada es más inagotable, sin duda, pero nada es más claro que esto: Dios no puede ser sino Caridad, y la caridad, como dice san Gregorio, se dirige hacia otro.
Para que Dios sea Caridad, es necesario que su amor se dirija hacia otro, no hacia nosotros en primer lugar, pues si Dios no pudiera ser el amor más que frente a nosotros, él tendría tanta necesidad de nosotros como nosotros de él. Si él es Dios es que Él tiene en Sí al Otro, pues es desde el fondo de Sí-mismo de donde brota el amor, la desapropiación, el despojamiento, la pobreza, la santidad perfecta en el orden del espíritu y de la verdad.
Es necesario entonces que apoyemos constantemente nuestra conducta sobre ese despojamiento divino y que comprendamos que ser perfectos como el Padre celestial es perfecto, es justamente tener un alma de pobre, cumplir la primera bienaventuranza en la cual la alegría perfecta es la alegría del don.
Y esto nos introduce en el corazón del misterio de la creación. La creación no es un golpe de varita mágica que suscita de la nada lo que no es. La creación tiene su secreto, su misterio, en esa pobreza radical en la que Dios se expropia de sí, en la que Dios no cesa de darse, de vaciarse para ser la plenitud del amor.
Es decir que la creación es fruto del amor. Dios que sólo es amor, Dios que no puede poseer nada, que es el anti-Narciso y la anti-posesión, Dios solamente nos toca por su amor.
Pero el amor no puede nada que no haya consentido. El “sí” del novio no basta. Es necesario el “sí” de la novia para autenticar el matrimonio. La creación no puede ser la obra de Dios solo, la creación es una historia entre dos.
Y también aquí, cuando una mujer dice “sí” el día de su casamiento, este “sí” es lo que hace de ella una esposa, que cambia esencialmente su condición, que va a construir la casa pues ¿qué es lo que construye la casa familiar, esa casa a la que se refiere el niño cuando dice: “Voy a casa”? Esta casa ¿se construye con piedras? No. Esta casa ¿está ligada a un país, a una tierra? No. Los padres pueden mudarse, pero siempre hay una casa, “la” casa donde el niño es esperado por la mirada de su padre y de su madre. La casa, para él, es “alguien”, la casa es viviente, la casa tiene un corazón.
Y cuando los padres han desaparecido, aunque los muros de la casa no se hayan movido, ya no hay casa. Es el amor lo que construye la casa. Y sin amor la casa se derrumba: cuando la mujer es adúltera, o el marido, ya no hay casa, aunque los muebles estén en el mismo orden, aunque los quehaceres domésticos se hagan con más cuidado que nunca, ya no hay casa porque no hay más amor.
¡Y bien! El universo es una casa que no puede construirse sino por el amor. Y ese amor es necesariamente un amor de reciprocidad, una historia entre dos. Dios no puede construir el mundo él solo, tiene necesidad del consentimiento del hombre o de una criatura semejante al hombre que viviera en otros planetas. Pero no puede haber creado su universo de otro modo que por su amor.
Y el universo no puede recibir esa irradiación del amor de Dios sino por su amor. Si no hay nadie para amar, nada se hace, el mundo se deshace, el mundo se descrea y por eso hay que decir que el mundo no existe todavía.
Dios no es el creador de este mundo, de este mundo de lágrimas y de sangre, de este mundo donde la muerte es la condición de la vida. ¡Dios es inocente! Dios no tiene nada que ver con el mal y ese grito de inocencia va a resonar a través de toda la Escritura hasta el gran grito de la agonía de Jesús: Padre, que se aleje de mí este cáliz, hasta el gran grito, que es el último, que Jesús lanza sobre la cruz: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Justamente, el mal está en el mundo contra Dios y a pesar de Él, porque este mundo no está en el mundo que Dios quiere. Y así como nosotros somos esbozos de humanidad, raramente somos hombres, y , la mayor parte del tiempo nos dejamos llevar por la biología, llevar por el universo, llevar por las fuerzas físico-químicas que se despliegan en nosotros, el universo, también él, está en construcción. Es informe, y san Pablo nos advierte: está en los dolores del parto.
La creación entera gime en los dolores del parto porque ha sido sometida por el hombre a la vanidad: ella espera la revelación de la gloria del Hijo de Dios.
Nosotros entrevemos que Dios es víctima en este mundo y podemos explicarlo en forma de parábola mediante esta magnífica historia:
Yo conocí una mujer huérfana, que muy pronto había perdido a su padre y a su madre, que jamás había conocido la dulzura de un hogar, que jamás había conocido la felicidad de la ternura, que había sido criada a golpes (esto pasaba hace un siglo, porque ella murió hace veinte años con más de ochenta) en un orfanato. Y esta niñita, al crecer, al llegar a la adolescencia, no podía soñar más que una cosa: ser amada, casarse, fundar un hogar, estar finalmente en su casa.
Y, muy pronto, fue necesario que trabajara. Entró en una fábrica de sombreros, encontró a un joven que la cortejaba, que le dijo por primera vez esta palabra maravillosa: “Te amo”. Ella creyó en ese amor y se casó con él.
Pero, apenas casada, ella se dio cuenta de que su marido era un borracho, que todas las tardes llegaba ebrio y la golpeaba, pues se ponía violento con el vino. Toda su felicidad se derrumba: de niña, nunca tuvo hogar; como mujer, ya no lo tendrá. Sabe ahora que su amor va a ser despedazado y que no alcanzará jamás la felicidad.
Entonces, en ese extremo abandono, se vuelve hacia el Dios que ella comenzaba a descubrir: lo conocía sin palabras, pero ahora él se convierte en una presencia y ella se vuelve hacia Él con tal fervor que su marido se da cuenta y, furioso, celoso de que ella encuentre en Dios un consuelo, una alegría que él no puede darle, quiere pisotear esa fe, destruirla si puede. Pero ¿cómo hacerlo? No hay más que una forma de lograrlo: después que ella ha dado a luz un hijo, prohibirle que lo bautice, prohibirle que le comunique su fe.
Ella será la mamá gallina, la madre nutricia, pero será él, el padre, quien lo criará a su gusto.
En efecto, ese niño crece, privado de su madre, separado sistemáticamente de ella por su padre, y llega a ser, como su padre, un inútil. Dotado, por otra parte, excelentemente, como su padre, no hay en él ningún timón: va de ciudad en ciudad incapaz de permanecer en su trabajo, y vuelve periódicamente junto a su madre para que ella pague sus deudas y lo vista de nuevo, lo cual ella hace de muy buena gana, sin comentarios sobre sus desórdenes, pues hace ya mucho tiempo que no espera nada.
Y el milagro es que esta mujer pobre, esta mujer obrera, esta mujer sumamente inteligente, esta mujer de una nobleza incomparable, esta mujer estaba tan totalmente perdida en Dios que ya no pensaba en sí misma, que ya no esperaba nada para sí, ni reconocimiento, ni afecto, y llevaba su soledad, que no era tal pues no cesaba de dialogar con Dios, con una sonrisa que se trasmitía a los demás como prenda de la paz divina.
Ella tenía la inteligencia del dolor, se ocupaba de las jóvenes caídas con un tacto infinito y siempre tenía un poco de dinero ahorrado para ayudar a los pobres, los más pobres que ella, y para subvenir a la miseria de ese hijo cuya vergüenza vivía con una compasión infinita.
A los treinta y cinco años su hijo había quemado su vida, había consumido todas sus energías, estaba tuberculoso en una época en la que aún no se sabía curar esta enfermedad; tan enfermo que ningún sanatorio antituberculoso quiso recibirlo y él encalló, naturalmente, en casa de su madre que lo cuidó, de día y de noche, con una abnegación silenciosa y sonriente, ejemplar, con una única preocupación, que ella me confió en ese entonces: “Yo no pido nada. Únicamente, que antes de morir haya un despertar en él, un despertar de conciencia que le permita no malograr su muerte como ha malogrado su vida”.
Esto era todo lo que ella pedía, pero se guardaba muy bien de hablar a su hijo de su estado, de la muerte próxima y del Dios que ella deseaba que encontrara. Estaba allí, simplemente, una columna de oración en espera de la gracia.
Y un día en el que ese hijo contaba su vida a un amigo de su madre, como podía, en la debilidad en que se encontraba, dijo en un momento decisivo de la conversación: “Yo jamás he tenido religión, pero ahora quiero tener la religión de mi madre”.
Era una palabra en la que expresaba hasta el fondo de su ser. Fue bautizado, hizo su primera comunión. Lo veo todavía, dictando a su madre las intenciones por las cuales quería que ella rezara al recitar el rosario.
Como se acercaba la fiesta de Todos los Santos, su madre, viendo que sus sufrimientos se acrecentaban, que se había perdido toda esperanza humana, pidió que muriera el día de Todos los Santos, y murió el día de Todos los Santos, no sin haber dicho a su madre: “Mamá, si tú me hubieras hablado de ello, yo jamás lo habría hecho. Fue a través tuyo, a través de tu silencio que lo aprendí todo y lo comprendí todo”.
¿Y qué había comprendido? Había comprendido esa cosa admirable, tan esencialmente cristiana: que Dios es más madre que todas las madres, que todo lo que hay de ternura en el corazón de las madres no es sino un eco lejano de la ternura infinitamente maternal de Dios, que Dios es más madre que la misma Santísima Virgen, que Dios es la “Madre eterna” así como es el “Padre eterno”. Y como no quería quedar en deuda con ese amor que lo había esperado durante tanto tiempo, de un solo impulso, se entregó totalmente.
Y yo he comprendido, al lado de él y al lado de ella, lo que podía ser el sufrimiento de Dios. En efecto, cuando el hijo declaró a su madre que quería ser bautizado, el amor de ella no se acrecentó en nada: ella lo amaba, lo amaba totalmente, no podía amarlo más. Simplemente su amor cambió de color. Pues su amor, como el sol que atraviesa un vitral, siempre se había coloreado con los estados de su hijo. A su hijo miserable, lo amaba en el dolor. A su hijo convertido, lo amaba en la alegría, pero era el mismo amor. Y yo he comprendido que el amor de Dios es semejante, es un amor que toma el color de nuestros estados, pero es el mismo, eternamente y siempre infinito.
Esta madre había cargado la miseria de su hijo, había sufrido la miseria de su hijo más que él, con él, para él, en él, porque en la pureza en la que ella vivía, sentía los desórdenes de su hijo mucho más que él. Ella percibía su degradación y su indignidad, no por ella, no porque ella estaba herida, humillada, no como un amante que está herido porque ya no es amado, sino porque él se destruía, porque él se envilecía, estaba por debajo de sí mismo, perdía la fuente de la alegría.
Ella no esperaba nada, lo había perdido todo, es decir, lo había dado todo. Su amor era, simplemente, un amor de identificación que, repitámoslo una vez más, tomaba el color de todos los estados de su hijo.
Así, el amor de Dios toma el color de todos los estados del ser creado. Puede entonces haber en Dios un dolor, hay en Dios un dolor en la medida en que hay en Dios un amor. No un dolor que lo debilita, que lo priva de algo, sino ese dolor de identificación con el ser amado, hasta el punto que hay que decir que todo lo que afecta al alma, la agonía, el dolor, la enfermedad, la miseria, la soledad, la desesperación, el pecado, todo esto Dios lo lleva, por nosotros, en nosotros, antes que nosotros, más que nosotros, como una madre golpeada por todos los estados de su hijo, porque está totalmente identificada con él.
Sería inconcebible que creyéramos en el amor de Dios por nosotros, que creyéramos que es verdaderamente Aquel que desea nuestra felicidad y nuestra alegría, sin que creyéramos que es también el gran compasivo y el primer herido por todo lo que puede afectarnos.
Por eso yo me enojo cuando dicen: “Dios permite el mal”. No. Dios jamás permite el mal, sufre por él, muere por él, es el primero alcanzado por él y, si hay un mal, es porque Dios es su primera víctima.
Cuando Camus, en La Peste, expresa el escándalo que le llega al corazón, ese escándalo del hombre ante el dolor de un pequeño inocente, de un niñito torturado por la enfermedad, cuando Camus expresa esta rebelión, cuanto más grande es el escándalo, más evidente es que se apunta a Dios, que él es golpeado en pleno rostro, en pleno corazón, pues, si no hubiera en el hombre una presencia divina, el mal no sería tan espantoso.
Cuando ustedes aplastan una chinche, sin crueldad, no se van a confesar de haber cometido un crimen sangriento. No sería lo mismo si hubieran matado a un hombre, porque chinches siempre habrá suficientes para nuestra dicha. Pero un hombre es justamente ese consentimiento posible, un poder de iniciativa, un hombre es irremplazable porque introduce en el mundo una mirada nueva, porque en él se refleja todo el universo, porque es único, cada uno de nosotros es único, irremplazable, y constituye un centro donde el universo, en una nueva perspectiva, permite que resplandezca el rostro del Eterno Amor.
Dios, pues, en el universo, es el Amor, el Amor compasivo, el Amor crucificado, el Amor siempre víctima, en todas partes donde hay un dolor, un sufrimiento, una desesperación, una soledad, una muerte y, con mayor razón, aquella depresión atroz que le impide ayudar. Justamente porque Dios es víctima, el mundo es escandaloso, porque el mal puede alcanzar el valor más alto, el mal puede crucificar a Dios en una vida humana.
Esto es lo que comprendió Francisco cuando encontró a su hermano el leproso: se trataba de algo más que el hombre, se trataba de Jesucristo que sufría en sus miembros. Por eso consignó en su testamento el encuentro con el leproso como un acontecimiento capital, porque era su primer encuentro con el Señor.
La Creación es una historia entre dos, Dios no puede hacerla solo. El universo es un inmenso taller donde tenemos que entrar para asumir nuestro trabajo, que es acabar el universo en la línea del amor.
Pues Dios no ha querido crear piedras, no ha querido crear la tierra para la tierra, él ha creado todo esto para el espíritu, para el pensamiento, para la verdad, para el amor, y todo el universo es nuestro cuerpo al cual debemos infundir un alma a su medida, porque nosotros somos sostenidos al comienzo por el universo, nutridos por él, abastecidos de oxígeno, protegidos contra los rayos cósmicos y, si somos sostenidos por la tierra, tenemos a nuestro turno que sostenerla, y a todo el universo, ese gran cuerpo que es el nuestro, que no puede respirar el amor sino a través nuestro y que tenemos que acabar para hacer de él una ofrenda que responda a ese amor infinito que es el Dios viviente, el cual justamente nada puede, sino ofrecerse eternamente sin jamás imponerse.


Un Dios desarmado

A medida que se entra más profundamente en la pobreza divina, a medida que se comprende mejor la alegría de aquel que no puede guardar nada, la alegría de aquel que nada puede poseer, la alegría de aquel en quien todo conocimiento y amor son un estado de eterna comunicación y de eterna desapropiación, a medida que percibimos en las más altas manifestaciones del amor humano, en el heroísmo del amor materno, a medida que percibimos ese poder de identificación en el que el amor nos hace capaces de vivir la vida de otro, para él y no para uno mismo, a medida que entramos en esos abismos de la ternura, comprendemos mejor la fragilidad de Dios.
Dios es frágil. No es, como lo creía la niñita, el que hace todo lo que quiere, Aquel a quien nada le resiste, Aquel que mueve el mundo con un golpe de varita mágica. Es siempre desde el fondo de su pobreza, de su caridad, que brota el ser, de ese despojamiento infinito que es él mismo y, aún entonces, esto no basta, porque todas las creaciones de Dios son creaciones de amor que suponen la reciprocidad, que suponen la respuesta, el consentimiento de nuestro espíritu y de nuestro corazón.
Esta es la razón por la que Dios puede ser vencido. Lo sería de una manera terrorífica si la humanidad pusiera fin a su historia con una guerra atómica. Dios puede ser vencido, él está sobre la cruz, donde muere por amor a aquellos que se niegan eternamente a amarlo.
Cualquiera puede matarlo porque no tiene defensa, está desarmado, como el candor de la infancia eterna. Hay en Dios una infancia como hay en Él una juventud eterna, hay una fragilidad infinita. Esa fragilidad que animaba a Francisco ante el Niño de Belén, es la parábola, es la manifestación, a través de la humanidad de Jesús, de la eterna fragilidad de Dios.
Dios es frágil y, finalmente, ésta es la razón por la que no es a nosotros a quienes hay que salvar, es a Dios a quien hay que salvar de nosotros.
¿Cómo quieren ustedes que una madre condene a su hijo, que juzgue a su hijo? La madre irá a la cárcel por él, pondrá su cabeza bajo la guillotina por él, ella se prestará, se ofrecerá más bien antes que entregar a su hijo. ¿Acaso Dios tendrá menos amor que una madre? Es imposible. Por eso Dios se entrega sobre la cruz, por eso Dios muere por aquellos mismos que lo crucifican, muere por aquellos que se niegan obstinadamente a amarlo. Es lo que hará siempre. Este es el infierno, el infierno cristiano: que Dios muera, que muera por aquel que se niega a amarlo y para él.


Salvar a Dios en nosotros

Por eso es necesario salvar a Dios de nosotros, salvar a Dios de nuestros límites, salvar a Dios de nuestra opacidad. En cuanto a Él, está siempre allí, es, podríamos decir, un difusor en estado de total, eterna y perfecta difusión. El puesto emisor funciona siempre a pleno; somos nosotros, puestos receptores, los que estamos interferidos, perturbados por ruidos parásitos, que recibimos mal o no recibimos en absoluto lo que se nos ofrece permanentemente.
Pero en sí, todas las oraciones son escuchadas, todos los milagros se realizan, todos los misterios de salvación se consuman. Somos nosotros los que no estamos allí para acogerlos. El don de Dios es infinito. se ofrece siempre, pero nosotros podemos siempre neutralizarlo, reducirlo, rechazarlo.
Es pues absolutamente esencial que revirtamos toda la perspectiva, que comprendamos que no se trata de salvarnos a nosotros, y también lo que sería la vida humana si estuviéramos embarcados en ese cálculo sórdido de poner nuestras buenas obras en los bancos eternos y cobrar los dividendos con interés. ¡Esto es abominable, es abyecto! Tanto si viviéramos esta religión de cálculos, o simplemente, con una prudencia estrecha, renunciaríamos a las pequeñas felicidades de hoy por una mayor felicidad futura.
¡No! Es claro que Cristo nos sitúa a otra altura. Cristo, al revelarnos la fragilidad de Dios, la pone en nuestras manos y nos confía el destino de Dios a quien tenemos que descrucificar, a quien tenemos que dejar vivir en nosotros.
Según la admirable palabra de san Pablo a los Filipenses: Para mí, vivir es Jesucristo. En esto consiste toda la perfección cristiana, es Jesucristo viviente en nosotros, en nuestro espíritu, en nuestro corazón, en nuestra sensibilidad, en nuestra carne, en nuestra acción, en nuestra conducta.
La virtud cristiana no es un ejercicio de acrobacia sobre la cuerda tensa del estoicismo. La virtud cristiana es la vida de Cristo que se comunica a través nuestro a toda la humanidad, con la condición de que dejemos vivir a Cristo en todo su poder.
Se trata, entonces, no de nuestra salvación, sino de la vida de Dios entregada en nuestras manos. ¿Pensar en la muerte? ¿Por qué pensar en ella? Esto nos sucederá como a todos: pero ¿por qué pensar en ella? No tiene ninguna importancia. ¿Pensar en nuestra virtud? No tiene ninguna importancia. Si se trata simplemente de nuestra elegancia moral, dejémoslo para mañana si es que hoy estamos fatigados.
Pero justamente, no se trata de eso. Se trata de no dejar perecer en nosotros la vida divina que nos es confiada, y eso no admite ninguna dilación, porque en toda infidelidad Dios es inmediatamente víctima. Escuchen, miren: nuestro mal humor, el peso que arrojamos sobre las espaldas de otro, la queja que difundimos a nuestro alrededor, el relato machacón de nuestros sufrimientos que imponemos al otro, todo lo que es negativo en nosotros hace más pesada la vida, disminuye la esperanza, destruye el entusiasmo, intercepta la corriente de luz y finalmente se convierte en una pantalla que frena la circulación de Dios.
Por el contrario, toda generosidad, todo esfuerzo para mantener la sonrisa, para retomar el entusiasmo, para hacer retroceder la vejez, para afirmar en sí la eterna juventud de Dios, todo esfuerzo para ser un espacio en la vida de otro, abre todas las puertas a la luz y permite que Dios revele su rostro.
Siempre recuerdo maravillado a esa mujer atacada a los cuarenta años por un cáncer de estómago del que moriría –y ella lo sabía– y que esperaba su muerte con una perfecta serenidad, pero que recibía siempre en su cama con un camisón de seda, siendo por otra parte una mujer de condición modesta, porque no quería imponer a los demás la visión de su enfermedad. Ella quería ser hasta el fin un rostro sonriente, acogedor, y que diera testimonio del esplendor de la vida. Esto es la santidad.
La santidad significa ser la alegría de los demás, la santidad es hacer la vida más hermosa, la santidad es ser un espacio donde la libertad respire, la santidad es conducir a cada uno al descubrimiento de esa aventura increíble, que es la nuestra, de estar encargados del destino de Dios.
La pobreza evangélica es la pobreza de Dios. Y si Dios nos pide que entremos en esa pobreza, es porque es la única grandeza auténtica.
No hay grandeza más que en el amor, en el don de sí, y amar es justamente vaciarse de sí, ser pobre de sí, hacer de sí un espacio donde el otro pueda respirar su vida.
Pero esta pobreza, justamente halla en Dios su fuente infinita, porque nosotros no podremos jamás ser tan pobres como Dios, no podremos jamás ser la pobreza original; nosotros podemos encaminarnos hacia ese despojamiento y acrecentar cada vez más la generosidad, pero jamás seremos tan pobres como Dios mismo.
Mas, finalmente, si Dios nos llama a esa felicidad que es alegría del don total, es justamente porque quiere nuestra grandeza y llega al colmo cuando nos confía su vida, cuando pone en nuestras manos su destino en la historia.
Porque justamente, Dios no puede ser una realidad de la historia, quiero decir una presencia que cuente en la historia, una presencia que camine por las calles de Londres, una presencia que cualquier hombre de la calle pueda reconocer, si ella no pasa por nosotros, que somos la inserción temporal de Dios en el universo visible, y si faltamos a este llamado, Dios es como anulado, borrado, inexistente en la experiencia humana.
Y esto, que es para mí el único motivo de la esperanza cristiana, no consiste en esperar la felicidad para sí, sino en liberar el amor de los límites en los que lo encerramos, de las caricaturas con las que lo disfrazamos, en liberar el amor asfixiado por nuestro narcisismo, liberarlo para que finalmente pueda respirar a través nuestro y se comunique a todos.
Evitar el mal, es evitar matar a Dios, evitar crucificarlo. Realizar el bien, es descrucificarlo, es hacerlo nacer, es revivir el misterio de la Anunciación y de la Natividad y, en las palabras del evangelio, llegar a ser la madre de Dios.
Cuando pensamos en ello, no hay quizás en el Evangelio palabras más emocionantes que esta palabra de Jesús: El que hace la voluntad de Dios es mi hermano, y mi hermana y mi madre. Se trata pues de ser la cuna de Jesús, de darle en nosotros una humanidad suplementaria, de dejarlo, en nosotros, invadir todo nuestro ser para que él sea una presencia actual en la historia de hoy.
Si buscamos una aventura, he aquí una a nuestra medida y que solicita nuestro amor, todo el día y toda la noche, pues no hay un instante en el que nuestra ausencia, nuestra indiferencia o nuestro rechazo, deje de poner en peligro la vida de Dios en la historia. Y, para los hombres, lo que no entra en la historia no es nada, porque es inaccesible e inverificable.
Para que Dios sea una presencia efectiva para los hombres de hoy, es necesario que tallemos en nosotros una cuna totalmente nueva a cada latido de nuestro corazón. Y esto es verdad, y en esto se ve la grandeza del Evangelio, esa grandeza inmensa, increíble, paradójica, magnífica, porque hoy, si el hombre es un creador como lo desea el marxismo, si es un creador como queremos nosotros, si es un origen, si es un comienzo, si tiene al mundo en su mano, si lo tiene que acabar con su amor, esto se da en la imposibilidad radical de exaltarse.
No tiene que trepar por encima de su cabeza como el superhombre de Nietzsche, o destruirse a sí mismo por un esfuerzo imposible, pues el cristiano sabe que la única grandeza está en el don de sí, que la única grandeza está en la generosidad, que no se trata de dominar sino de donarse.
Entonces, la grandeza y la humildad son una sola y misma cosa porque la grandeza es vaciarse de sí y la humildad es simplemente no mirarse a sí mismo, porque uno es totalmente una mirada hacia el otro.
Tenemos entonces una obra inmensa que cumplir, porque es de una urgencia infinita para que el Reino de Dios se realice, que demos nuestro consentimiento sin desfallecer, a cada minuto, en las más pequeñas cosas. Son precisamente las cosas más pequeñas las que tienen consecuencias infinitas.
El verdadero mal no es matar, violar, saquear, cosas que uno hace solamente en un estado de violencia irracional; el verdadero mal son esos alfilerazos asestados directamente bajo la hipocresía de una caridad mentirosa. Son todas esas pequeñas cosas que desgarran, que pulverizan el amor, que tratan de vencerlo y que, finalmente traen la disgregación de toda la existencia.
Se trata, entonces, para entrar en esos matices del amor, de entregar a los demás la sonrisa de Dios, de ser lleno de gracia de los pies a la cabeza para manifestar el estado de gracia, llevando a todas partes esa irradiación de la belleza y de la bondad de Dios.
En todo caso, es imposible comprender la inmensidad de la vocación cristiana y esa sed de grandeza que Cristo tiene para nosotros, sin dejar entrar en nosotros la palabra más conmovedora que él nos haya dicho: El que hace la voluntad de Dios es mi hermano, y mi hermana y mi madre.
Si cada uno de nosotros se consagra a esta divina maternidad, si cada uno de nosotros comprende que tiene que convertirse en la cuna de Dios, entonces el misterio de la Virgen será para nosotros un misterio candente de actualidad y comprenderemos que es real hoy y en cada instante de nuestra vida y que hoy, y cada día, y en cada minuto, y en cada latido de nuestro corazón, el Verbo, a través nuestro, quiere hacerse carne para habitar entre nosotros.

¿Quién fue el P. Maurice Zundel?

Aqui copio de la web que se le ha dedicado el resumen biográfico.

1897 Maurice Zundel nació en Neuchâtel, Suiza, el 21 de enero, en una familia católica. Hace sus estudios en una escuela pública. A los catorce años, gracias a un compañero protestante, hace una experiencia espiritual profunda, y el 8 de diciembre de 1911, solo en la iglesia, siente la presencia de Maria. Se orienta hacia el sacerdocio

1912 Dos años de estudios en la Abadía de Einsiedeln dónde aprende alemán, mostrando así una aptitud a las lenguas extranjeras que le será de gran ayuda. Descubre la liturgia, el poder de la oración y del silencio. Su primera obra, el Poema de la Santa Liturgia, será el fruto de esta experiencia.

1915 Hace a continuación su teología en el seminario de Friburgo, hasta su ordenación sacerdotal el 20 de julio de 1919. Es el tiempo que el llama "la gran prueba", a la vez intelectual y espiritual, que decidirá la orientación futura de su pensamiento.

1919 Vicario en Ginebra, se da sin tregua a todos sus cargos pastorales, hasta el agotamiento. Un colega lo denuncia ante su obispo, acusándolo de desviaciones doctrinales...

1926 Enviado a Roma, hace estudios en el Angelicum. Guardará siempre el recuerdo de los maestro que ahí encontró. Aprovecha para redactar una tesis de doctorado en filosofía (aún no publicada) sobre la Influencia del nominalismo sobre el pensamiento cristiano. Al final de este período, no puede volver a entrar en su diócesis, donde sigue siendo sospechoso, y comienza entonces una vida errante que durará veinte años...

1928 Segundo capellán en las Benedictinas de la calle Monsieur. Único momento, donde se dio a la liturgia, a la oración, donde estableció amistades fieles con el mundo muy variado que frecuentaba el monasterio. Charles Du Bos, Ed. Le Roy, quien le hizo conocer a Bergson, Jean Mouton, Jean Guitton, y el joven Mgr Montini, que no lo olvidará, y tantos otros.... Fue un período extraordinario con el descubrimiento de un catolicismo francés, tan vivo, tan lleno de maravillosas promesas.

1929 Sale para Londres, donde es capellán en el colegio de
la Asunción. Se dedica al inglés, leyendo "Apologia pro vita sua" de Newman. Otro año rico en encuentros especialmente en la Iglesia anglicana. Después de una tentativa de reinserción en su diócesis de Suiza, como capellán en una escuela cerca de Lausanne, se lo obliga a retomar la ruta del exilio. Sus ideas, sobre todo en materia social, molestan. En particular, un artículo sobre el desempleo, en la Revista internacional de la Cruz Roja,que al no estar bien interpretado, engendra malos entendidos.

1930 Esta en Neuilly, como capellán en la Escuela
Lafayette que dirige una amiga con quien se encuenta en la calle Monsieur Da conferencias sobre el Evangelio en Radio Luxemburgo. Reanuda su primer libro, el Poema de la Santa Liturgia, inmediatamente muy bien aceptado. En cambio, "Búsqueda de la Persona", es condenado por su obispo y debe retirarse de la venta. ¡Se le acusan de descripciones demasiado realistas del amor humano!

1937 Realización de un viejo sueño: estadía de un año en la Escuela bíblica, en Jerusalén. Allí aprofundiza su conocimiento de las lenguas bíblicas, se familiariza con la crítica textual, y aprende el árabe.
1939 en el momento de la guerra, lo llaman al Cairo por L. Massignon para sustituir a los sacerdotes franceses encuartelados. Instalado con una gran pobreza en el Carmelo de Matarieh, en los alrededores de el Cairo, siempre disponible para todos, cumple ministerios de los más variados, agregando servicios de capellanía, retiros y conferencias..., etc. Entra en estrecho contacto con las Iglesias orientales, y sobre todo descubre el Islam.

1946 Al terminar la guerra, vuelve finalmente a su diócesis, como sacerdote auxiliar de la parroquia del Sagrado-Corazón en Ouchy, cerca de Lausanne, al borde del lago, puesto que ocupará hasta su muerte. Pero su Ministerio lo llama a las cuatro puntos cardinales, ya que hizo el propósito de responder siempre a todo y a todos, privilegiando a los más pobres, los enfermos, los sicóticos, etc. Su vida sigue en un ritmo que podemos encontrar infernal. De día literalmente copado por las llamadas, y una gran parte de la noche, él lee, estudia, escribe.

1972 Y luego, él, el "francotirador", a veces considerado por "peligroso" en algunos medios eclesiásticos, he aquí que es citado por Pablo VI en la encíclica Populorum Progressio (1967), elogiado en la alocución en el Congreso Tomista (1970), y finalmente en 1972 invitado a predicar el tradicional retiro del Vaticano, en su presencia... Fue una sorpresa, tenía compromisos que quería cumplir, por eso debió casi improvisar las veinte exposiciones que requerían esos Ejercicios.

1975 Redacta, no sin pena, este retiro para hacer un libro, "Qué hombre y qué Dios", que aparecera un año después de su muerte. Apenas ese trabajo terminado, viaja a París para predicar otro retiro. El último, ya que viviendo como siempre al límite de sus fuerzas, agotado, se ve obligado a interrumpir su prédica... Durante cinco meses, lucha, ya no puede hablar, y eso le es muy duro. Una nueva hemorragia cerebral lo lleva bruscamente, el 10 de agosto de 1975. La vida errante se acababa, y entra en la casa del Padre.


Publicado en Renacimiento de la Abadia de Fleury,
Zundel un hombre libre, n°190, junio de 1999, p. 10-13
09/02/2006 traduction: Bernadette de Lacaze

domingo, 19 de agosto de 2007

La fuerza de la fe

Si un hombre no está dispuesto a dar la vida por sus ideas, es porque sus ideas no valen nada o él no vale nada.
Ezra Pound


En el año 304, el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, tener las Escrituras, construir lugares para el culto o reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía. En Abitina, una pequeña localidad de la actual Túnez, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados, fueron llevados a Cartago e interrogados por el procónsul Anulino.

Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul, que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: "Sine dominico non possumus". Es decir, sin reunirnos el domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.

Después de atroces torturas, estos mártires de Abitina murieron heroicamente, y así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron, y ahora los recordamos y nos llevan a reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la importancia de la Eucaristía y sobre nuestra disposición a dar la cara por nuestra fe.

En el año 320, durante la persecución de Licinio, hubo otro grupo de mártires que se hizo muy popular entre los primeros cristianos: los cuarenta mártires de Sebaste. Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Los cuarenta eran muy jóvenes, de menos de veinte años. Cuando llegó al campamento la orden de Licinio de que los soldados participaran en los sacrificios idolátricos, ellos rehusaron. Fueron arrestados, atados a una larga cadena y encerrados en la cárcel. La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardaban órdenes superiores, o incluso del mismo emperador. Durante la espera, previendo su fin, los presos escribieron un testamento colectivo en el que se recogen los nombres de cada uno.

Así sobrevive el mundo

Llegada la sentencia de condenación, fueron destinados a morir de frío. Debían estar expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno, en un estanque helado y ahí aguardar su fin. El lugar elegido para la ejecución fue un amplio patio delante de las termas de Sebastia. Para aumentar el tormento de las víctimas, se dejó abierta la entrada de las termas, de donde salían chorros de vapor del calidarium. Bastaban pocos pasos para salir de las angustias, renegar de Cristo y recuperar en las termas esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos minuto a minuto. Las horas pasaban terriblemente monótonas y ninguno de los condenados salía del estanque helado. Mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios que, ya que eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también cuarenta los que lograran la gracia del martirio. El vigilante de las termas asistía estupefacto a la escena. De repente, uno de los condenados, extenuado por los espasmos del frío, salió del estanque y se arrastró hacia la puerta iluminada. Al ver esto, el vigilante decidió remplazarle completando nuevamente el número de cuarenta: se proclamó cristiano y se arrojó junto a los otros condenados.

—¿Y piensas que era necesario morir de esa manera?

Pienso que el mundo sobrevive gracias al testimonio de personas que no se dejan doblegar en medio de las persecuciones y saben hacer frente con valentía a los atropellos que se hacen a la dignidad del hombre.

Podríamos referirnos de nuevo al ejemplo de Santo Tomás Moro, que en 1534 prefirió ser destituido de todos sus cargos, ver confiscados su bienes y acabar recluido en Torre de Londres, antes que aceptar las infamias de Enrique VIII. Allí estuvo encerrado durante quince meses, hasta que fue decapitado, soportando todo tipo de presiones para no ser fiel a lo que Dios, a través de su conciencia, le pedía. Su testimonio de coherencia cristiana hasta el martirio explica que su fama haya crecido incesantemente con el paso de los siglos. Su nombre figura tanto en el martirologio católico como en el anglicano, y su figura es reconocida universalmente, por encima de fronteras nacionales y de confesiones religiosas, como símbolo de integridad y como testimonio heroico de la primacía de la conciencia.

Cuando Dios no interviene

También podríamos recordar el caso de San Estanislao de Polonia, que en el año 1079 tuvo la audacia de censurar al mismísimo rey Boleslao II por sus múltiples inmoralidades, y este ordenó matarlo, y como sus sicarios no se atrevían a atentar contra una persona tan santa, subió él mismo al altar y, mientras celebraba la Santa Misa, en la catedral de Cracovia, lo asesinó con sus propias manos.

Se podrían poner multitud de ejemplos de personas que han muerto como testimonio de la fe. ¿Mereció la pena?

— Supongo que sí, pero dan ganas de responder de otra manera ante los atropellos y las injusticias.

Es cierto, y por eso en muchas ocasiones nos preguntamos por qué razón Dios se queda callado, por qué no hace de inmediato lo que para nosotros resulta quizá evidente. Muchas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte, que actuara con más rotundidad, que derrotara de una vez al mal y creara un mundo mejor.

Sin embargo, cuando pretendemos organizar el mundo adoptando o juzgando el papel de Dios, el resultado es que hacemos entonces un mundo peor. Podemos y debemos influir en que el mundo mejore, pero sin olvidar nunca quién es el Señor de la historia. Porque, como ha señalado Benedicto XVI, nosotros quizá sufrimos ante la paciencia de Dios, pero todos necesitamos de su paciencia. El mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

El mundo y los santos

El testimonio de los santos ha tenido un gran peso a lo largo de la historia. Chesterton decía que, a fin de cuentas, todos los siglos han sido salvados por media docena de hombres que supieron ir contra las corrientes de moda en ese siglo. Cada siglo tiene sus audacias, y cada audacia, un hombre intrépido que va por delante y tiene el valor de vivir contra corriente de las ofuscaciones y cobardías del momento.

Además, muchas veces, esas persecuciones han sido ocasión de grandes bienes. Si recordamos, por ejemplo, la figura de San Esteban, el primer mártir del cristianismo, vemos que a su asesinato siguió una persecución contra los cristianos, la primera en la historia de la Iglesia, pero aquella persecución, que les obligó a huir de Jerusalén y a dispersarse, les hizo transformarse en misioneros itinerantes, de manera que la persecución, y la consiguiente dispersión, se convirtieron en misión, y el Evangelio se propagó por Samaria, Fenicia y Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según cuenta San Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos.

En todas las épocas y lugares, aunque a primera vista no lo parezca, ha sido difícil vivir la fe o la entrega a Dios. Tampoco es fácil ahora, aunque en pocos sitios haya ya prohibiciones o persecuciones formales. El mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo, por la indiferencia religiosa o por un secularismo cerrado a la trascendencia, aparece muchas veces, para la entrega a Dios, como un desierto no menos inhóspito que el de otros tiempos. Quizá por eso, vivir contra corriente es más necesario que nunca.

Alfonso Aguiló
Interrogantes.net