Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Velad, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Estas palabras de Jesús expresan el sentido del tiempo de Adviento, que hoy iniciamos. Llamamos tiempo de Adviento a las semanas que preparan la celebración de la Navidad, en la que recordaremos el nacimiento de Jesús, que tuvo lugar en Belén. Pero el nacimiento de Jesús según la carne es a la vez anuncio y promesa de su retorno al final de los tiempos como Señor y Cristo, para llevar a cumplimiento las promesas de una vida sin término, una vez superada la muerte por la resurrección. Como cristianos hemos de vivir esperando este encuentro con Jesús que, sin duda alguna acaecerá, si bien no sabemos ni cuándo ni cómo. Esta incertidumbre en cuanto al momento da más valor a la recomendación de Jesús: Mirad, vigilad. Velad, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
Pero no es fácil hablar de una segunda venida de Jesús en este momento en que incluso se cuestiona su primera venida. En efecto, un discurso de este tipo suena extraño, cuando no claramente inútil, para el hombre de hoy, que vive preocupado por las necesidades de nuestro angustiado mundo. Porque la humanidad experimenta cada vez más insistente el clamor de tanta gente que, en muchos países y en contra de su voluntad, viven en la miseria, la opresión y la violencia; se va adquiriendo conciencia de como el hombre está abusando de la misma naturaleza, poniendo en peligro la estabilidad del ambiente vital. Ante estas y otras urgencias aparece como desprovista de valor una invitación a esperar una segunda venida de Jesús.
Porque aparece muy claro que Jesús no vendrá a resolver, sin que nosotros hagamos ningún esfuerzo, los problemas que tenemos planteados. Todo lo más cabría decir que el anuncio de la venida de Jesús podría ser un acicate para que los hombres asuman el ingente trabajo que supone hacer más justo y humano el mundo en que vivimos.
Ciertamente ninguno de nosotros por si sólo es capaz de cambiar las cosas, pero no por eso dejamos de tener una cierta responsabilidad en lo que ocurre alrededor nuestro. Muchos son en realidad los que trabajan para resolver los problemas de la humanidad, pero por desgracia son también muchos quienes, cómodamente arrellanados en su mediocre suficiencia y gozando de lo que tienen a su alcance, se olvidan de los hermanos que sufren, que necesitan y esperan ayuda. Los hay incluso que, olvidando la triste realidad de nuestro planeta y las exigencias que entraña, se aturden con ruidos, placeres, drogas y alcohol, sin preocuparse de que la realidad siga deteriorándose. Jesús vendrá, un día nos encontraremos cara a cara con él, el cual nos preguntará cómo hemos administrado los bienes que nos han sido confiados, para hacerlos fructificar.
Al hablar de este encuentro con Jesús conviene evitar toda descripción capaz de suscitar temor y miedo. Sería desconocer el mensaje propio de nuestra fe cristiana hablar de un Dios temible que ha de juzgar y condenar con rigor. El mensaje propio, característico de la Buena Nueva anunciada por Jesús, es que Dios es amor, y, como dice San Juan de la Cruz, cuando comparezcamos ante su presencia, en el último encuentro, seremos examinados sobre el amor: se nos preguntará como hemos amado, como hemos vivido el mandamiento nuevo que nos ha dejado Jesús: Amaos unos a otros como yo os he amado.
Es el amor que ha de espolearnos a trabajar para que reine la justicia, para establecer la paz, para ayudar a los que sufren, para cumplir con los compromisos con el mundo y la sociedad, y de este modo proclamar, no sólo con palabras que vuelan, sino con hechos y ejemplos, que el amor de Dios nos ha salvado, nos ha hecho hijos suyos y nos llama a vivir en su Reino por siempre. Por esto escuchamos agradecidos la invitación de Jesús: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Velad, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
De un monje cisterciense
Pero no es fácil hablar de una segunda venida de Jesús en este momento en que incluso se cuestiona su primera venida. En efecto, un discurso de este tipo suena extraño, cuando no claramente inútil, para el hombre de hoy, que vive preocupado por las necesidades de nuestro angustiado mundo. Porque la humanidad experimenta cada vez más insistente el clamor de tanta gente que, en muchos países y en contra de su voluntad, viven en la miseria, la opresión y la violencia; se va adquiriendo conciencia de como el hombre está abusando de la misma naturaleza, poniendo en peligro la estabilidad del ambiente vital. Ante estas y otras urgencias aparece como desprovista de valor una invitación a esperar una segunda venida de Jesús.
Porque aparece muy claro que Jesús no vendrá a resolver, sin que nosotros hagamos ningún esfuerzo, los problemas que tenemos planteados. Todo lo más cabría decir que el anuncio de la venida de Jesús podría ser un acicate para que los hombres asuman el ingente trabajo que supone hacer más justo y humano el mundo en que vivimos.
Ciertamente ninguno de nosotros por si sólo es capaz de cambiar las cosas, pero no por eso dejamos de tener una cierta responsabilidad en lo que ocurre alrededor nuestro. Muchos son en realidad los que trabajan para resolver los problemas de la humanidad, pero por desgracia son también muchos quienes, cómodamente arrellanados en su mediocre suficiencia y gozando de lo que tienen a su alcance, se olvidan de los hermanos que sufren, que necesitan y esperan ayuda. Los hay incluso que, olvidando la triste realidad de nuestro planeta y las exigencias que entraña, se aturden con ruidos, placeres, drogas y alcohol, sin preocuparse de que la realidad siga deteriorándose. Jesús vendrá, un día nos encontraremos cara a cara con él, el cual nos preguntará cómo hemos administrado los bienes que nos han sido confiados, para hacerlos fructificar.
Al hablar de este encuentro con Jesús conviene evitar toda descripción capaz de suscitar temor y miedo. Sería desconocer el mensaje propio de nuestra fe cristiana hablar de un Dios temible que ha de juzgar y condenar con rigor. El mensaje propio, característico de la Buena Nueva anunciada por Jesús, es que Dios es amor, y, como dice San Juan de la Cruz, cuando comparezcamos ante su presencia, en el último encuentro, seremos examinados sobre el amor: se nos preguntará como hemos amado, como hemos vivido el mandamiento nuevo que nos ha dejado Jesús: Amaos unos a otros como yo os he amado.
Es el amor que ha de espolearnos a trabajar para que reine la justicia, para establecer la paz, para ayudar a los que sufren, para cumplir con los compromisos con el mundo y la sociedad, y de este modo proclamar, no sólo con palabras que vuelan, sino con hechos y ejemplos, que el amor de Dios nos ha salvado, nos ha hecho hijos suyos y nos llama a vivir en su Reino por siempre. Por esto escuchamos agradecidos la invitación de Jesús: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Velad, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
De un monje cisterciense
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