miércoles, 22 de agosto de 2007

Salvar a Dios de nosotros mismos

De Cuadernos Monásticos 156
Maurice Zundel

“Salvar a Dios de nosotros mismos desapropiándonos como Él, para llevar a los otros su belleza, su bondad, su sonrisa...”.
Una niñita que seguía su catecismo muy escrupulosamente había oído hablar del poder de Dios, de la grandeza de Dios, de la riqueza de Dios, de la alegría de Dios que puede todo lo que quiere, a quien nada le resiste, que no puede ser turbado por nada pues es glorificado tanto por aquellos que se pierden como por los que se salvan. Ella se decía: “¡Tiene suerte, el Buen Dios! ¿Qué ha hecho para merecer todo esto? Nada. Entonces, no es justo. Cada uno tendría que tener la oportunidad de ser Dios”. Y ella esperaba su oportunidad de ser Dios.
Esta niñita tenía mil veces razón, pues ella compartía sin saberlo la objeción que Nietzsche se hacía a sí mismo, o más bien la afirmación que proclamaba: “Si hubiera dioses, ¿cómo podría soportar no ser Dios?”. En efecto, si Dios está allá arriba, si domina en una felicidad que nada puede turbar, si todo lo puede, si nada se le resiste, si se embriaga eternamente de sí mismo, ¿por qué no yo? Yo haría tanto bien como él, en las mismas condiciones que él.
Vemos inmediatamente que aquí despunta la imposibilidad de admitir un monoteísmo unitario. Cuando Dios es único y solitario de este modo, ¿a quién puede amar, sino a sí mismo? No puede, entonces, sino contemplarse, alabarse, admirarse y pedirnos que hagamos otro tanto. Nos recuerda singularmente el mito de Narciso, ese joven imaginado por la mitología griega, cuya belleza lo seduce: él busca por todas partes la imagen de sí mismo, se mira en todos los espejos, en todos los estanques y en todas las fuentes capaces de reflejar su belleza y, un día, pasando al borde de un estanque donde aparecía su imagen con un esplendor irresistible, se arrojó al agua para reunirse con su belleza y allí pereció. Y sobre su cadáver brotan las flores que llamamos narcisos, mito admirable que muestra que los antiguos ya habían comprendido la esterilidad de un amor solitario, que no puede conducir sino a la muerte.
Y un monoteísmo solitario acabará siempre para nosotros en ese escándalo, pues un Dios que se mira, un Dios que se ama, es un Dios que no tiene ninguna semejanza con lo que llamamos la virtud, la grandeza, la santidad humana en la cual, justamente, todo el valor de la vida viene del hecho de que uno no se mire a sí mismo sino que esté totalmente atento a los otros y totalmente dirigido a ellos.
En síntesis, nos da exactamente lo mismo que Dios sea único o que sea muchos, si Dios no representa una perfección análoga a la que admiramos en los mejores hombres. Si Dios se mira a sí mismo, o si son muchos, que ellos se hagan la guerra y nos dejen en paz.
El monoteísmo del Islam da lugar precisamente a esta dificultad cuando el Corán dice: “Dios no engendra y Dios no es engendrado”. Cree proclamar, completamente de buena fe, sin duda, el monoteísmo perfecto y el más espiritual y se opone al cristianismo en el cual ve un politeísmo, una asociación de varios dioses, es decir una verdadera idolatría. Los cristianos son “asociadores”, es decir politeístas, en el fondo renegados, paganos.
Sin duda el profeta del Corán, que por otra parte es digno de todo respeto, no habla aquí del Dios de los cristianos sino de oídas. Estaba mal informado por cristianos que no sabían demasiado y que no habían comprendido nada de las riquezas del monoteísmo evangélico, que es algo absolutamente nuevo.
El monoteísmo cristiano es un monoteísmo trinitario. Dios es único pero no es solitario, lo que constituye una inmensa diferencia. Esto quiere decir que Dios no es alguien que se mira, quiere decir que en Dios el conocimiento no es un repliegue sobre sí mismo, una admiración de sí, una embriaguez de sí, sino todo lo contrario; el conocimiento es una mirada hacia el otro.
El conocimiento está suspendido entre ese impulso que llamamos el Padre y ese otro impulso que llamamos el Hijo en un despojamiento infinito, pues justamente el Padre no es sino esa mirada hacia el Hijo, y el Hijo no es sino esa mirada hacia el Padre. Y esto nos recuerda, o más bien nos reintroduce en el corazón del misterio del conocimiento, pues el conocimiento de sí no es posible sino en una mirada hacia otro.
Cuando, maravillados ante la música, la arquitectura, la pintura, la naturaleza o el amor, ustedes se sienten liberados de ustedes mismos, su mirada se fija sobre la belleza y, mientras que ustedes se pierden de vista, se sienten existir con una plenitud incomparable. Precisamente en ese momento la vida alcanza su cima, cuando, dejando de mirarse, ya no son más que una mirada hacia el otro. En ese momento, sin volver a ustedes, sienten que están allí, que existen como nunca en una alegría inmensa pero muy pura y despojada, una alegría que es ofrecida además a esa belleza en la cual se pierden.
Y toda la alegría de la verdad, toda la alegría del conocimiento, consiste en que es un nacimiento pues, como dice Claudel siguiendo a muchos otros: “conocer, es nacer” (connaître, c’est naître). El verdadero conocimiento es un nacimiento, un nacimiento a nosotros mismos, en otro y para él. Y nosotros nunca podemos conocernos auténticamente sino en esa mirada que nos mantiene pendientes de otro.


En Dios, el conocimiento es desapropiación

En Dios sucede algo análogo. En Dios el conocimiento no es una mirada sobre sí, es una mirada hacia otro. Toda la luz divina, toda la alegría divina se reconocen en la comunicación que el Padre hace al Hijo y que el Hijo restituye al Padre. Es decir que el acto de conocer subsiste en Dios, brota en Dios en forma de desapropiación; no en forma de posesión, donde uno se aferra a sí, se fija en sí, se embriaga de sí, sino en forma de una total, absoluta, eterna desapropiación.
El conocimiento en Dios no es una posesión sino un desposeimiento. Lo mismo sucede con el amor. El amor en Dios no es una tentativa de poseer al otro, el Padre tratando de poseer al Hijo o el Hijo al Padre, una embriaguez de sí en el otro y por el otro, sino una nueva dimisión donde el Padre y el Hijo son una respiración hacia el Espíritu Santo, que es una respiración hacia el Padre y el Hijo. De manera que el amor en Dios, como el conocimiento, subsiste, brota eternamente en forma de desapropiación. Noten que esto, que es simple, se ilustra magníficamente en esa trinidad humana que es la familia, la que constituye la más bella parábola de la Eterna Trinidad. Pues ¿qué es una familia, hablando idealmente, sino el hombre, la mujer y el niño, es decir un hombre que es una mirada hacia su mujer, una mujer que es una mirada hacia su marido, un padre y una madre que son una mirada hacia su hijo, que es una mirada hacia sus padres?
¿En qué consiste la alegría, la felicidad, la unidad de una familia, sino justamente en una respiración común, en una armonía indivisible en la que cada uno vive en el otro y para el otro? ¿Y a quién pertenece esa dicha de una familia feliz? A nadie. El padre no puede decir: “Yo soy el centro, la fuente, el origen”, y la madre tampoco puede monopolizar la unidad y el amor, ni el niño. Esta felicidad sólo existe circulando, comunicándose en una desapropiación continua.
Esto quiere decir justamente que la verdadera felicidad, la felicidad de la persona, la felicidad del espíritu, en fin, todas esas felicidades que tienen su origen en la inteligencia y en el corazón, son bienes que no pueden ser poseídos.
Cuando se quiere poseer la verdad, se la pierde. Cuando se quiere tener su monopolio, se la limita a una caricatura, cuando se quiere poseer el amor, uno se hace extraño a él.
Los bienes del espíritu son bienes “imposeíbles” y Dios, que es el soberano bien, es soberanamente imposeíble. Dios es la anti-posesión, Dios es el anti-Narciso, la vida divina no es de nadie, ni del Padre que es sólo la comunicación al Hijo, ni del Hijo que es la restitución al Padre, ni del Espíritu Santo que no es más que la respiración hacia el Padre y el Hijo que aspiran a Él. La vida divina, en la Trinidad, es entonces una vida dada, una vida de amor, una vida de generosidad, una vida desposeída, una vida de pobreza.
Y justamente, uno de los más grandes santos de la Iglesia, Francisco de Asís, que era, como ustedes saben, la ambición hecha hombre, hijo de un rico mercader, de un burgués que aspiraba a llegar a ser señor, Francisco, que deslumbraba a sus camaradas arrojando a puñados piezas de oro, ya sea para alimentar sus fiestas nocturnas, ya sea para ilustrarse junto a la tumba de san Pedro, Francisco, el rey de la juventud de Asís, Francisco, tan orgulloso de sí, cuyo padre estaba tan orgulloso de este hijo mayor que destinaba, como él, al comercio, pero al cual daba rienda suelta porque no le desagradaba que su hijo apareciera como un señor, éste era la mejor ilustración de su éxito.
Pero Francisco no soñaba con negocios, él leía las novelas de caballería, soñaba con hacerse ilustre en todos los grandes campos de la historia, con llenar al mundo de su gloria y, a los veinte años, es hecho prisionero durante un año; pero esto no le basta, quiere hacerse ilustre en la gran guerra, en esas inmensas batallas al sur de Italia, imponerse a la admiración, llegar a ser caballero o señor y desposar a la princesa más hermosa del mundo.
Pero justamente, en el camino, es detenido por una voz interior que le dice: “Francisco, ¿qué vale más, servir al amo o servir al servidor?” Y él comprende la parábola que se abre paso en su espíritu.
¿Quién es él? No es nada. Va a servir bajo las órdenes de un capitán que a su vez está al servicio de un príncipe. Será el servidor de un servidor. Esto no es suficiente para él.
Vuelve a Asís para permanecer fiel a su sueño de grandeza y es allí, después de una enfermedad que amenaza llevarlo a la muerte, medita sobre su vida vana, esperando que el camino que se ha abierto en él lo conduzca a su verdadero destino.
Y es al encontrar al leproso a las puertas de la ciudad, su hermano el leproso, pues hacía ya varias semanas que le emocionaba la suerte de esos hombres ubicados fuera de la ciudad, que recibían, sin duda, el pan que su cuerpo necesitaba, pero que no recibían jamás el pan de la amistad; es al encontrar a ese hermano leproso cuando comprende lo que se exige de él: que deje su caballo, que se aproxime al leproso, que deposite una moneda de oro en su mano y la bese, esa mano llena de pus y de sangre, y vuelva a montar a caballo, paralizado por la presencia de Dios, seguro de que acaba de encontrar a Jesucristo.
Y poco a poco el despojamiento se acentúa en la reconstrucción de San Damián, pues le ha parecido oír una voz que le decía: “Francisco, reconstruye mi casa”, hasta que al fin, escuchando el Evangelio de la fiesta de san Mateo, comprende que Jesús lo llama a seguirlo en la pobreza.
Es entonces cuando entra en su oficio de mendicante, soportando todos los desprecios y todos los oprobios, tenido por loco por un gran número, incurriendo en el furor de su padre que se siente deshonrado por su conducta, hasta que finalmente el obispo de Asís le da su manto después que ha devuelto a su padre todo lo que había recibido de él, para no tener en adelante otro padre más que el Padre celestial.
Entonces va a comenzar esa inmensa procesión de la divina pobreza, canto dirigido constantemente a su dama, la dama de sus sueños, esa princesa ideal que reconoce ahora bajo los rasgos de Dama Pobreza, esa pobreza que amará hasta la muerte, con una pasión única, sin reconocer jamás un discípulo, entre sus hijos auténticos, que no esté ante todo esencialmente consagrado a Dama Pobreza.


Dios es todo porque no tiene nada

Es a Dios a quien percibe, bajo el nombre de Dama Pobreza. Ha comprendido que Dios era la Pobreza, que la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los que tienen un alma de pobre”, era la bienaventuranza de Dios.
Ha sido el primero en comprender que el sentido de la pobreza cristiana, no es un ascetismo, una privación, sino una mística, una manera de asimilarse a Dios y de asemejarse a Él.
Dios es Dios porque no tiene nada. Él es todo porque no tiene nada. Es todo porque no puede poseer nada, porque lo ha perdido todo, porque es la soberana evacuación de sí, porque en Él, el yo es otro, porque la persona en Dios es una relación pura, una pura referencia, una pura mirada hacia el otro y en Dios la única propiedad, quiero decir lo único que distingue la persona en Dios, es la desapropiación total.
La unicidad de Dios no consiste, pues, en que él sea el monarca único que domina todo el universo, sino en que tiene en sí todo lo necesario para realizar la perfección del amor. En que tiene en sí al otro, en que no está solo, en que no se mira a sí mismo, no se embriaga de sí, en que es el despojamiento total, que es todo don y, si no tiene nada que perder, es porque lo ha perdido todo eternamente, en ese don absoluto, perfecto e infinito que él es.
Entonces, comenzamos a respirar, comprendemos que hay una analogía entre la santidad humana y la santidad divina y que, si Dios nos llama al despojamiento, es porque él es el despojamiento, y que esta es la única grandeza posible en el orden del Espíritu, que entreveíamos esta mañana meditando sobre el lavatorio de los pies, la escala de valores auténtica, la que emana del Evangelio, la que tiene su fuente en la Trinidad.
Se trata de una escala de generosidad y no de dominación. Dios no es el dueño de nada porque es dado a todo. No es sumisión, anonadamiento, humillación. ¿Qué madre se complacería en la humillación de su hijo? Es insensato.
Lo que Él nos pide, es que nos vaciemos de nosotros mismos porque Él está eternamente vacío de sí, porque el sí mismo en Él es un don hecho al Otro y ésta es la única manera de llegar a la libertad, es la única manera de ser fuente, espacio y creador.
Es necesario entonces que retengamos esta distinción fundamental entre el monoteísmo unitario y el monoteísmo trinitario. Se ha visto en la religión un jeroglífico, un rompecabezas chino Pero no: nada es más claro, nada es más inagotable, sin duda, pero nada es más claro que esto: Dios no puede ser sino Caridad, y la caridad, como dice san Gregorio, se dirige hacia otro.
Para que Dios sea Caridad, es necesario que su amor se dirija hacia otro, no hacia nosotros en primer lugar, pues si Dios no pudiera ser el amor más que frente a nosotros, él tendría tanta necesidad de nosotros como nosotros de él. Si él es Dios es que Él tiene en Sí al Otro, pues es desde el fondo de Sí-mismo de donde brota el amor, la desapropiación, el despojamiento, la pobreza, la santidad perfecta en el orden del espíritu y de la verdad.
Es necesario entonces que apoyemos constantemente nuestra conducta sobre ese despojamiento divino y que comprendamos que ser perfectos como el Padre celestial es perfecto, es justamente tener un alma de pobre, cumplir la primera bienaventuranza en la cual la alegría perfecta es la alegría del don.
Y esto nos introduce en el corazón del misterio de la creación. La creación no es un golpe de varita mágica que suscita de la nada lo que no es. La creación tiene su secreto, su misterio, en esa pobreza radical en la que Dios se expropia de sí, en la que Dios no cesa de darse, de vaciarse para ser la plenitud del amor.
Es decir que la creación es fruto del amor. Dios que sólo es amor, Dios que no puede poseer nada, que es el anti-Narciso y la anti-posesión, Dios solamente nos toca por su amor.
Pero el amor no puede nada que no haya consentido. El “sí” del novio no basta. Es necesario el “sí” de la novia para autenticar el matrimonio. La creación no puede ser la obra de Dios solo, la creación es una historia entre dos.
Y también aquí, cuando una mujer dice “sí” el día de su casamiento, este “sí” es lo que hace de ella una esposa, que cambia esencialmente su condición, que va a construir la casa pues ¿qué es lo que construye la casa familiar, esa casa a la que se refiere el niño cuando dice: “Voy a casa”? Esta casa ¿se construye con piedras? No. Esta casa ¿está ligada a un país, a una tierra? No. Los padres pueden mudarse, pero siempre hay una casa, “la” casa donde el niño es esperado por la mirada de su padre y de su madre. La casa, para él, es “alguien”, la casa es viviente, la casa tiene un corazón.
Y cuando los padres han desaparecido, aunque los muros de la casa no se hayan movido, ya no hay casa. Es el amor lo que construye la casa. Y sin amor la casa se derrumba: cuando la mujer es adúltera, o el marido, ya no hay casa, aunque los muebles estén en el mismo orden, aunque los quehaceres domésticos se hagan con más cuidado que nunca, ya no hay casa porque no hay más amor.
¡Y bien! El universo es una casa que no puede construirse sino por el amor. Y ese amor es necesariamente un amor de reciprocidad, una historia entre dos. Dios no puede construir el mundo él solo, tiene necesidad del consentimiento del hombre o de una criatura semejante al hombre que viviera en otros planetas. Pero no puede haber creado su universo de otro modo que por su amor.
Y el universo no puede recibir esa irradiación del amor de Dios sino por su amor. Si no hay nadie para amar, nada se hace, el mundo se deshace, el mundo se descrea y por eso hay que decir que el mundo no existe todavía.
Dios no es el creador de este mundo, de este mundo de lágrimas y de sangre, de este mundo donde la muerte es la condición de la vida. ¡Dios es inocente! Dios no tiene nada que ver con el mal y ese grito de inocencia va a resonar a través de toda la Escritura hasta el gran grito de la agonía de Jesús: Padre, que se aleje de mí este cáliz, hasta el gran grito, que es el último, que Jesús lanza sobre la cruz: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Justamente, el mal está en el mundo contra Dios y a pesar de Él, porque este mundo no está en el mundo que Dios quiere. Y así como nosotros somos esbozos de humanidad, raramente somos hombres, y , la mayor parte del tiempo nos dejamos llevar por la biología, llevar por el universo, llevar por las fuerzas físico-químicas que se despliegan en nosotros, el universo, también él, está en construcción. Es informe, y san Pablo nos advierte: está en los dolores del parto.
La creación entera gime en los dolores del parto porque ha sido sometida por el hombre a la vanidad: ella espera la revelación de la gloria del Hijo de Dios.
Nosotros entrevemos que Dios es víctima en este mundo y podemos explicarlo en forma de parábola mediante esta magnífica historia:
Yo conocí una mujer huérfana, que muy pronto había perdido a su padre y a su madre, que jamás había conocido la dulzura de un hogar, que jamás había conocido la felicidad de la ternura, que había sido criada a golpes (esto pasaba hace un siglo, porque ella murió hace veinte años con más de ochenta) en un orfanato. Y esta niñita, al crecer, al llegar a la adolescencia, no podía soñar más que una cosa: ser amada, casarse, fundar un hogar, estar finalmente en su casa.
Y, muy pronto, fue necesario que trabajara. Entró en una fábrica de sombreros, encontró a un joven que la cortejaba, que le dijo por primera vez esta palabra maravillosa: “Te amo”. Ella creyó en ese amor y se casó con él.
Pero, apenas casada, ella se dio cuenta de que su marido era un borracho, que todas las tardes llegaba ebrio y la golpeaba, pues se ponía violento con el vino. Toda su felicidad se derrumba: de niña, nunca tuvo hogar; como mujer, ya no lo tendrá. Sabe ahora que su amor va a ser despedazado y que no alcanzará jamás la felicidad.
Entonces, en ese extremo abandono, se vuelve hacia el Dios que ella comenzaba a descubrir: lo conocía sin palabras, pero ahora él se convierte en una presencia y ella se vuelve hacia Él con tal fervor que su marido se da cuenta y, furioso, celoso de que ella encuentre en Dios un consuelo, una alegría que él no puede darle, quiere pisotear esa fe, destruirla si puede. Pero ¿cómo hacerlo? No hay más que una forma de lograrlo: después que ella ha dado a luz un hijo, prohibirle que lo bautice, prohibirle que le comunique su fe.
Ella será la mamá gallina, la madre nutricia, pero será él, el padre, quien lo criará a su gusto.
En efecto, ese niño crece, privado de su madre, separado sistemáticamente de ella por su padre, y llega a ser, como su padre, un inútil. Dotado, por otra parte, excelentemente, como su padre, no hay en él ningún timón: va de ciudad en ciudad incapaz de permanecer en su trabajo, y vuelve periódicamente junto a su madre para que ella pague sus deudas y lo vista de nuevo, lo cual ella hace de muy buena gana, sin comentarios sobre sus desórdenes, pues hace ya mucho tiempo que no espera nada.
Y el milagro es que esta mujer pobre, esta mujer obrera, esta mujer sumamente inteligente, esta mujer de una nobleza incomparable, esta mujer estaba tan totalmente perdida en Dios que ya no pensaba en sí misma, que ya no esperaba nada para sí, ni reconocimiento, ni afecto, y llevaba su soledad, que no era tal pues no cesaba de dialogar con Dios, con una sonrisa que se trasmitía a los demás como prenda de la paz divina.
Ella tenía la inteligencia del dolor, se ocupaba de las jóvenes caídas con un tacto infinito y siempre tenía un poco de dinero ahorrado para ayudar a los pobres, los más pobres que ella, y para subvenir a la miseria de ese hijo cuya vergüenza vivía con una compasión infinita.
A los treinta y cinco años su hijo había quemado su vida, había consumido todas sus energías, estaba tuberculoso en una época en la que aún no se sabía curar esta enfermedad; tan enfermo que ningún sanatorio antituberculoso quiso recibirlo y él encalló, naturalmente, en casa de su madre que lo cuidó, de día y de noche, con una abnegación silenciosa y sonriente, ejemplar, con una única preocupación, que ella me confió en ese entonces: “Yo no pido nada. Únicamente, que antes de morir haya un despertar en él, un despertar de conciencia que le permita no malograr su muerte como ha malogrado su vida”.
Esto era todo lo que ella pedía, pero se guardaba muy bien de hablar a su hijo de su estado, de la muerte próxima y del Dios que ella deseaba que encontrara. Estaba allí, simplemente, una columna de oración en espera de la gracia.
Y un día en el que ese hijo contaba su vida a un amigo de su madre, como podía, en la debilidad en que se encontraba, dijo en un momento decisivo de la conversación: “Yo jamás he tenido religión, pero ahora quiero tener la religión de mi madre”.
Era una palabra en la que expresaba hasta el fondo de su ser. Fue bautizado, hizo su primera comunión. Lo veo todavía, dictando a su madre las intenciones por las cuales quería que ella rezara al recitar el rosario.
Como se acercaba la fiesta de Todos los Santos, su madre, viendo que sus sufrimientos se acrecentaban, que se había perdido toda esperanza humana, pidió que muriera el día de Todos los Santos, y murió el día de Todos los Santos, no sin haber dicho a su madre: “Mamá, si tú me hubieras hablado de ello, yo jamás lo habría hecho. Fue a través tuyo, a través de tu silencio que lo aprendí todo y lo comprendí todo”.
¿Y qué había comprendido? Había comprendido esa cosa admirable, tan esencialmente cristiana: que Dios es más madre que todas las madres, que todo lo que hay de ternura en el corazón de las madres no es sino un eco lejano de la ternura infinitamente maternal de Dios, que Dios es más madre que la misma Santísima Virgen, que Dios es la “Madre eterna” así como es el “Padre eterno”. Y como no quería quedar en deuda con ese amor que lo había esperado durante tanto tiempo, de un solo impulso, se entregó totalmente.
Y yo he comprendido, al lado de él y al lado de ella, lo que podía ser el sufrimiento de Dios. En efecto, cuando el hijo declaró a su madre que quería ser bautizado, el amor de ella no se acrecentó en nada: ella lo amaba, lo amaba totalmente, no podía amarlo más. Simplemente su amor cambió de color. Pues su amor, como el sol que atraviesa un vitral, siempre se había coloreado con los estados de su hijo. A su hijo miserable, lo amaba en el dolor. A su hijo convertido, lo amaba en la alegría, pero era el mismo amor. Y yo he comprendido que el amor de Dios es semejante, es un amor que toma el color de nuestros estados, pero es el mismo, eternamente y siempre infinito.
Esta madre había cargado la miseria de su hijo, había sufrido la miseria de su hijo más que él, con él, para él, en él, porque en la pureza en la que ella vivía, sentía los desórdenes de su hijo mucho más que él. Ella percibía su degradación y su indignidad, no por ella, no porque ella estaba herida, humillada, no como un amante que está herido porque ya no es amado, sino porque él se destruía, porque él se envilecía, estaba por debajo de sí mismo, perdía la fuente de la alegría.
Ella no esperaba nada, lo había perdido todo, es decir, lo había dado todo. Su amor era, simplemente, un amor de identificación que, repitámoslo una vez más, tomaba el color de todos los estados de su hijo.
Así, el amor de Dios toma el color de todos los estados del ser creado. Puede entonces haber en Dios un dolor, hay en Dios un dolor en la medida en que hay en Dios un amor. No un dolor que lo debilita, que lo priva de algo, sino ese dolor de identificación con el ser amado, hasta el punto que hay que decir que todo lo que afecta al alma, la agonía, el dolor, la enfermedad, la miseria, la soledad, la desesperación, el pecado, todo esto Dios lo lleva, por nosotros, en nosotros, antes que nosotros, más que nosotros, como una madre golpeada por todos los estados de su hijo, porque está totalmente identificada con él.
Sería inconcebible que creyéramos en el amor de Dios por nosotros, que creyéramos que es verdaderamente Aquel que desea nuestra felicidad y nuestra alegría, sin que creyéramos que es también el gran compasivo y el primer herido por todo lo que puede afectarnos.
Por eso yo me enojo cuando dicen: “Dios permite el mal”. No. Dios jamás permite el mal, sufre por él, muere por él, es el primero alcanzado por él y, si hay un mal, es porque Dios es su primera víctima.
Cuando Camus, en La Peste, expresa el escándalo que le llega al corazón, ese escándalo del hombre ante el dolor de un pequeño inocente, de un niñito torturado por la enfermedad, cuando Camus expresa esta rebelión, cuanto más grande es el escándalo, más evidente es que se apunta a Dios, que él es golpeado en pleno rostro, en pleno corazón, pues, si no hubiera en el hombre una presencia divina, el mal no sería tan espantoso.
Cuando ustedes aplastan una chinche, sin crueldad, no se van a confesar de haber cometido un crimen sangriento. No sería lo mismo si hubieran matado a un hombre, porque chinches siempre habrá suficientes para nuestra dicha. Pero un hombre es justamente ese consentimiento posible, un poder de iniciativa, un hombre es irremplazable porque introduce en el mundo una mirada nueva, porque en él se refleja todo el universo, porque es único, cada uno de nosotros es único, irremplazable, y constituye un centro donde el universo, en una nueva perspectiva, permite que resplandezca el rostro del Eterno Amor.
Dios, pues, en el universo, es el Amor, el Amor compasivo, el Amor crucificado, el Amor siempre víctima, en todas partes donde hay un dolor, un sufrimiento, una desesperación, una soledad, una muerte y, con mayor razón, aquella depresión atroz que le impide ayudar. Justamente porque Dios es víctima, el mundo es escandaloso, porque el mal puede alcanzar el valor más alto, el mal puede crucificar a Dios en una vida humana.
Esto es lo que comprendió Francisco cuando encontró a su hermano el leproso: se trataba de algo más que el hombre, se trataba de Jesucristo que sufría en sus miembros. Por eso consignó en su testamento el encuentro con el leproso como un acontecimiento capital, porque era su primer encuentro con el Señor.
La Creación es una historia entre dos, Dios no puede hacerla solo. El universo es un inmenso taller donde tenemos que entrar para asumir nuestro trabajo, que es acabar el universo en la línea del amor.
Pues Dios no ha querido crear piedras, no ha querido crear la tierra para la tierra, él ha creado todo esto para el espíritu, para el pensamiento, para la verdad, para el amor, y todo el universo es nuestro cuerpo al cual debemos infundir un alma a su medida, porque nosotros somos sostenidos al comienzo por el universo, nutridos por él, abastecidos de oxígeno, protegidos contra los rayos cósmicos y, si somos sostenidos por la tierra, tenemos a nuestro turno que sostenerla, y a todo el universo, ese gran cuerpo que es el nuestro, que no puede respirar el amor sino a través nuestro y que tenemos que acabar para hacer de él una ofrenda que responda a ese amor infinito que es el Dios viviente, el cual justamente nada puede, sino ofrecerse eternamente sin jamás imponerse.


Un Dios desarmado

A medida que se entra más profundamente en la pobreza divina, a medida que se comprende mejor la alegría de aquel que no puede guardar nada, la alegría de aquel que nada puede poseer, la alegría de aquel en quien todo conocimiento y amor son un estado de eterna comunicación y de eterna desapropiación, a medida que percibimos en las más altas manifestaciones del amor humano, en el heroísmo del amor materno, a medida que percibimos ese poder de identificación en el que el amor nos hace capaces de vivir la vida de otro, para él y no para uno mismo, a medida que entramos en esos abismos de la ternura, comprendemos mejor la fragilidad de Dios.
Dios es frágil. No es, como lo creía la niñita, el que hace todo lo que quiere, Aquel a quien nada le resiste, Aquel que mueve el mundo con un golpe de varita mágica. Es siempre desde el fondo de su pobreza, de su caridad, que brota el ser, de ese despojamiento infinito que es él mismo y, aún entonces, esto no basta, porque todas las creaciones de Dios son creaciones de amor que suponen la reciprocidad, que suponen la respuesta, el consentimiento de nuestro espíritu y de nuestro corazón.
Esta es la razón por la que Dios puede ser vencido. Lo sería de una manera terrorífica si la humanidad pusiera fin a su historia con una guerra atómica. Dios puede ser vencido, él está sobre la cruz, donde muere por amor a aquellos que se niegan eternamente a amarlo.
Cualquiera puede matarlo porque no tiene defensa, está desarmado, como el candor de la infancia eterna. Hay en Dios una infancia como hay en Él una juventud eterna, hay una fragilidad infinita. Esa fragilidad que animaba a Francisco ante el Niño de Belén, es la parábola, es la manifestación, a través de la humanidad de Jesús, de la eterna fragilidad de Dios.
Dios es frágil y, finalmente, ésta es la razón por la que no es a nosotros a quienes hay que salvar, es a Dios a quien hay que salvar de nosotros.
¿Cómo quieren ustedes que una madre condene a su hijo, que juzgue a su hijo? La madre irá a la cárcel por él, pondrá su cabeza bajo la guillotina por él, ella se prestará, se ofrecerá más bien antes que entregar a su hijo. ¿Acaso Dios tendrá menos amor que una madre? Es imposible. Por eso Dios se entrega sobre la cruz, por eso Dios muere por aquellos mismos que lo crucifican, muere por aquellos que se niegan obstinadamente a amarlo. Es lo que hará siempre. Este es el infierno, el infierno cristiano: que Dios muera, que muera por aquel que se niega a amarlo y para él.


Salvar a Dios en nosotros

Por eso es necesario salvar a Dios de nosotros, salvar a Dios de nuestros límites, salvar a Dios de nuestra opacidad. En cuanto a Él, está siempre allí, es, podríamos decir, un difusor en estado de total, eterna y perfecta difusión. El puesto emisor funciona siempre a pleno; somos nosotros, puestos receptores, los que estamos interferidos, perturbados por ruidos parásitos, que recibimos mal o no recibimos en absoluto lo que se nos ofrece permanentemente.
Pero en sí, todas las oraciones son escuchadas, todos los milagros se realizan, todos los misterios de salvación se consuman. Somos nosotros los que no estamos allí para acogerlos. El don de Dios es infinito. se ofrece siempre, pero nosotros podemos siempre neutralizarlo, reducirlo, rechazarlo.
Es pues absolutamente esencial que revirtamos toda la perspectiva, que comprendamos que no se trata de salvarnos a nosotros, y también lo que sería la vida humana si estuviéramos embarcados en ese cálculo sórdido de poner nuestras buenas obras en los bancos eternos y cobrar los dividendos con interés. ¡Esto es abominable, es abyecto! Tanto si viviéramos esta religión de cálculos, o simplemente, con una prudencia estrecha, renunciaríamos a las pequeñas felicidades de hoy por una mayor felicidad futura.
¡No! Es claro que Cristo nos sitúa a otra altura. Cristo, al revelarnos la fragilidad de Dios, la pone en nuestras manos y nos confía el destino de Dios a quien tenemos que descrucificar, a quien tenemos que dejar vivir en nosotros.
Según la admirable palabra de san Pablo a los Filipenses: Para mí, vivir es Jesucristo. En esto consiste toda la perfección cristiana, es Jesucristo viviente en nosotros, en nuestro espíritu, en nuestro corazón, en nuestra sensibilidad, en nuestra carne, en nuestra acción, en nuestra conducta.
La virtud cristiana no es un ejercicio de acrobacia sobre la cuerda tensa del estoicismo. La virtud cristiana es la vida de Cristo que se comunica a través nuestro a toda la humanidad, con la condición de que dejemos vivir a Cristo en todo su poder.
Se trata, entonces, no de nuestra salvación, sino de la vida de Dios entregada en nuestras manos. ¿Pensar en la muerte? ¿Por qué pensar en ella? Esto nos sucederá como a todos: pero ¿por qué pensar en ella? No tiene ninguna importancia. ¿Pensar en nuestra virtud? No tiene ninguna importancia. Si se trata simplemente de nuestra elegancia moral, dejémoslo para mañana si es que hoy estamos fatigados.
Pero justamente, no se trata de eso. Se trata de no dejar perecer en nosotros la vida divina que nos es confiada, y eso no admite ninguna dilación, porque en toda infidelidad Dios es inmediatamente víctima. Escuchen, miren: nuestro mal humor, el peso que arrojamos sobre las espaldas de otro, la queja que difundimos a nuestro alrededor, el relato machacón de nuestros sufrimientos que imponemos al otro, todo lo que es negativo en nosotros hace más pesada la vida, disminuye la esperanza, destruye el entusiasmo, intercepta la corriente de luz y finalmente se convierte en una pantalla que frena la circulación de Dios.
Por el contrario, toda generosidad, todo esfuerzo para mantener la sonrisa, para retomar el entusiasmo, para hacer retroceder la vejez, para afirmar en sí la eterna juventud de Dios, todo esfuerzo para ser un espacio en la vida de otro, abre todas las puertas a la luz y permite que Dios revele su rostro.
Siempre recuerdo maravillado a esa mujer atacada a los cuarenta años por un cáncer de estómago del que moriría –y ella lo sabía– y que esperaba su muerte con una perfecta serenidad, pero que recibía siempre en su cama con un camisón de seda, siendo por otra parte una mujer de condición modesta, porque no quería imponer a los demás la visión de su enfermedad. Ella quería ser hasta el fin un rostro sonriente, acogedor, y que diera testimonio del esplendor de la vida. Esto es la santidad.
La santidad significa ser la alegría de los demás, la santidad es hacer la vida más hermosa, la santidad es ser un espacio donde la libertad respire, la santidad es conducir a cada uno al descubrimiento de esa aventura increíble, que es la nuestra, de estar encargados del destino de Dios.
La pobreza evangélica es la pobreza de Dios. Y si Dios nos pide que entremos en esa pobreza, es porque es la única grandeza auténtica.
No hay grandeza más que en el amor, en el don de sí, y amar es justamente vaciarse de sí, ser pobre de sí, hacer de sí un espacio donde el otro pueda respirar su vida.
Pero esta pobreza, justamente halla en Dios su fuente infinita, porque nosotros no podremos jamás ser tan pobres como Dios, no podremos jamás ser la pobreza original; nosotros podemos encaminarnos hacia ese despojamiento y acrecentar cada vez más la generosidad, pero jamás seremos tan pobres como Dios mismo.
Mas, finalmente, si Dios nos llama a esa felicidad que es alegría del don total, es justamente porque quiere nuestra grandeza y llega al colmo cuando nos confía su vida, cuando pone en nuestras manos su destino en la historia.
Porque justamente, Dios no puede ser una realidad de la historia, quiero decir una presencia que cuente en la historia, una presencia que camine por las calles de Londres, una presencia que cualquier hombre de la calle pueda reconocer, si ella no pasa por nosotros, que somos la inserción temporal de Dios en el universo visible, y si faltamos a este llamado, Dios es como anulado, borrado, inexistente en la experiencia humana.
Y esto, que es para mí el único motivo de la esperanza cristiana, no consiste en esperar la felicidad para sí, sino en liberar el amor de los límites en los que lo encerramos, de las caricaturas con las que lo disfrazamos, en liberar el amor asfixiado por nuestro narcisismo, liberarlo para que finalmente pueda respirar a través nuestro y se comunique a todos.
Evitar el mal, es evitar matar a Dios, evitar crucificarlo. Realizar el bien, es descrucificarlo, es hacerlo nacer, es revivir el misterio de la Anunciación y de la Natividad y, en las palabras del evangelio, llegar a ser la madre de Dios.
Cuando pensamos en ello, no hay quizás en el Evangelio palabras más emocionantes que esta palabra de Jesús: El que hace la voluntad de Dios es mi hermano, y mi hermana y mi madre. Se trata pues de ser la cuna de Jesús, de darle en nosotros una humanidad suplementaria, de dejarlo, en nosotros, invadir todo nuestro ser para que él sea una presencia actual en la historia de hoy.
Si buscamos una aventura, he aquí una a nuestra medida y que solicita nuestro amor, todo el día y toda la noche, pues no hay un instante en el que nuestra ausencia, nuestra indiferencia o nuestro rechazo, deje de poner en peligro la vida de Dios en la historia. Y, para los hombres, lo que no entra en la historia no es nada, porque es inaccesible e inverificable.
Para que Dios sea una presencia efectiva para los hombres de hoy, es necesario que tallemos en nosotros una cuna totalmente nueva a cada latido de nuestro corazón. Y esto es verdad, y en esto se ve la grandeza del Evangelio, esa grandeza inmensa, increíble, paradójica, magnífica, porque hoy, si el hombre es un creador como lo desea el marxismo, si es un creador como queremos nosotros, si es un origen, si es un comienzo, si tiene al mundo en su mano, si lo tiene que acabar con su amor, esto se da en la imposibilidad radical de exaltarse.
No tiene que trepar por encima de su cabeza como el superhombre de Nietzsche, o destruirse a sí mismo por un esfuerzo imposible, pues el cristiano sabe que la única grandeza está en el don de sí, que la única grandeza está en la generosidad, que no se trata de dominar sino de donarse.
Entonces, la grandeza y la humildad son una sola y misma cosa porque la grandeza es vaciarse de sí y la humildad es simplemente no mirarse a sí mismo, porque uno es totalmente una mirada hacia el otro.
Tenemos entonces una obra inmensa que cumplir, porque es de una urgencia infinita para que el Reino de Dios se realice, que demos nuestro consentimiento sin desfallecer, a cada minuto, en las más pequeñas cosas. Son precisamente las cosas más pequeñas las que tienen consecuencias infinitas.
El verdadero mal no es matar, violar, saquear, cosas que uno hace solamente en un estado de violencia irracional; el verdadero mal son esos alfilerazos asestados directamente bajo la hipocresía de una caridad mentirosa. Son todas esas pequeñas cosas que desgarran, que pulverizan el amor, que tratan de vencerlo y que, finalmente traen la disgregación de toda la existencia.
Se trata, entonces, para entrar en esos matices del amor, de entregar a los demás la sonrisa de Dios, de ser lleno de gracia de los pies a la cabeza para manifestar el estado de gracia, llevando a todas partes esa irradiación de la belleza y de la bondad de Dios.
En todo caso, es imposible comprender la inmensidad de la vocación cristiana y esa sed de grandeza que Cristo tiene para nosotros, sin dejar entrar en nosotros la palabra más conmovedora que él nos haya dicho: El que hace la voluntad de Dios es mi hermano, y mi hermana y mi madre.
Si cada uno de nosotros se consagra a esta divina maternidad, si cada uno de nosotros comprende que tiene que convertirse en la cuna de Dios, entonces el misterio de la Virgen será para nosotros un misterio candente de actualidad y comprenderemos que es real hoy y en cada instante de nuestra vida y que hoy, y cada día, y en cada minuto, y en cada latido de nuestro corazón, el Verbo, a través nuestro, quiere hacerse carne para habitar entre nosotros.

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