Querido hermano y compañero en el sacerdocio y en la tarea de escribir.
Dentro del maremagnum informativo sobre tu libro no sé si la palabra de un contemplativo te servirá de algo. He leído el libro y he leído lo que han dicho de él, y también unas palabras tuyas.
El libro lo he leído en el silencio y en la contemplación, lugares desde donde creo lo escribiste. Y desde esos mismos lugares-no lugares, te dirijo unas palabras de acompañamiento y consuelo, y, permíteme, de consejo (perdón por la presunción; incluso creo que soy más joven que tú).
Deja que el libro haga su labor. No respondas ni contestes a nadie. El Evangelio, al que servimos, supone que alguien nos ha llamado en privado para decirnos aquello que debemos corregir. Si no lo ha hecho no merece, evangélicamente, una respuesta. Acaso comprensión cristiana y nuestra oración.
Un libro, lo sabes muy bien, es como un hijo al que hay que dejar crecer en libertad, no un hijo al que hay que acompañar y justificar, defender y proteger. Si se hace eso los hijos no crecen, no se desarrollan y serán unos inútiles toda la vida. El libro hará su camino, iluminará las mentes, hará amigos, entablará relaciones, creará simpatías o antipatías, es decir, asumirá todos los riesgos de la existencia.
Mejor que no respondas, pues, la verdad, esas cosas que digas ya no nos interesan a nadie que no estemos en el contexto de las cosas. Cuando ingresé en el monasterio quería "justificar" ante todo el mundo la vida contemplativa; tras bastantes años queriendo ser monje, me he dado cuenta de que la vida contemplativa, el monje, el monasterio se "justifican" por sí solos, estando donde están, y, a veces, solamente estando, siendo.
Lo mismo pasa con los libros. Se escriben para que estén, para que sean leídos o no, para que pasen de mano en mano, o esperen tranquilamente que alguien repare en ellos. No hay que defenderlos, ni justificarlos. Quienes escriben libros deben ser como el monje que asume su silencio, su "inutilidad", su deseo de no dejarse notar (aunque esté cayendo en la contradicción de dejarme notar yo mismo). El libro que has escrito es bello, hermoso, está muy bien como está, sin más aditivos.
Y tú, tras lo dicho, no debes entrar "al trapo", como decía mi abuelo, clásico él; los que amen las disputas no deben encontrarnos en ellas. Quienes sabemos un poco de historia de la literatura cristiana sabemos de la historia de los libros y de sus autores, por eso debemos tener bien aprendida la lección y no caer en errores del pasado, ni alimentar las pasiones discursivas del presente.
Tu libro, como Jesús, es un signo de contradicción, y ningún discípulo va a ser mayor que el maestro. Déjalo en la cruz, que ya llegará la resurrección.
Con afecto. Francisco R. de Pascual, ocso.
Abadía Cisterciense de Viaceli, CÓBRECES (Cantabria)
Dentro del maremagnum informativo sobre tu libro no sé si la palabra de un contemplativo te servirá de algo. He leído el libro y he leído lo que han dicho de él, y también unas palabras tuyas.
El libro lo he leído en el silencio y en la contemplación, lugares desde donde creo lo escribiste. Y desde esos mismos lugares-no lugares, te dirijo unas palabras de acompañamiento y consuelo, y, permíteme, de consejo (perdón por la presunción; incluso creo que soy más joven que tú).
Deja que el libro haga su labor. No respondas ni contestes a nadie. El Evangelio, al que servimos, supone que alguien nos ha llamado en privado para decirnos aquello que debemos corregir. Si no lo ha hecho no merece, evangélicamente, una respuesta. Acaso comprensión cristiana y nuestra oración.
Un libro, lo sabes muy bien, es como un hijo al que hay que dejar crecer en libertad, no un hijo al que hay que acompañar y justificar, defender y proteger. Si se hace eso los hijos no crecen, no se desarrollan y serán unos inútiles toda la vida. El libro hará su camino, iluminará las mentes, hará amigos, entablará relaciones, creará simpatías o antipatías, es decir, asumirá todos los riesgos de la existencia.
Mejor que no respondas, pues, la verdad, esas cosas que digas ya no nos interesan a nadie que no estemos en el contexto de las cosas. Cuando ingresé en el monasterio quería "justificar" ante todo el mundo la vida contemplativa; tras bastantes años queriendo ser monje, me he dado cuenta de que la vida contemplativa, el monje, el monasterio se "justifican" por sí solos, estando donde están, y, a veces, solamente estando, siendo.
Lo mismo pasa con los libros. Se escriben para que estén, para que sean leídos o no, para que pasen de mano en mano, o esperen tranquilamente que alguien repare en ellos. No hay que defenderlos, ni justificarlos. Quienes escriben libros deben ser como el monje que asume su silencio, su "inutilidad", su deseo de no dejarse notar (aunque esté cayendo en la contradicción de dejarme notar yo mismo). El libro que has escrito es bello, hermoso, está muy bien como está, sin más aditivos.
Y tú, tras lo dicho, no debes entrar "al trapo", como decía mi abuelo, clásico él; los que amen las disputas no deben encontrarnos en ellas. Quienes sabemos un poco de historia de la literatura cristiana sabemos de la historia de los libros y de sus autores, por eso debemos tener bien aprendida la lección y no caer en errores del pasado, ni alimentar las pasiones discursivas del presente.
Tu libro, como Jesús, es un signo de contradicción, y ningún discípulo va a ser mayor que el maestro. Déjalo en la cruz, que ya llegará la resurrección.
Con afecto. Francisco R. de Pascual, ocso.
Abadía Cisterciense de Viaceli, CÓBRECES (Cantabria)
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